jueves, 20 de abril de 2017

EL VAGABUNDO: CAPITULO 6




—Esto ha sido todo un lujo, hijo —dijo Tomas dando el último mordisco a un bocadillo de salchichas—. No me ocurre muchas veces que me inviten a desayunar.


—Ya que los dos tenemos trabajo, al menos podemos comer, aunque no podamos pagar un hotel barato —dijo Pedro.


—No me importa vivir a la intemperie en el buen tiempo, pero es horrible las noches de invierno.


—Por suerte, la parroquia municipal proporciona alojamiento para las personas sin hogar, ¿no?


Pedro anotó mentalmente decirle a su hermano que enviase una sustanciosa donación a la parroquia, que había proporcionado ocasionalmente cama y comida para él y Tomas. Durante los últimos tres años, Pedro se había asegurado de que Alfonso Incorporated enviase dinero a todos aquellos albergues que le habían cobijado.


—Pero sólo podemos quedarnos durante las navidades —dijo Tomas cogiendo su taza de café—. El padre Brown me ha dicho que, como no hay suficientes camas para todos los que las necesitan, se hacen turnos rigurosos en los que se especifica las semanas que puede quedarse una persona.


—Quizá para Navidad hayamos ahorrado lo suficiente para pagar una habitación en el motel Dude.


Pedro rió para sí mismo al pensar en el desvencijado hotel en las afueras de la ciudad. En Menphis, tenía una mansión vacía esperándole, junto a un Rolls, un Ferrari y un Chevy del cincuenta y siete, todos ellos dentro del garaje de su casa.


—No hay mucho trabajo en esta época del año —dijo Tomas—. Mirta Maria ha estado preguntando, pero no parece haber encontrado nada.


—Tú y yo estamos mejor que muchos otros. Al menos, ninguno de los dos tenemos una familia.


Antes de la muerte de Santiago, Pedro nunca había imaginado lo que podía ser para un hombre perder su trabajo y encontrarse en la calle con mujer e hijos. Ahora lo sabía. Durante tres años había compartido la vida con extraños cuyas vidas estaban llenas de soledad, hambre y desesperación. Había descubierto que muchos de ellos eran perezosos y se merecían la suerte que tenían, otros estaban física o mentalmente enfermos, muchos eran drogadictos, pero también muchos eran personas normales a quienes las circunstancias los habían obligado a mendigar en las calles.


—Todo el mundo debería tener una familia. De lo único que Sara y yo nos arrepentimos fue de no tener hijos. Los hijos le habrían sido de mucho consuelo a Sara durante sus últimos días —dijo Tomas con los ojos llenos de lágrimas—. Tú todavía eres joven, lo suficiente para empezar una nueva vida.


Pedro no había hablado de su pasado con Tomas, no hablaba nunca de ello con nadie. Lo único que quería era olvidar que había tenido un hijo, pero el dolor y la culpa le seguían a todas partes.


—Pues a mí me parece que el que tiene la oportunidad de empezar una nueva vida eres tú. Mirta Maria está loca por ti.
Tomas se echó a reír.


—Algunos podrán pensar que Mirta Maria está loca, pero es la primera mujer desde la muerte de mi Sara que me ha hecho sentirme íntegro.


—Sí, la verdad es que es única.


Pedro hizo un gesto a la camarera para que volviera a llenar su taza de café.


—Cuando esa pequeña y rolliza mujer llena de energía me sonríe, me siento como si volviera a tener veinte años.


Tomas alzó su taza de café para que volvieran a llenársela a él también.


—¿Tienes pensado quedarte por aquí? —preguntó Pedro a Tomas.


—Si pudiese encontrar un trabajo, cabe la posibilidad de que considerase fijar mi residencia aquí. Una mujer bonita hace que a uno se le ocurran un montón de ideas.


Tomas se recostó en el respaldo de su asiento y cruzó los brazos a la altura del pecho al tiempo que miraba fijamente a su compañero de mesa.


—¿Vas a decirme que llevas trabajando una semana para la sobrina de Mirta Maria y que te han dejado frío sus enormes ojos azules y su sonrisa? —añadió Tomas.


