lunes, 8 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 5




Pedro salió al coche a buscar una camisa seca y ella lo observó por la ventana.


¿Iba a quedarse?


¿Allí? «No, no puede quedarse aquí conmigo». No podía
quedarse tan cerca, ella lo conocía bien, conocía su mirada, y sabía lo vulnerable que era a su atractivo sexual. Sólo tenía que tocarla para que ella se derritiera a sus pies.


Sin embargo, se había sorprendido al ver cómo había cambiado.


Había perdido peso. Y lo había notado al acariciarle la piel del torso. Tenía algunas canas en el cabello y aparentaba los treinta y ocho años que tenía. Había envejecido más en el último año que en todo el tiempo que ella lo había conocido, y Paula se sintió culpable por ello.


A pesar de todo, se veía que estaba en forma y que había estado entrenando en el gimnasio. O corriendo.


Solía hacerlo cuando tenía problemas y quería pensar.


O dejar de pensar.


¿Había sido culpa de ella? Posiblemente. Probablemente.


—¿Hay algún sitio por aquí donde pueda alojarme?
—preguntó él nada más regresar a la cocina. Se agachó para abrir la maleta y sacar un jersey fino.


Ella abrió la boca para contestar que sí, pero lo único que pudo decir fue:
—No seas tonto, puedes quedarte aquí. Hay muchas
habitaciones.


—¿De veras? —preguntó él, mirándola con preocupación—. ¿Y no te preocupa que ponga tu reputación en entredicho?


Ella soltó una carcajada.


—Es un poco tarde como para preocuparse de eso, Pedro —dijo ella—. Ya lo hiciste cuando me dejaste embarazada.


Él frunció el ceño, cerró la maleta y la dejó en un rincón.


—¿Y Blake? —preguntó al fin.


—¿Qué pasa con él? Estoy cuidando de su casa. Puedo tener visitas, es parte del trato.


—¿Tenéis un trato?


—Bueno, ¡por supuesto que tenemos un trato! —dijo ella—. ¿Qué te crees? ¿Que me he ido a vivir con un hombre cualquiera? Es amigo de Juana y de Pablo, y buscaba a alguien que cuidara de su casa. No te preocupes, está todo controlado.


—La mujer de la oficina de correos no parecía pensar lo mismo.


—Esa mujer necesita que le ocurra algo emocionante en la vida —dijo ella—. De todos modos, ya te lo he dicho, él es homosexual. ¿Tienes hambre?


—¿Hambre?


Pedro, tienes que comer —dijo ella, preguntándose quién lo habría cuidado durante todo ese tiempo. Parecía agotado, tenía ojeras y apenas sonreía—. Hay pollo en la nevera, y tengo todo tipo de cosas en el congelador.


—¿No podemos salir?


—¿Dónde? ¿Con las gemelas?


Al ver la expresión que puso Pedro, ella tuvo que contener una carcajada.


—No puedo salir, Pedro. Es todo un despliegue militar, y no tengo niñera.


—¿En el pub hacen comida?


—Sí. Está buena. Puedes ir allí.


—¿No reparten a domicilio?


—Lo dudo.


—Podría ofrecerles una propina.


—Estoy segura —dijo ella—. ¿Por qué no vas allí y los
convences? Sólo está al otro lado del río. Tardarás dos minutos caminando. O puedes comer allí, si tienes miedo de que te envenene.


—¿Tienen carta?


—Sí. Cocinan bien. Puedes elegir algo y tomarte una cerveza mientras lo preparan. Tardarán unos veinte minutos, probablemente.


Y ella podría darse una ducha y ponerse algo de ropa que no
tuviera olor a crema de bebé, cepillarse el cabello y maquillarse. No, no se maquillaría. No quería parecer desesperada, pero podría llamar a Juana.


—Es un poco pronto. Puedo ir más tarde.


—Lo único es que puede que las niñas se despierten, y es más fácil comer cuando están dormidas. Además, sólo sirven hasta las nueve, y yo me muero de hambre. Me olvidé de comer al mediodía. 


Él dudó un instante, pero se puso la chaqueta y se dirigió a la puerta.


—¿Qué te apetece?


—Cualquier cosa. Tú sabes lo que me gusta.







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