lunes, 8 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 4





Segundos más tarde, se percató de que sólo se dirigía a la puerta y se apoyó contra la pared, aliviado. Oyó la llave en la cerradura y vio cómo se abría la puerta.


Apareció Paula, cansada y pálida, pero más guapa que nunca, con un bebé en la cadera y un perro labrador negro a su lado.


—Hola, Pedro.


¿Eso era todo? Un año, dos niñas, una relación secreta y ¿lo
único que iba a decirle era: «Hola, Pedro»?


No sabía qué esperaba de aquel encuentro pero, desde luego, no era eso. Sintió que salivaba a causa de la rabia que lo invadía por dentro, pero recordó las palabras de Andrea y trató de contenerse.


«Puedo hacerlo», se dijo antes de apretar los dientes y mirarla a los ojos.


—Hola, Paula.


Él estaba apoyado contra la pared, tenía el cabello alborotado y la expresión de sus ojos era indescifrable.


Sólo lo delataba la tensión de la mandíbula, y ella se percató de que él lo sabía.


«Hola, Paula», le había dicho.


«Paula, no Pau». Eso era un cambio. Se preguntaba qué más había cambiado. Tratando de mantener la compostura, se enderezó para tratar de controlar su cuerpo tembloroso.


—Será mejor que entres —dijo ella.


Pedro la siguió hasta la cocina. Murphy comenzó a saltar a su alrededor moviendo el rabo.


—Cierra la puerta para que no se vaya el calor —añadió Paula.


Él obedeció y se volvió hacia ella.


—¿Eso es todo lo que tienes que decir? Un año sin dar señales de vida ¿y lo único que tienes que decir es «cierra la puerta»?


—Intento que las pequeñas no se enfríen —dijo Paula.
Al ver que él miraba a la pequeña que llevaba en brazos,
añadió—: Ésta es Eva, y aquélla es Ana —señaló a la niña que estaba en el parque.


Al oír su nombre, Ana levantó la vista y sonrió.


—Mamá —dijo la niña, y levantó los brazos para que la sacaran de allí.


Paula se disponía a acercarse a ella cuando se detuvo para mirar a Pedro, con el corazón acelerado.


—Adelante, toma a tu hija. Deduzco que has venido por eso.


Él se quedó paralizado.


«Tu hija».


Hacía años que no sostenía a un bebé. Ni siquiera estaba seguro de haber tenido a uno de esa edad en sus brazos.


Se quitó la chaqueta y la dejó sobre una silla. Se acercó al
parque, agarró a la pequeña por las axilas y la levantó.


—¡No pesa nada! Creía que pesaría más.


—Sólo es un bebé, Pedro, y los gemelos a menudo son más
pequeños, pero no te asustes. Son muy fuertes. Dile «hola» a papá, Ana.


—Mamá —dijo la niña, agarrando la nariz de Pedro y tirando con fuerza.


—¡Ay!


—Ana, con cuidado —dijo Paula, abriéndole los dedos.
Le dijo a Pedro que se la pusiera en la cadera y le entregó a Eva—. Ahí tienes a tus hijas.


Él las miró un instante. Eran idénticas, y se preguntó cómo podía diferenciarlas Paula.


Eva estiró la mano para tocar a Ana, ambas sonrieron y se
volvieron para mirarlo con unos ojos azules iguales que los suyos.


Al ver su sonrisa, Pedro quedó prendado de ellas enseguida.


—Será mejor que te sientes —dijo Paula, con un nudo en la
garganta. Sacó una silla y lo guió hasta ella para que se sentara antes de que le flaquearan las piernas.


Pedro tenía cara de asombro, y las pequeñas estaban igual de fascinadas que él. Jugaban con su cara, agarrándolo de las orejas, de la nariz, y él permanecía inmóvil.


Entonces, Pedro miró a Paula y ella percibió que tras el amor que reflejaba su mirada se ocultaba una fuerte rabia que hizo que diera un paso atrás.


Él la odiaba.


Podía verlo claramente en su mirada, en la rabia que transmitían sus ojos. Se volvió con lágrimas en los ojos y dijo:
—Voy a poner agua a hervir.


Entonces, Eva comenzó a llorar de nuevo y Ana gimoteó
también. Ella dejó la tetera sobre la placa y se volvió hacia Eva.


—Vamos, cariño —murmuró antes de tomarla en brazos.


La pequeña comenzó a tirar de su ropa.


