martes, 27 de junio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 4





Sábado, 13:00 horas


En cuanto Paula salió de Picture This, la envolvió una descarga de aire caliente y contuvo una mueca. Gracias al roce accidental con Pedro, necesitaba más calor como necesitaba un agujero en la cabeza.


—No hay nada como una oleada de calor en Nueva York en julio —comentó ella con tono casual, a pesar de que no se sentía así—. Se supone que, hoy y mañana, las temperaturas van a dispararse.


Pedro gimió.


—Repíteme por qué estamos trabajando y no nos encontramos en la playa.


—El motivo es porque es evidente que estamos locos —señaló el edificio de la esquina siguiente—. ¿Qué te parece el Diner?


Sus miradas se encontraron y él esbozó una sonrisa lenta. El corazón de ella se desbocó. ¿Estaría pensando en aquella única vez en que fueron a esa cafetería? Pedro satisfizo su curiosidad diciendo:
—The Stardust Diner. Por los viejos tiempos. Suena estupendo.


Menos de cinco minutos más tarde, se hallaban sentados en un reservado cercano a la parte de atrás del ajetreado local, disfrutando del bendito aire acondicionado y de unos vasos helados con agua. Paula bebió un trago y con irritación notó que la mano que sujetaba el vaso no se veía muy firme.


Se dijo que era ridículo que se sintiera de esa manera. Pero no había modo de negar que así era, lo cual la irritaba. Igual que la culpabilidad constante inducida por Gaston. «No es más que un almuerzo», le dijo a su conciencia hiperactiva. 


Disfrutaría de una comida con un viejo amigo, recordaría anécdotas, se pondrían mutuamente al día de sus respectivas vidas y ahí se acabaría todo. No había nada de malo.


Sintiéndose mejor después de ese desglose mental de las actividades que tendrían, no abrió el menú y lo deslizó por la mesa.


—¿Ya sabes lo que quieres? —inquirió él con una sonrisa.



«A ti. Desnudo y sudoroso». El pensamiento inapropiado surgió en la mente de Paula con la súbita conmoción del ataque de una cobra, y apenas fue capaz de contener el ¡aj! horrorizado que escapó de sus labios.


No debería haber aceptado la invitación. Pero su orgullo idiota había hecho a un lado su sentido común. «Si te niegas, cualquier excusa que ofrezcas sonará a eso… a excusa. Entonces Pedro se preguntará por qué no quisiste tener un simple e inocente almuerzo con él». Desde luego, no quería que pensara que la verdadera causa era que había estado pensando en él toda la semana. Recordándolo desnudo y sudoroso. Preguntándose si aún tenía el mismo sabor.


—¿Estás bien, Paula?


La voz preocupada la devolvió a la realidad.


—Sí. Solo un poco… acalorada.


—¿Qué vas a pedir?


—Lo de costumbre.


—¿Una cheeseburger con acompañamiento de aros de cebolla y batido de chocolate?


Una oleada de placer no deseado rompió sobre ella.


—Vinimos aquí una vez. ¿Recuerdas lo que pedí?


—Sí. Me quedé impresionado. Las demás chicas habrían pedido una ensalada. Y más si iban vestidas de gala para el baile de fin de curso.


Se miraron y Paula no pudo contener la cascada de recuerdos. En esa misma cafetería a las cinco de la mañana después del baile de graduación. Llevaba un vestido verde pálido y Pedro el esmoquin negro de su padre. Su novio de Chicago se había puesto malo y no había podido viajar a Nueva York para acompañarla. Pedro se había ofrecido galantemente a ocupar el sitio vacante. Fue la noche que había marcado el comienzo del cambio en la relación que mantenían. La noche en que se había dado cuenta de que no podía obviar la poderosa atracción que sentía por él.


—Fuiste mi caballero de reluciente armadura —comentó, incapaz de contener el ligero temblor en la voz.


Él rio.


—Sería más apropiado decir que fui tu caballero con un esmoquin grande.


