jueves, 13 de abril de 2017

MI MAYOR REGALO: CAPITULO 11





Paula se sentía como una completa estúpida. Había invadido la intimidad de Pedro como si tuviera derecho a hacerlo. Y los había interrumpido a él y a su amiga mientras se besaban apasionadamente en el sofá. Al recordarlo, la ira y los celos que había experimentado volvieron a avivarse en su interior.


Pero no tenía ningún derecho sobre Pedro. Al fin y al cabo, no era su marido ni su amante.


Paula dejó que Pedro la metiera en la casa y la sentara a la mesa de la cocina. El le retiró un mechón de cabello que le tapaba el ojo izquierdo. Ella respiro hondo. El retiró la mano. 


Ella alzó la vista para mirarlo, pero antes de que pudiera leer la expresión de sus ojos negros él se alejó.


— ¿Y si nos tomamos un chocolate caliente? —sugirió Pedro.


—Prepararé un par de tazas.


—Tú quédate ahí, futura madre. Sé dónde está todo.


Mientras Pedro se atareaba preparando el chocolate, Paula se quitó la bata y la terció en el respaldo de la silla. Debajo llevaba un cálido camisón de manga larga. Nada sexy ni provocativo.


No quería parecerle sexy ni provocativa a Pedro Alfonso en absoluto.


«Mentirosa» se burló su conciencia. «Aunque la idea de ganarte la atención de Pedro te sigue aterrando, no puedes negar el hecho de que lo deseas... ahora más que nunca.»


Y él seguía siendo tan peligroso como siempre.


¿Tendría ella el valor necesario para arriesgarse a perder su corazón y su orgullo por aquel hombre? ¿Podía, siendo una mujer adulta, ignorar los consejos de tía Alicia y aceptar sus sentimientos? ¿Podía perseguir lo que siempre había deseado y dejar que la pasión predominara sobre su sentido común?


—Aquí tienes. Un chocolate caliente —Pedro le colocó el tazón delante, en la mesa.


— ¿Qué? —La voz de él la sacó de la brumosa neblina de sus pensamientos—. Ah, sí. Gracias, Pedro —forzando una sonrisa, tomó el tazón con ambas manos.


Pedro retiró una silla, se sentó, cruzó las piernas y se llevó su tazón a los labios. Tomó unos cuantos sorbos mientras observaba a Paula por encima del borde de cerámica.


—Pruébalo —le dijo.


Ella probó el chocolate. De inmediato sintió un agradable calor en la boca y en el estómago.


Pedro, quisiera pedirte disculpas otra vez. Espero que la señorita Camp no se marchase por mi culpa. Le explicaste cuál es la naturaleza de nuestra relación, ¿verdad?


Pedro dejó el tazón en la mesa con más fuerza de lo que había pretendido. El oscuro y cremoso líquido se derramó por el borde.


— ¿Y cuál es la naturaleza de nuestra relación? ¿Qué debí decirle a mi amiguita? «Oh, no prestes atención al modo en que Paula ha salido corriendo del apartamento al vernos besándonos en el sofá. La viuda de Leonel y yo sólo somos amigos. No debes malinterpretar su reacción. No estaba celosa. No tiene motivos para estarlo. Verás, aunque Paula esté esperando un hijo mío... ¡nunca hemos tenido el más leve contacto sexual!»


Paula no pudo sino permanecer sentada, boquiabierta, mirándolo con los ojos abiertos de par en par. Dios santo, Pedro lo sabía. Sabía que había sentido celos al verlo abrazado a otra mujer. Y la tal Karen Camp lo sabía también.


— ¿Eso es lo que piensas? ¿Lo que pensó ella? Que me puse celosa... —Paula dejó escapar una risotada fingida—. Sentí apuro, nada más...


Pedro se levantó de la silla y rodeó la mesa con tal rapidez que Paula se quedó sin respiración. Se situó sobre ella, con el rostro tenso y la mandíbula apretada. Por un leve momento, Paula sintió miedo de él.


Miedo de la furia que percibía en sus ojos negros.


—No me mientas —dijo Pedro apretando los dientes.


Estaba enojado con ella. Pero, ¿por qué? ¿Porque se había sentido celosa? ¿Porque su reacción había ahuyentado a su amiga? ¿O porque intentaba ocultar lo que verdaderamente sentía?


— ¿Qué quieres que diga? —inquirió Paula, con el corazón latiéndole desenfrenadamente.


—Quiero que me digas la verdad —respondió él—. ¿No crees que va siendo hora de que ambos afrontemos la verdad y dejemos de fingir que no hay nada entre nosotros?


—Pero es que no hay nada —dijo ella moviendo la cabeza.


—Esperas un hijo mío. Creo que eso constituye...


—Un hijo que no debía ser tuyo —Paula se aferró al borde de la mesa con tanta fuerza, que los nudillos se le pusieron blancos—. Tú no deseas este hijo. Crees que le debes a Leonel el velar por mí hasta que mi niño haya nacido. Estás aquí porque intentas actuar de forma responsable.


Pedro la tomó de la cintura con ambas manos y la obligó a levantarse.


Ella se resistió momentáneamente, y luego se quedó inmóvil por completo.


—Todo lo que has dicho es cierto —dijo Pedro sujetándole el rostro para obligarla a mirarlo—. Pero yo no hablaba del niño ni de Leonel. Hablaba de lo que ha habido entre nosotros desde que volví a Crooked Oak.


—No ha habido nada...


Pedro le pasó el pulgar por los labios.


—He fingido que ese algo no existía. He luchado por negarlo. Pero negándolo no conseguiremos que desaparezca.


—Por favor —los ojos de Paula se habían llenado de lágrimas—. Por favor, no hagas esto.


El le besó la frente.


— ¿Crees que deseo sentir lo que siento? —le besó una mejilla y a continuación la otra. Besos tiernos, dulces. Ella tembló de la cabeza a los pies—. ¿Crees que me resulta fácil admitir que deseo a la viuda de mi mejor amigo? ¿Que cada vez que te tengo cerca me excito pensando en hacerte el amor?


Paula abrió la boca para hablar, pero sólo consiguió emitir un jadeo ahogado. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y humedecieron las manos de Pedro.


—Tú también me deseas, ¿no es así, cariño? Me deseas con tanta avidez como yo a ti.


—No puedo... no puedo... —antes de que Paula pudiera articular más palabras, los labios de Pedro cubrieron su boca con un beso que no admitía negativas. Tórrido, salvaje, exigente. Le presionó la nuca con una mano y con la otra la apretó contra sí, para que sintiera la dureza de su erección. 


Ella trató de resistirse, intentó valientemente rechazarlo, pero su cuerpo la traicionó. Su débil cuerpo hambriento de sexo se rindió por completo.


Había pasado una vida soñando con estar en los brazos de Pedro Alfonso. Lo había deseado desde adolescente. 


Había sentido envidia de las mujeres a las que acariciaba y besaba.


Lo había amado desde lejos, desde una distancia segura,
preguntándose a qué sabrían sus labios, cómo olería su cuerpo, cómo sería tenerlo cerca.


Ahora lo sabía. Y la realidad excedía todas sus expectativas.


El beso se tomó más profundo e intenso, hasta que Paula pensó que se moriría de placer. Alzó los brazos y se aferró a Pedro. Apretó los senos contra su duro pecho. Permitió que él la alzara y le frotara la entrepierna con su rígido miembro.


Apenas reconoció el ronco y áspero sonido del jadeo que escapó de sus propios labios. Cuando él le cubrió un seno con la palma de la mano y lo apretó, Paula gimió de placer. 


La sensación la inflamó a pesar de la tela del camisón.


Estaba perdiendo rápidamente el control, al igual que Pedro.


Si no ponía fin a lo que sucedía, no habría vuelta atrás.


Pedro iba a hacerle el amor.


Una guerra empezó a librarse en el interior de Paula, Una guerra entre el deseo y el sentido común.


«Él no te ama» se recordó a sí misma. «Sólo te desea. No puedes permitir que posea tu cuerpo. Que sea tu amante y luego te abandone.»


Cuando Pedro empezó a recorrerle el cuello con los labios,
acercándose más y más a los primeros botones del camisón, Paula comprendió que tenía que hacer algo para detenerlo. 


Nada le había resultado nunca tan difícil.


Lo apartó de sí y dijo:
—No, por favor. No puedo. No podemos. Leonel... Leonel sólo lleva dos meses muerto.


Sabía que mencionar a Leonel tendría en Pedro un efecto inmediato. Y doloroso.


El la miró con furia, con los ojos empañados por la pasión.


Respirando con dificultad, se retiró de ella.


Luego, sin decir una sola palabra, se dio media vuelta, atravesó la cocina y salió por la puerta.


Paula se dejó caer en la silla antes de que las piernas le fallasen.



Cruzó los brazos encima de la mesa y descansó en ellos la cabeza.


Cuando comprendió lo cerca que había estado de cumplir su sueño de poseer a Pedro Alfonso, sollozó.


No sabía cuánto tiempo permaneció así, sentada y llorando a mares, pero por fin reparó en Lucy y Ethel, que ronroneaban a sus pies.


Alargó la mano para acariciarlas y vio que Fred y Ricky permanecían sentados muy cerca, mirándola atentamente. A pesar de la presencia de sus animales, jamás se había sentido tan sola.


Se acarició el vientre. No, no estaba sola. Pedro jamás le
pertenecería, jamás la amaría, pero una parte de él sería suya para siempre. Su hijo.






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