Cielos. Tenía los pechos hinchados, las pequeñas necesitaban mamar y Pedro… Pedro, el hombre que conocía su cuerpo mejor que ella, estaba sentado mirándola de manera inquietante.


—Tengo que darle de comer —dijo ella. En ese momento, Ana comenzó a llorar también—. A las dos.


—Te ayudaré.


—No creo que puedas. No tienes el equipo necesario —dijo ella con cierta frivolidad, provocando que él se sonrojara.


—Um… Toma —le tendió a Ana—. Yo… Um…


—Siéntate, Pedro —dijo ella, y se dirigió al sofá que había junto a la ventana.


Al fin y al cabo, él no iba a ver nada que no hubiera visto antes.


Ella se sentó, acomodó a cada niña a un lado, se desabrochó el sujetador y les ofreció el pecho a la vez.


Él no sabía dónde mirar.


Pero sí sabía dónde quería mirar. De hecho, no conseguía
apartar la mirada, pero no le parecía educado.


—El agua está hirviendo. Me encantaría tomar una taza de té — dijo ella, y él se percató de que lo estaba mirando.


—Ah… Claro.


Pedro se puso en pie, se dirigió hasta la cocina económica y agarró la pava.


—¿Dónde están las tazas?


—Sobre el fregadero. El té está en el carrito, junto a la cocina, y la leche está en la nevera que hay en la despensa. Al mío échale un poco de agua fría, por favor.


Pedro colocó las bolsitas de té en las tazas, les echó una nube de leche y le llevó a Paula su taza.


—Gracias. Déjala sobre la mesa —dijo ella.


Pedro se fijó en cómo mamaban las pequeñas y en que Paula tenía los pechos mucho más grandes de lo habitual.


A través de la piel se veían sus venas azules, y eso le resultaba fascinante. Todo le parecía correcto y normal.


Sin embargo, se sentía excluido.


Excluido y privado de aquel maravilloso acontecimiento que había sucedido sin él.


Engañado.


Se volvió y se dirigió a la cocina económica con su taza en la
mano, permitiendo que el calor invadiera sus huesos. Estaba helado a causa de la exclusión. Y enfadado.


Tan enfadado que sentía ganas de golpear algo.


¿Una puerta? ¿Una pared? A Pau no. Nunca haría tal cosa, por mucho que ella lo enfureciera.


—¿Pedro?


Él se volvió para mirarla.


—¿Puedes sujetarme a Eva? Ha terminado, pero tiene que echar los gases. ¿Podrías pasear con ella en brazos? Ah, y será mejor que lleves esto, puede que eche un poco de leche sobre ti.


Le dio un paño blanco antes de pasarle a su hija. Su preciosa hija. La pequeña no dejaba de sonreír, pero de pronto eructó y él sonrió antes de limpiarle la boca con una esquina del paño.


—Pillina —dijo él en tono cariñoso, y la pequeña le agarró la
nariz—. Eh, con cuidado —murmuró, retirándole la mano. 


Después agarró la taza de té y se la llevó a los labios, pero la pequeña agarró la taza y se la tiró por encima.


Sin pensarlo, él retiró a la criatura con rapidez, pero no pudo
evitar que el líquido le cayera por encima a él.


Estaba tan caliente que soltó un grito de dolor y Eva hizo una
mueca y comenzó a gritar también. Agua. Necesitaba agua fría. La llevó hasta el fregadero y, por si acaso, metió la mano de la pequeña bajo el grifo. Paula dejó a Ana y se acercó corriendo.


—Dámela —dijo ella. Tumbó a la pequeña sobre la mesa y le
quitó la ropa. No le había pasado nada, pero podía haber sido un desastre.


Paula estaba nerviosa, y se sentía estúpida e irresponsable.


—¿Qué diablos estabas haciendo? ¡No puedes sujetar una taza de té hirviendo cuando tienes a un bebé en brazos!— gritó Paula.


Él dio un paso atrás, destrozado por la idea de haber puesto en peligro a su hija.


—Lo siento. No pensé que… ¿Está bien? ¿Hay que llevarla al hospital?


—No, no le ha caído encima. Está bien… Pero no gracias a ti.


—Tú me la diste.


—Pero no esperaba que le tiraras el té.


—No le ha caído encima.


—¡Por suerte! ¡Podía haberle caído toda la taza! Es la estupidez más grande de…


—¡Tú también tenías el té en la mano, con ellas en brazos!


—¡Pero el mío tenía agua fría! ¿Por qué crees que lo mezclé? Ya, cariño, está bien —pero ambos bebés estaban llorando a la vez.