—¿Bromeas? Estabas magnífico. Fui la envidia de todas las chicas. Y más siendo tú universitario.


—Según lo recuerdo yo, tú estabas magnífica y yo fui la envidia de todos los chicos.


Sintió más placer al escuchar esas palabras.


—No lo creo. No obstante, jamás olvidaré lo dulce que fuiste al recogerme con tu Jeep…


—La limusina de los campeones…


—… que habías lavado y encerado para la ocasión. Y la orquídea que me trajiste. ¿Sabes que aún la guardo? Está entre dos páginas de mi anuario. Aquel verano después del baile debí de mirarla miles de veces. Aquel verano después del baile…


Las palabras flotaron entre ambos y ella supo que también Pedro recordaba cómo habían pasado aquellas semanas mágicas.


—¿Por qué la mirabas?


Titubeó, y luego decidió que no pasaba nada porque se lo contara después de tantos años.


—Me recordaba a ti.


—Una flor aplastada, marchita y disecada. Muchas gracias.


Ella rio.


—Quiero decir que me recordaba a ti aquella noche. Lo bien que lo pasé. Gracias a ti.


La estudió durante varios segundos por encima del borde del vaso de agua.


—Yo también lo pasé muy bien.


Decidida a demostrarse que el pasado juntos era algo que podía encarar con ecuanimidad, soltó una risa suave.


—Aquella noche fuiste un perfecto caballero… cuando yo anhelaba que no lo fueras.


Él bajó el vaso a la mesa.


—Si te hace sentir mejor, prácticamente me costó la vida serlo —repuso con tono también ligero—. Eras tan hermosa y olías tan bien… Con tanto baile lento, pensé que me volvería loco.


Ella recordó las sensaciones deliciosas de estar en brazos de él al son de la música. El cuerpo duro contra el suyo. La emoción prohibida que había experimentado al saber que lo excitaba. La agonía de querer besarlo, tocarlo, explorar todas las sensaciones urgentes e imposibles de ignorar. La culpabilidad que había sentido por la poderosa atracción que le inspiraba Pedro cuando ya tenía novio. Parecida a la que sentía en ese…


Cortó ese pensamiento antes de que llegara más lejos.


—Supongo que se puede decir que aquella noche cambió las cosas entre nosotros —musitó Pedro.


Ella asintió. No se podía negar que había añadido combustible a la llama que había titilado en su corazón durante meses. Y menos de una semana más tarde, se había convertido en una conflagración en la que habían pasado de ser amigos a amantes.


Pedro buscó sus ojos.


—Fue un gran verano.


—Sí, lo fue —el más memorable de su vida. Desde luego, no era necesario compartir esa información con él.


—¿Recuerdas aquel día que alquilamos la barca?


En su mente se agolparon muchos recuerdos sensuales, borrando todo lo demás. Rio casi sin aliento.


—No capturamos muchos peces, ¿verdad?


—¿Peces? No fue por eso que la alquilamos.


«Claro que no».


Él apoyó los codos en la mesa y la miró fijamente.


—Fue para ver cuántas veces podíamos hacer el amor en una tarde —dijo suavemente—. Si no recuerdo mal, fue idea tuya.


Sintió que la recorría el fuego al recordar aquel glorioso día pasado en desnudo esplendor en la completa intimidad de una cala tranquila que habían encontrado.


Tuvo que tragar saliva para recobrar la voz.


—Idea mía —convino—. Aunque no oí ninguna queja por tu parte.


—Diablos, no.


El fuego amenazaba con consumirla. Necesitaba desviar el tema a aguas más seguras.


—Y míranos ahora, casi diez años más tarde, de vuelta en el viejo Stardust Diner.


—Todo porque la semana pasada apareciste en Picture This —la miró con expresión indescifrable—. Creo que lo que dicen sobre la oportunidad del momento es cierto.


—Sí —y se le ocurrió que todo su pasado había estado sometido a eso. 


Primero había tenido un novio. 


