domingo, 28 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 14




Mientras esperaba sola en la cocina, temblando de deseo y anticipación, las palabras de Matias volvían una y otra vez a su mente. «Espera hasta que te avise de que ha llegado el momento de que te haga mía».


Palabras básicas de posesión entre un hombre y una mujer.


Ella estaba obsesionada con la idea de tenerlo también. De tenerlo dentro de su cuerpo. De practicar sexo con ese hombre en concreto, que podría ser el definitivo, si superaba la prueba.


—Paula, sube —la voz de Matias llegó hasta la cocina.


Más tarde, ella fue incapaz de recordar el recorrido hasta la planta superior. No recordaba haber subido las escaleras ni haber entrado en el dormitorio principal, que tenía la puerta entornada.


Fue como si nada más escuchar la voz de Matias ya estuviera en el dormitorio, en ese dormitorio decadente, que lo parecía aún más por el fuego que crepitaba en la chimenea y lanzaba destellos amarillos, naranjas y rojos sobre la cama.


Él estaba a un lado, todavía con el pantalón del pijama puesto. Paula sintió el calor en su mirada y el calor del fuego, y el calor por llevar demasiada ropa cuando lo único que quería era el palpable deseo de ambos que llenaba la habitación.


Sin dejar de mirarlo, ella dejó caer la bata al suelo. Luego, se acercó a él mientras soltaba los tirantes de su camisón, que se deslizó por su cuerpo desnudo.


Al fin se paró frente a su prometido, mientras le ofrecía todo lo que tenía.


Paula sonrió ante la mirada de carnero degollado de Matias.
«Hacerte mía».


La frase servía para ambos y parecía que tendría que ser ella quien diera el pistoletazo de salida, a juzgar por la mirada atónita de su hombre al verla frente a él.


Al menos su reacción era de pura lujuria… ¿o no?


—¿Hay algo… hay algo que no te guste? —la inseguridad provocó un escalofrío en su columna. A lo mejor esa sensación de perfección no era mutua.


—¿Sobre qué? —preguntó Pedro con el ceño fruncido.


—Sobre mí —balbuceó ella llena de ansiedad.


—Lo único que no me gusta de ti —él rió, en tono bajo y sexy, borrando todo vestigio de ansiedad en ella—, es que estás demasiado lejos, cariño.


Él extendió los brazos y la atrajo hacia sí. El contacto con su torso desnudo hizo que ella gimiera, pero él ahogó el sonido con un beso que subió aún más la temperatura.


—¿Estás bien? —preguntó ella con voz ahogada, tras caer sobre la cama encima de él.


—No he estado tan bien desde hace años —Pedro volvió a reír mientras acariciaba sus cabellos.


Ella sonrió, pero la sonrisa se borró cuando Pedro la agarró por la cintura y la levantó para poder hundir su rostro entre los pechos. Paula deslizó las manos por el oscuro cabello y clavó las uñas en su cabeza al sentir que uno de los pezones se introducía en la boca de él.


Arqueó la espalda ante la deliciosa sensación. Él acarició el pezón con la lengua, suave y dulcemente, antes de chuparlo con fuerza mientras emitía un gruñido masculino de deseo que surgía de las profundidades de su garganta. El sonido de placer de Pedro no hacía más que sumarse a la agonía de un placer casi insoportable que surgía del pecho de Paula.


Pedro empezó a pellizcar el húmedo pezón con los dedos mientras su boca le prestaba la atención merecida al otro pezón. Paula era consciente de su agitada respiración y, aunque cerrara los ojos, seguía viendo las luces y el fuego en la habitación.


Así eran ellos dos, oscuridad y llamas. Aunque aún no se conocían bien del todo, eso no impidió que prendiera el fuego entre ellos, que sus dudas se consumieran, que se iluminara el camino hacia un futuro que parecía tan… perfecto.


Siempre la perfección.


Pedro cambió de posición y, de repente, ella sintió el contacto de las sábanas con su espalda, y sobre ella la dureza de los nervios, músculos y huesos de él. Separó las piernas para que él se acomodara, pero Pedro ignoró la invitación y se puso de pie junto a la cama.


Con los ojos medio entornados, ella vio deslizarse una mano hasta la cinturilla del pantalón y bajó su mirada hasta la erección que empujaba la tela de algodón.


—Qué bonita eres —dijo él con voz ronca.


Ella contempló su rostro, que tenía las facciones aún más marcadas y bellas a la luz del fuego. Él la estudiaba y su mirada se deslizaba desde los pechos hasta las piernas abiertas.


Instintivamente, ella las juntó.


—No lo hagas —dijo él con dulzura—. No me ocultes nada. Por favor.


Ella no quería ocultarle nada y por eso deslizó sus talones por la suave sábana.


—Ven a mí.


Él se arrancó los pantalones con un ágil movimiento y alargó la mano hacia el cajón de la mesilla en busca de un condón. Paula tuvo una breve visión de una potente erección antes de que él cayera de nuevo en sus brazos con el miembro empujando ante la entrada mientras los labios buscaban su boca para otro demoledor beso.


Paula rodeó su cuello con los brazos y alzó las caderas, en una clara exigencia, mientras él empujaba contra ella para tomarla poco a poco. Ella pasó de sentirse desesperadamente tensa a deliciosamente plena.


Pedro levantó la cabeza para mirarla. Ella tenía los ojos cerrados ante el placer de la plenitud.


—No lo hagas —susurró Pedro—. No me dejes fuera.


—¿No es una sensación maravillosa? —ella abrió los ojos mientras sonreía.


—¿Tú que opinas? —él se meció en la cuna de su cuerpo.


—Creo que es… que es…


—Perfecto, Ricitos de Oro —dijo él—. Ni demasiado caliente, ni demasiado frío,ni demasiado fuerte, ni demasiado flojo. Simplemente perfecto.


Por supuesto, ella pensaba lo mismo. Y por supuesto, oírlo de sus labios, con esa voz ronca y cargada de deseo, sólo sirvió para convencerla aún más de que estaba en el lugar apropiado con el hombre apropiado.


Por fin.


Levantó las caderas para tomarlo más profundamente, y él gimió mientras echaba la cabeza hacia atrás. Después, y a punto de la culminación, se retiró para deslizarse nuevamente en su interior. Los músculos de ella se tensaron para atraparlo. La sensación era maravillosa, pero él se volvió a retirar antes de penetrarla de nuevo lentamente.


Ella intentaba luchar contra ese ritmo, aunque no quería hacerlo. Era buenísimo sentirse llena de él, y aun así tenía que dejar que se marchara para que la volviera a llenar. Sus piernas se enroscaron alrededor de las fuertes caderas de él y ella encontró una posición que hizo que se le pusiera la piel de gallina por la excitación.


—Ahh —gimió cuando él se inclinó para besarle el cuello—. Por favor…


—¿Por favor, qué? —le susurró él al oído—. ¿Por favor, qué?


Mientras entraba y salía de su cuerpo sin parar, Paula no podía pensar en nada en el mundo que deseara más que eso: el reflejo de las llamas sobre el fuerte y amplio torso, el brillo de sus ojos, la deliciosa unión de dos personas que se convertían en una, indivisible y plena.


Pedro volvió a tomar uno de sus pezones entre los labios y el cuerpo de Paula reaccionó aumentando la presión sobre el suyo. Él gimió mientras el ritmo se alteraba a medida que ambos se aproximaban al clímax.


—Creo que no me merezco todo esto —susurró él.


—Yo sí —contestó ella.


Pedro emitió una mezcla de risa y gemido, y entonces deslizó una mano entre los dos cuerpos para tocarla justo ahí, en la pequeña protuberancia que palpitaba como otro corazón.


Casi sin aliento, empezó a escalar la cima mientras los dedos de Pedro la acariciaban una y otra vez.


—Déjame tenerte —susurró él—. Déjate ir, Ricitos de Oro. Déjate.


«Déjame tenerte».


Y ella obedeció, con fuertes sacudidas contra él, junto a él, mientras Pedro alcanzaba su propio clímax dentro de ella.


El último temblor los desgarró y Pedro se desplomó sobre ella.


«Oh, sí», pensó Paula. Seguía sintiendo la perfección.







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