Pedro negó con la cabeza y dio un paso atrás.


—Lo siento —dijo él—. Pau, lo siento…


Él se pasó la mano por el cabello y se volvió, furioso consigo
mismo por su estupidez.


—Toma, sujétala. Tengo que cambiarla de ropa. Iré a por ropa seca —se detuvo frente a él para mirarlo con los ojos
humedecidos—. Está bien, Pedro. Sólo ha sido el susto. Siento haberte gritado.


—Ella podía haberse… —se calló.


—Ha sido un accidente. Sujétala. Vuelvo enseguida.


Pedro no se movió. Permaneció quieto hasta que ella regresó con los pañales y la ropa y le retiró al bebé de los brazos. Entonces, él se sentó, se cubrió el rostro con las manos y respiró hondo.


—¿Puedes tomar a Ana en brazos, por favor?


—¿Confías en mí? —preguntó él.


Ella sonrió.


—No me queda más remedio, ¿no? Eres su padre.


—¿Lo soy?


—Pedro, ¡por supuesto que lo eres! ¿Quién iba a serlo si no?


—No lo sé, pero quizá deberíamos hacerles la prueba del ADN.


Ella palideció.


—¿Para qué? No iba a mentirte sobre esto. Y tampoco voy a
pedirte dinero.


—No estaba pensando en el dinero, estaba pensando en la
paternidad. Y no se me había ocurrido que pudieras mentirme, pero tampoco se me había ocurrido que pudieras marcharte sin avisar para irte a vivir con otro hombre y tener dos hijas sin molestarte en contármelo. Está claro que no te conozco tan bien como creía y, sí, quiero hacer la prueba del ADN —dijo él—. Porque, aparte de todo lo demás, puede que sea útil para el juicio.


—¿El juicio? ¿Qué juicio? No voy a hacer nada para impedirte el contacto.


—Eso no lo sé. Puede que te vayas otra vez, que te escondas en otro lugar. Sé que te llevaste el pasaporte. Pero por otro lado, si decides pedirme una pensión, quiero estar seguro de que son mis hijas a quienes les estoy dando el dinero.


Ella se quedó boquiabierta y los ojos se le llenaron de lágrimas.


—No te pongas a llorar —dijo él.


—Se me había olvidado lo bastardo que eres, Pedro. ¡No necesitas una prueba para demostrar que eres el padre! Estabas conmigo cada minuto del día cuando fueron concebidas. ¿Quién más podría haber sido?


Él se encogió de hombros.


—¿Joaquin Blake?


Ella lo miró y comenzó a reír.


—¿Jaquin? No. No, Joaquin no supone una amenaza para ti. Confía en mí. Aparte de que tiene cincuenta y tantos años y que no es mi tipo, es homosexual.


Pedro se sintió aliviado. Paula no había tenido una aventura y las niñas eran hijas suyas. Sin duda.


Y una de ellas estaba gritando para que le hicieran caso.


Pedro tomó a Ana en brazos y se acercó hasta donde Paula estaba vistiendo a Eva. Ella se fijó en su torso.


—Tienes la camisa empapada. ¿Estás bien? —preguntó.


—Seguro que sobreviviré —contestó él—. ¿De verdad que ella está bien?


—Está bien, Pedro. Ha sido un accidente. No te preocupes.


Eso era fácil de decir, pero no de hacer. Sobre todo, cuando más tarde, después de que Paula acostara a las niñas, ella le hizo quitarse la camisa y vieron que tenía la piel enrojecida. Si hubiera sido Eva…


—Idiota. ¡Me dijiste que estabas bien! —lo regañó ella, y después le echó una crema sobre la parte afectada.


—¿Qué es eso? —preguntó él con nerviosismo. Hacía mucho tiempo que no sentía sus dedos sobre la piel.


—Gel de áloe vera —murmuró ella—. Es bueno para las
quemaduras.


Cuando ella levantó la vista y lo miró a los ojos, él se quedó sin respiración.


La deseaba.


—Pau…


Ella dio un paso atrás al oír cómo susurraba su nombre y tapó el bote de crema con manos temblorosas.


—Necesitas una camisa limpia. ¿Tienes alguna?


—Sí, en el coche. Tengo una maleta.


Ella lo miró con los ojos bien abiertos.


—¿Pensabas quedarte? —le preguntó.


—Oh, sí. Sí, Pau, voy a quedarme, porque ahora que te he
encontrado no volveré a perder a mis hijas de vista.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario