viernes, 21 de abril de 2017

EL VAGABUNDO: CAPITULO 8





Pedro sirvió el café mientras Paula servía dos porciones de tarta de chocolate en unos platos de postre. Recostándose en el respaldo de su asiento, Paula cogió su plato y hundió el filo del tenedor en la tarta.


Pedro se llevó un buen trozo de tarta a la boca y después de tragar lanzó una exclamación.


—No había probado una tarta tan buena en mi vida, aunque los sándwiches de ensalada de pollo también estaban riquísimos.


—Después del tercero me he imaginado que le han gustado.


Paula había preparado cuatro sándwiches a propósito, segura del apetito de un hombre del tamaño de Pedro.


A pesar de que no sabía nada sobre él, excepto que no tenía trabajo ni casa cuando se conocieron, no podía negar que Pedro Alfonso la fascinaba. No sólo era guapo e inteligente, sino también trabajaba mucho y era muy masculino.


—Así que su hermana es diseñadora gráfica y vive en Nashville mientras que su hermano trabaja para una compañía de abogados en Chattanooga.


Pedro se preguntó si Paula no había adoptado el papel de madre con sus hermanos menores. ¿Se contentaría una mujer como ella en pasar el resto de su vida sin hijos propios? Claro que a él eso no debía importarle porque la vida de Paula no era asunto suyo.


—Eso eso. Lisa es increíblemente creativa y también tiene un gran talento, y Luis siempre ha sido un buen estudiante además de ser un magnífico deportista.


—Habla como una madre orgullosa.


Pedro dejó la taza de café en el plato vacío, se limpió las manos con una servilleta y se puso en pie.


—Supongo que, en cierta forma, soy como una madre para Luis y Lisa. Sólo tenían diez y ocho años cuando nuestro padre murió y Gloria, su madre, los abandonó.


Cuando Paula fue a recoger su plato y su taza, Pedro se le adelantó y los puso encima de los suyos.


—Déme eso, yo los lavaré.


—Gracias —respondió Paula mirando su reloj—. Llevamos aquí en el despacho más de una hora. Ha sido un día de poca actividad, no ha entrado un solo cliente desde las once de la mañana.


—Habrá más actividad según vayan acercándose las navidades.


Pedro salió de la oficina y entró en el almacén; allí, dejó los cacharros en una pila que había en un rincón.


Paula le siguió y echó un vistazo a la hilera de pequeñas cajas que había que desembalar.


—Tan pronto como termine de fregar, traiga estas dos cajas a la tienda. Son unos ángeles de cristal que quiero colocar en la estantería alta de la parte delantera de la tienda.


—Acabaré de fregar dentro de un minuto.


Paula cogió una escalerilla de aluminio que había en el almacén para llevarla a la tienda.


—En la bolsa que hay ahí quedan dos trozos de tarta, son para que los coman Tomas y usted esta noche.


—Gracias —dijo Pedro sonriendo.


Paula se marchó inmediatamente del almacén, dejando a Pedro solo.


Después de dejar los platos y las tazas en el escurridero, Pedro se secó las manos y cogió las dos cajas que Paula le había pedido.


—Vaya, qué rapidez —dijo Paula, que estaba pasando un paño por la estantería—. Quiero poner los ángeles aquí arriba para que no puedan cogerlos los niños. Son muy delicados y también muy caros.


Pedro abrió la caja y, cuando sacó el primer ángel de delicado cristal, se quedó contemplando la exquisita figura.


—Muy bonito —comentó él dándole el ángel a Paula.


Paula colocó la pequeña figura en la estantería.


—Colecciono ángeles desde que era pequeña.


Paula colocó los ángeles en la estantería y Pedro abrió la segunda caja. Subida en la escalerilla, Paula se agachó para coger la siguiente figurilla, pero el delicado cristal se le escapó de las manos. Con un movimiento rápido, trató de atraparla antes de que cayera al suelo, pero perdió el equilibrio.


—¡Pedro! —exclamó Paula en el momento en que Pedro, abriendo los brazos, fue a cogerla.


A pesar de que Paula no era una mujer pequeña, no pesaba mucho. Era cálida y suave, se ajustaba perfectamente a sus brazos. Pedro no pudo resistir la tentación de estrecharla contra sí mientras Paula respiraba jadeante.


Paula era consciente de que el corazón le palpitaba con fuerza. Nunca había estado tan próxima a un hombre y aquella proximidad le resultó sobrecogedoramente erótica. Pedro era alto y fuerte, y la sujetaba como si no quisiera soltarla nunca. Le miró a los ojos y reconoció una mirada de deseo que sus ojos, seguramente, también reflejaban.


Debía estar soñando, pensó Paula. No podía ser, estaba saliendo con Sergio Woolton y planeaba casarse con él. No podía permitirse enamorarse de un hombre como Pedro Alfonso, a quien apenas conocía. Ya no era una adolescente, tenía casi treinta y nueve años y sabía exactamente lo que quería y no quería en un hombre.


Deseaba un hombre de fiar y responsable, con un buen trabajo y el futuro asegurado.


No podía perder la cabeza por un vagabundo sin hogar.


—¿Paula?


Pedro no estaba seguro de qué quería decir. ¿Quería pedirle permiso para seguir teniéndola en sus brazos? ¿Permiso para llevarla al almacén y hacerle el amor? ¿O permiso para besarla, que era exactamente lo que iba a hacer?


—Estoy bien —susurró ella—. Puede dejarme en el suelo.


Pero Paula no retiró los brazos, que estaban rodeando el cuello de Pedro, y siguió mirándole a los ojos.


Pedro inclinó el rostro hasta que sus labios casi rozaron los de Paula.


—¡Cómo deseaba esto! —le murmuró él junto a la boca.


Y Pedro la besó como si su vida dependiera de ello.


Paula gimió y abrió los labios, su boca dispuesta para la invasión. Se aferró a él y, aunque a su merced, no sintió miedo ante aquella fuerza y masculino poder.


Por fin, Pedro abrió los ojos y la miró con expresión nublada al tiempo que apoyaba su frente en la de ella y, lentamente, la depositaba en el suelo.


—Lo siento, señorita Chaves.


Paula le cubrió los labios con las yemas de los dedos.


—No me vuelvas a llamar así, mi nombre es Paula.


—De acuerdo, Paula.


Colocándole las manos sobre los hombros, Pedro la apartó de sí unos centímetros, separando sus cuerpos.


—Tenemos que hablar sobre esto —dijo ella preguntándose si lo que acababa de ocurrir significaba para Pedro tanto como para ella.


—No quiero complicarte la vida. No quiero hacerte daño, nunca. Me crees, ¿verdad?


De repente, la puerta de la tienda se abrió y Pedro, apartando las manos de ella, miró por encima de su cabeza en dirección a la puerta.


Un hombre delgado de cabellos oscuros y vestido con un traje entró. Llevaba gafas y un portafolios en una mano.


—¿Qué ocurre, Paula? —preguntó Sergio Woolton adentrándose en el establecimiento.


Sergio miró a Paula, luego a Pedro y de nuevo a Paula con expresión confusa.


—¡Oh, Dios mío! —exclamó Paula en un susurro.


—No te preocupes —contestó Pedro en voz baja—. Acaba de entrar, no ha visto nada.


Paula se volvió hacia Sergio.


—Nada, un pequeño accidente. Se me ha caído una figurita y Pedro iba a recoger los cristales ahora mismo.


—Sí, señora. Voy a por el cepillo y el recogedor —dijo Pedro al momento.


Lo último que Pedro deseaba hacer era dejar a Paula a solas con Woolton, pero tenía el suficiente sentido común para darse cuenta de que aquel no era el momento de interponerse entre ambos. Quizá él no pudiera ofrecerle una vida de seguridad a Paula, pero Mirta Maria tenía razón, Paula se merecía a alguien mucho mejor que ese esquelético y calvo contable con voz estridente.


—¿Qué te trae por aquí a estas horas del día? —preguntó Paula acercándose a Sergio.


Sergio la besó en la mejilla con labios fríos y secos.


—No me gusta la idea de que hayas contratado a un desconocido que tú y tu tía recogisteis de la calle. Y ahora que le he visto, tengo más que motivos suficientes para pedirte que te deshagas de él.


—Sergio, creo que no estás siendo razonable. Pedro es un buen empleado.


«Y besa maravillosamente bien», pensó Paula.


—Mac cree que es una extraña coincidencia que haya habido dos robos justo desde que tu empleado y el señor Tomas llegaron a la ciudad.


Sergio dejó su portafolios encima del mostrador, se ajustó las gafas y se pasó la mano por la casi desnuda cabeza, alisándose unas pocas hebras de pelo.


—Hazme caso, Paula, despídele. Acabarás dándote cuenta de que es un hombre peligroso.


—¿Peligroso?


—Mac dice que los ladrones no son profesionales sino aficionados. En Marshallton nunca ha habido dos robos seguidos. Será mejor que le eches antes de que te quite hasta el último céntimo que tienes.


—No voy a hacer semejante cosa.


—Eres muy obstinada —dijo Sergio mirando a Paula como si notase algo diferente en ella—. Paula, tienes una expresión muy extraña. ¿Te encuentras mal?


—Quizá sea la ensalada de pollo que he tomado para almorzar —dijo Pedro haciendo su aparición con el cepillo y el recogedor.


—He traído unos bocadillos y una tarta de casa —se apresuró a decir Paula preguntándose por qué le daba explicaciones a Sergio si no estaban casados ni siquiera prometidos.


Pedro se puso a recoger los cristales y Sergio llevó a Paula a un rincón apartado de la tienda.


—Sergio, todavía no me has dicho por qué has venido —le recordó ella.


—Mamá quería que te recordara que estás invitada a cenar esta noche en nuestra casa. Ha pensado que quizá quisieras charlar con ella antes de vuestra reunión semanal del comité de la fiesta de caridad.


Mientras hablaba, Sergio no le había quitado los ojos de encima a Pedro.


—No se me había olvidado —contestó Paula—. Dile a tu madre que estaré allí a las seis y media en punto. Iré directamente desde la tienda.


—Quizá sería mejor que te pasaras antes por tu casa para arreglarte un poco, estás bastante…


Paula se mordió la lengua y trató de ser paciente.


—De acuerdo, iré a casa antes a arreglarme. Hemos tenido una mañana de mucho trabajo.


—Está bien, tómatelo con calma —le dijo Sergio cogiendo su portafolios—. Yo voy a almorzar ahora con un cliente, tengo que marcharme ya. Te veré esta tarde.


En el momento en que Sergio salió del establecimiento, Pedro dejó el cepillo y se acercó a Paula con una maliciosa sonrisa.


Pedro, sea lo que sea lo que estés pensando, no.


Paula retrocedió y Pedro siguió avanzando hacia ella.


—No vas a casarte con Sergio Woolton.


—¿No?


Pedro la arrinconó contra el mostrador y, colocando ambas manos encima de éste y a ambos lados de Paula, se inclinó sobre ella, apretando el cuerpo contra el suyo.


—He decidido quedarme en Marshallton el tiempo suficiente para evitar que arruines tu vida.


—¿En serio?


—Sí, en serio. No puedes conformarte con alguien así —dijo Pedro—. Hay muchos hombres que se considerarían sumamente afortunados con una mujer como tú.


—¿Por ejemplo, quién? —preguntó Paula.


—¿Quién qué?


—¿Quién crees que se consideraría afortunado si tuviese una mujer como yo?


—Cualquier hombre inteligente.


—¿Tú te considerarías afortunado?


Pedro le miró el rostro, los enormes ojos azules, sus suaves labios, su pequeña nariz y la suave y aterciopelada piel.


—Sí, señora, me consideraría el hombre más afortunado del mundo.


Y entonces volvió a besarla tierna, pero sensualmente.










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