Luego Pedro le había sugerido que eran demasiado jóvenes para embarcarse en una relación exclusiva. Y después, en todas las ocasiones en que se habían visto, habían estado saliendo con alguien.


Tampoco era mejor la oportunidad que se les presentaba en ese instante. Ya habían dejado atrás su aventura juvenil, pero no podía negar que le causaba una emoción especial saber que él recordaba los detalles del tiempo que habían pasado juntos.


En ese momento apareció la camarera y Paula agradeció la interrupción de sus pensamientos descarriados.


—¿Están listos para pedir?


Pedro dejó su menú sin abrir encima del de Paula.


—Dos cheeseburger con beicon, dos de aros de cebolla y dos batidos de chocolate.


—No es una comida que tome a menudo —comentó ella cuando se quedaron solos—, pero en las raras ocasiones en que vengo a esta cafetería, es obligatoria. Por los viejos tiempos.


—No hay nada de malo en darse un gusto. Por los viejos tiempos.


De nuevo sus miradas se encontraron y Paula creyó que algo brillaba en los ojos de él. Lo último que quería hacer era darse un gusto estando a cincuenta metros de distancia de Pedro Alfonso.


Apoyó los codos en la mesa de fórmica y dijo:
—Muy bien, suéltalo. ¿Qué has estado haciendo en estos últimos cinco años?


—Puedo resumirlo en una sola palabra: trabajar. ¿Y tú?


—Oh, no. No escaparás tan fácilmente.


Él se encogió de hombros.


—No exagero. Completé y aprobé todas las entrevistas y cualificaciones necesarias para comprar mi propio asiento en la Bolsa de Nueva York cuando mi padre murió.


Hizo una pausa y ella captó la tristeza en sus ojos. La última vez que había visto a Pedro había sido en el funeral de su padre. Aún recordaba la tristeza de toda su familia. Sin pensárselo, alargó la mano y la apoyó encima de la suya.


Y al instante comprendió su error.


Lo había hecho como un gesto de simpatía, una manifestación inocente de comprensión, pero no hubo nada inocente en la sacudida de deseo que la recorrió nada más tocarlo. Su primera reacción fue apartar la mano como si la hubiera quemado, pero eso la haría quedar como una idiota.


Después de humedecerse los labios súbitamente secos, murmuró:
—Lo siento mucho, Pedro. Sé lo próximos que estabais tu padre y tú.


Bajó la vista a la mano de ella y un músculo se contrajo en su mandíbula.


—Solo tenía cuarenta y ocho años.


—Lo sé —con suavidad retiró la mano y luego la apoyó en su regazo, para poder cerrar los dedos con el fin de retener el calor de la piel de él sin que Pedro lo supiera.


—No hay duda de que el estrés del trabajo contribuyó mucho al ataque al corazón que sufrió y vi que en unos años a mí me esperaría lo mismo. Me legó su asiento en el mercado de valores y mi primera reacción fue venderlo. Irme. Y casi lo hice. Pero sentía una gran conexión con él ahí. Descubrí que no podía abandonar todos los planes que habíamos hecho juntos.


—Te quedaste.


—Sí. Pero me prometí que no dejaría que lo que le había sucedido a él me sucediera a mí. No iba a cavarme una tumba prematura. Me di de plazo hasta mi trigésimo quinto cumpleaños para ahorrar y planificar y también era una buena edad para reevaluar mi vida y mis objetivos. De modo que durante los últimos cinco años he trabajado como un burro. He ahorrado e invertido bien. Menos mal, porque hace tres meses el destino intervino en forma de dolores de pecho.


Al ver la expresión de intensa preocupación de Paula. 


Pedro movió la cabeza.


—No fue un ataque al corazón. El doctor lo achacó al estrés. Dijo que si no cambiaba mi estilo de vida, reducía mis niveles de tensión y aprendía a relajarme, iría en la dirección que había jurado que jamás tomaría. Un par de semanas más tarde, vendí mi asiento en la Bolsa.


—¿Y has estado trabajando en Picture This estos dos últimos meses?


—No. Mi madre y mi abuela se fueron a Carolina del Sur tras la muerte de mi padre. Dediqué las tres primeras semanas a visitarlas —sonrió—. Fue estupendo. No tomaba vacaciones en cinco años. Comidas caseras todos los días, acostarme tarde. No recuerdo la última vez que me sentí tan relajado.
»Luego dediqué el siguiente mes a terminar el sótano de la casa de Nico. Con el bebé de camino, él necesitaba espacio extra y yo realmente disfruté trabajando otra vez con las manos. Nada como la extenuación física para despejar la mente.


Un recuerdo de Pedro sin camisa, sudoroso, magnífico, con un martillo en la mano mientras construía el cobertizo en la parte de atrás de la casa de sus padres, centelleó en su mente, dejando un rastro de calor.


—Cuando terminé el sótano, Nico me preguntó si quería suplantarlo en el estudio hasta que naciera el bebé. Como tenía tiempo y aún no había decidido qué quería hacer en el ámbito profesional, me dije: ¿por qué no? Empecé dos días antes de que tú entraras en el estudio.


—¿Dos días? —enarcó las cejas—. ¿Cuánta experiencia tienes como fotógrafo?


Él sonrió.


—Tú fuiste mi primera clienta.


El fuego se extendió por las mejillas de ella.


—Olvidaste mencionarlo antes de que posara en lencería.


—Tienes toda la razón. ¿Crees que soy tonto?


—Yo diría que incorregible.


—Hace un minuto era un caballero de reluciente armadura.


—Los tiempos cambian.


Él alzó las manos en fingida rendición.


—Eh, no era la primera vez que usaba una cámara. Estás ante el antiguo vicepresidente del Club de Fotografía del Instituto Kennedy —y no añadió «te he visto con menos ropa», aunque no fue necesario—. Échale un vistazo a las fotos —pidió—. Si no te gustan, te organizaré otra cita para que te las saque Nico.


Y de pronto se le ocurrió que ese almuerzo no había sido una buena idea. Verla, pasar un rato con ella, recordar cómo había sido tenerla en brazos, debajo de él, encima, abrazada a él, no servía a otro propósito que torturarlo… algo que no había esperado. Ella no estaba libre. Él iba a marcharse a Europa para un viaje de tres meses. Decididamente, no eran el uno para el otro.


Pero aun sabiéndolo, el simple hecho de verla parecía volverlo del revés.


—Estoy ansiosa por ver las fotos, pero ya viene la camarera con nuestros platos. Será mejor que espere hasta terminar, para no mancharlas.


Obligándose a redirigir sus pensamientos hacia el almuerzo, él dijo:
—Buena idea —en cuanto la camarera se fue, Pedro alzó su hamburguesa en brindis, decidido a terminar el almuerzo y largarse de allí cuanto antes—. Por los viejos tiempos.


—Y los viejos amigos —añadió ella. Después del primer mordisco, Paula sonrió—. Vaya. Siento como si necesitara un cigarrillo… y ni siquiera fumo. Y eso solo con un mordisco —se llevó un aro de cebolla a la boca y gimió—. Ooh, cielos. Está delicioso —alargó la mano—. Pruébalo.


Al instante Pedro recordó cómo le gustaba compartir la comida. Tuvo un recuerdo claro de ambos compartiendo un cucurucho de chocolate, riendo, lamiendo, las lenguas dulces tocándose. Después del helado, habían aparcado en una calle tranquila y oscura y habían hecho el amor en el asiento de atrás de su coche.


Con ese recuerdo fresco en la mente, e incapaz de contenerse, adelantó el torso y mordió. Sin darse cuenta, los labios le rozaron las yemas de los dedos, aunque ella no pareció notarlo.


Esa condenada comida se estaba convirtiendo en una tortura por momentos. Y temía que si no terminaba pronto, Paula vería la bruma de lujuria que lo envolvía.


Mientras masticaba, la observó llevarse el último trozo a la boca.


Luego ella centró su atención en el batido y bebió un largo trago.


—¿Cómo está? —preguntó Pedro, con la vista clavada en los labios carnosos y brillantes que rodeaban la pajita roja y blanca. Tuvo que tragar saliva para contener un gemido. Se preguntó cuándo demonios se había vuelto algo tan erótico observar beber a una mujer.


—Maravilloso.


Pedro probó su batido y asintió.


—¿Y cuáles son tus planes para el futuro? —añadió ella.


Agradeció poder concentrarse en algo diferente que sus labios. Y en los recuerdos ardientes de cuando succionaban otra cosa que no era la pajita.


—Para mi futuro inmediato, viajar. Pasado mañana inicio mi tan postergado viaje por Europa.


—Recuerdo que siempre quisiste ir… —calló unos momentos al recordar que había planeado hacerlo el verano después de su graduación universitaria—. ¿Nunca llegaste a realizarlo?


—No. Estaré fuera tres meses. Después, planeo un safari en África. En mi lista también figuran Australia, Sudamérica y Asia. En algún punto intermedio, tendré que encontrar un lugar para vivir. El contrato de mi apartamento de Manhattan caduca dentro de seis meses.


—¿Alguna idea?


—No en Manhattan. Mi médico me sugirió una cabaña en alguna playa. Me recomendó Hawái —sonrió—. Tal vez me traslade allí y abra un bar.


—Suena… estimulante. ¿Qué me dices de tus planes profesionales de futuro?


—Desde un punto de vista financiero, no me corre prisa, así que lo estoy meditando —bebió otro sorbo de batido—. Y ahora que te he contado mi vida, ¿qué has hecho tú en estos últimos cinco años?


—Lo mismo que tú. Trabajar. Ampliar mi cartera de clientes.


—¿Disfrutas en el negocio inmobiliario?


—Sí. Me gustan todos sus aspectos… compradores, vendedores, el desafío de encajar al cliente adecuado con la casa adecuada. El mercado inmobiliario en Long Island casi siempre ha estado en alza, pero ahora se ha disparado. He empezado a llevar algunas propiedades comerciales, lo que representa una gran oportunidad para mí —tomó otro aro de cebolla—. Hace seis meses compré mi primera casa.


Pedro vio lo satisfecha que estaba y alzó el batido en brindis.


—Felicidades. Sé lo mucho que siempre deseaste tener tu propia casa. Esa estabilidad.


—Sigo siendo así. Estoy asentada, con una hipoteca, un patio trasero, vecinos, fiestas en la manzana, toda la parafernalia. Haría falta una explosión nuclear para desarraigarme.


—¿Tu madre sigue viajando por el país?


—Después de una temporada en Miami y Dallas, ha vuelto aquí y toca en la Filarmónica de Long Island. Tiene un apartamento en el condado de Suffolk. Nadie sabe cuánto tiempo se quedará, pero, por el momento, está satisfecha.


—Me alegra saber que tu vida profesional va tan bien —miró hacia el sobre con las pruebas que había apoyado al lado de su asiento—. Parece que sucede lo mismo con tu vida personal.


Algo centelleó en los ojos de ella.


—Sí. Va fantástica. ¿Y la tuya?


—Todo marcha de maravilla. Ya sabes, la típica vida de soltero.


—¿Alguien especial?


—No.


—¿Alguna cita para esta noche? —preguntó con tono de broma.


—No.


—Vamos. Apuesto a que hay decenas de mujeres haciendo cola ante tu puerta.


—No tantas —rio—. Mi única cita para esta noche es trabajar en el estudio para ayudar a Nico a ponerse al día con el papeleo.


—¿Un soltero dedicado al papeleo un sábado por la noche? —lo estudió con gesto exagerado—. A menos que tu carácter se haya desviado de forma drástica, eres un tipo bastante decente, razonablemente atractivo, heterosexual, financieramente estable. Alguien que podría atraer a una o dos mujeres. ¿Cuál es el problema?


—Ninguno. Solo me tomo una noche libre de la habitual frivolidad para ayudar a un amigo —no quiso decirle que en la última semana solo había podido pensar en ella. Aunque de pronto se le ocurrió que había estado en sus pensamientos más de una semana. Siempre había estado ahí, en un rincón de su mente, y había comparado con ella a cada mujer que había aparecido en su vida, sin que ninguna pudiera acercarse. Desterrando ese descubrimiento perturbador, dijo—: Dime, ¿cómo es que tú y… cómo se llama?


—Gaston.


—¿Cómo os conocisteis?


—Es abogado. Nos conocimos en la venta de una casa.


—¿Hace cuánto?


—Ocho meses.


—¿Va en serio? —se felicitó por el tono ligero que pudo proyectar, en absoluto contraste con la tensión de cada uno de sus músculos mientras aguardaba la respuesta.


Ella se limpió la comisura de los labios con la servilleta, apartó el plato vacío y luego recogió el sobre.


—Te lo diré cuando las vea —le guiñó un ojo.


¿Qué diablos de respuesta era ésa? Si iban en serio, habría contestado con un «sí».


Algo parecido sospechosamente a un destello de esperanza cobró vida en su pecho, una diminuta llama que no podía apagar ni ignorar. ¿Es que estaba loco? No quería que Paula se hallara disponible. Porque eso fastidiaría por completo sus planes de viaje. Otra vez.


¿O no?


«Diablos, sí».


«Diablos, no».


Si estaba disponible, podrían tener una aventura. «Pero ella no es mujer de aventuras», le dijo su voz interior. Lo cual era absolutamente cierto. Paula era una mujer de «para siempre».


Y por lo que Pedro sabía, en seis meses quizá no tuviera donde vivir y dirigiera un bar en Hawái. Por lo tanto, era positivo que tuviera novio. Y lo que él necesitaba era quitarse de la cabeza esos pensamientos descabellados. Ya.


Se obligó a guardar silencio para no bombardearla con más preguntas sobre su relación. La observó mirar las pruebas y vio que se ruborizaba.


Tuvo que juntar las manos en torno a la copa fría para no ceder al impulso de alargar una y acariciarle el rostro.


Después de beber un largo trago de batido de chocolate, dijo:
—Te ruborizas.


Ella rio con timidez.


—Resulta un poco bochornoso que me vieras con mi lencería.


«Paula en lencería…». Santo cielo, no iba a sobrevivir. Se movió con discreción para reducir la creciente incomodidad en sus Levi's.


—A riesgo de sonar grosero, lo que en absoluto es mi intención, yo… mmm, te he visto con menos ropa —y la imagen que proyectaron esas palabras no ayudó a mitigar su incomodidad.


El rubor se acentuó.


—Cierto… hace casi una década. Mientras nos…


—¿Acostábamos juntos? —su diablo interior lo llevó a formular esa pregunta cuando ella dio la impresión de no saber qué decir.


—Bueno, eso fue hace mucho tiempo. Esto es diferente. Y en estas fotos, parezco tan…


—¿Sexy?


Alzó la vista.


—¿Te lo parece?


Mentalmente movió la cabeza ante la incomprensible confusión que se reflejó en los ojos de Paula.


—Diablos, sí. ¿A ti no?


—Bueno… sí, supongo. No estoy acostumbrada a verme de esta manera.


—Créeme, Paula, no tienes nada de lo que avergonzarte.


Ella estudió las fotos unos segundos más y luego dijo:
—Has hecho un trabajo espléndido.


—Gracias. Pero no tuvo nada que ver conmigo y todo con la modelo. Mi favorita es la última.


Observó largo rato la que él señalaba y luego alzó la vista.


—¿Por qué es ésa la que más te gusta?


«Porque cuando la miro, fantaseo que estás pensando en mí. Recordándome a mí. A nosotros. La gran pareja que formábamos. Porque yo te estoy recordando a ti».


—Creo que realmente capta tu esencia. Tus muchas facetas. Me gusta tu expresión, el contraste que muestra. Pareces seductora, pero tímida al mismo tiempo. Tentadora, juguetona, pero con un aire de inocencia. Me gusta cómo miras directamente a la cámara. Es una expresión a la que a cualquier hombre le daría mucho que pensar —«yo, por ejemplo»—. Se te ve magnífica en todas las fotos, pero, hablando como hombre, ésa garantiza la perdición.


Paula volvió a mirar la foto y frunció el ceño.


—Espero que tengas razón —musitó.


Pedro enarcó las cejas, sin saber siquiera si ella era consciente de lo que había dicho. Si un vistazo a esa foto no hacía que Gabriel, o Gaston, o como se llamara, tuviera una erección instantánea, ese tipo tenía que hacerse una revisión.


Pero… ¿era posible que no todo fuera perfecto entre ese tipo y Paula? Si había problemas en el paraíso…


Respiró hondo y reconoció lo que no quiso reconocer.


Esperanza.


Ella miró la hora.


—Me temo que he de irme —miró más allá de su hombro en busca de la camarera.


Pedro se sintió decepcionado, algo que lo irritó.


—Tranquila, vete —dijo—. Yo me encargo de la cuenta.


—No tienes que…


—Quiero. Por los viejos tiempos. Además, he de quedarme y pedir algo para llevarle a Nico.


—De acuerdo. Gracias —se deslizó hacia el borde del asiento—. La comida ha sido deliciosa.


Él se incorporó y se palmeó el estómago.


—Desde luego —con la cabeza señaló el sobre—. Cuando quieras, comunícanos qué pruebas quieres imprimir.


—Lo haré —se puso de pie, un poco insegura, como si no supiera si estrecharle la mano o darle un beso. Pedro la ayudó adelantándose y posó los labios suavemente en su mejilla. Lo imitó y luego retrocedió un paso—. Ha sido agradable volver a verte.


—Lo mismo digo —de hecho, había sido demasiado agradable. Lo que significaba que debía dejar que se marchara. Pero esa estúpida llama aún ardía, de modo que se oyó decir—: Quizá esta vez podamos conseguir no perder el contacto.


En vez de sonreír y asentir, la vio fruncir levemente el ceño.


Después le dedicó una sonrisa rápida que no llegó hasta sus ojos.


—Quizá —manifestó sin ninguna convicción—. Pero con tus viajes y siendo el verano la temporada más ajetreada para mí…


Era evidente que la había malinterpretado y que todo iba bien entre su novio y ella.


Se sintió aliviado. Dada la aparente atracción poderosa que le inspiraba, volver a verla no habría sido inteligente.


—Lo entiendo —forzó una sonrisa—. Espero que vendas trillones de casas.


—Eso sería estupendo. Buena suerte con tus viajes y con tu búsqueda de trabajo y de casa.


—Gracias —incapaz de parar, añadió—: Eh, si las cosas no salen bien con Gabriel…


—Gaston.


—Eso. Llámame —le dedicó un guiño—. Te invitaré a otra cheeseburger con beicon.


—Lo tendré en mente.


Ella se volvió para irse, y aunque la voz interior le advirtió que permaneciera en silencio, soltó:
—Seis.


Paula giró otra vez, claramente desconcertada.


—¿Seis? ¿Qué significa?


—Es el número de veces que hicimos el amor aquella tarde en la barca.


Durante varios segundos ella no dijo nada y el silencio creció entre ellos, tenso y denso. Luego murmuró:
—Adiós, Pedro —y se abrió paso con rapidez entre el laberinto de mesas.


La observó alejarse y en las entrañas tuvo una vacía sensación de pérdida que deseó no sentir.


Al llegar a la puerta, ella miró por encima del hombro. Se observaron y Pedro se preguntó si sería capaz de captar el deseo que sospechaba que aún se reflejaba en sus ojos. 


Segundos más tarde, cruzó la puerta, giró por la esquina y la perdió de vista.


Se había ido.


Por desgracia, sospechaba que los recuerdos de Paula se demorarían mucho, mucho tiempo en su mente





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