—No puedo negar que me ha afectado, pero Paula Chaves lleva mucho tiempo esperando al hombre de su vida y se merece algo mejor que yo —respondió Pedro.


—Mirta Maria tiene miedo de que Paula acabe casándose con ese tal Sergio Woolton. Todavía no he tenido el placer de conocerle, pero por lo que he oído tú eres mucho mejor que él.


—Te equivocas —dijo Pedro—. Él puede ofrecerle un matrimonio cuando lo único que puedo ofrecerle yo a Paula son varias semanas de problemas. Además, a mi jefa no le gusto mucho.


—Buenos días, caballeros.


Pedro y Tomas se volvieron y vieron a un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, que se había aproximado a su mesa. El desconocido vestía uniforme de policía.


—Hola, agente —saludó Tomas.


—Ustedes dos viven por aquí, ¿no? —preguntó el policía.


—¿Lo pregunta por algo en particular? —preguntó Pedro mirando fijamente a ese hombre.


—Sólo por curiosidad —respondió el policía—. No los conocía y conozco a todo el mundo en Marshallton.


—Estamos de paso —dijo Pedro lanzando una mirada a Tomas—. Mi nombre es Pedro Alfonso y éste es el señor Tomas.


—Yo soy el teniente McMillian. Tengo entendido que ustedes dos han entrado a formar parte de los mendigos de esta ciudad y ya tenemos bastantes con los nuestros como para permitir que nos vengan de fuera.


Pedro, parece que alguien ha informado a la policía de nuestra existencia — observó Tomas—. Me pregunto quién podrá ser…


—Los dos tenemos trabajo —dijo Pedro al tiempo que hacía un gesto a la camarera para que se acercase—. También dormimos bajo techo, gracias a la parroquia municipal; por lo tanto, a menos que vaya a acusarnos de algún delito, creo que no tenemos nada más que hablar.


La camarera dejó la cuenta en la mesa y luego sonrió al teniente.


—Hola, Mac. ¿Vienes a desayunar?


—Sí, ahora mismo, cielo. Pero antes tengo terminar mi charla con estos hombres.


McMillian sonrió a la camarera y luego, con expresión seria, se dirigió a Pedro.


—Ha habido dos robos durante los últimos diez días y ustedes dos llevan diez días aquí.


—Me parece entender que este caballero está insinuando que estamos implicados en dos delitos —comentó Tomas.


Pedro se puso en pie.


—Yo diría que es pura coincidencia.


El teniente se apartó de Pedro.


—Si caza a esos dos ladrones, nos lo dirá, ¿verdad, Mac? —dijo Tomas rascándose la barbilla.


—Así que son un par de chicos listos, ¿no?


Mac se volvió y siguió a Pedro hasta la puerta.


—Será mejor que preste atención a lo que le voy a decir. Mientras estén en esta ciudad, los vigilaremos de cerca.


Pedro le dio la cuenta al cajero de la hamburguesería. Sacó su monedero, pagó la cuenta y se despidió de Tomas.


Una vez fuera, Pedro respiró profunda y cansadamente. 


Había tenido que vérselas antes con idiotas como McMillian, pero ésta era la primera vez que se le consideraba sospechoso de un robo. Pedro sabía que, si le quedaba algo de sentido común, debía irse de Marshallton ese mismo día, pero había algo que se lo impedía.


Cruzó la calle y se metió en una cabina telefónica. Después de marcar, esperó y, mientras esperaba, pensó en lo que iba a decir.


—Alfonso Incorporated. Esta es la oficina de Julian Alfonso, ¿en qué puedo servirle? —dijo una voz educada y concisa.


—Helen, soy Pedro. Ponme con mi hermano, por favor.


—Sí, señor Alfonso


Hacía dos meses desde la última vez que Pedro hablara con Julian, y sabía que su hermano debía estar preocupado. 


Cuando abandonó Menphis tres años y medio atrás, no se puso en contacto con Julian en ocho meses y se hermano menor había estado a punto de contratar detectives privados para que le buscasen. Por lo tanto, ahora le llamaba una vez al mes.


—Señor Alfonso, su hermano se pondrá dentro de un momento, cuando termine de hablar de unos negocios con la señora Cochram.


—¿Qué es lo que tiene que hablar con Carolina? —preguntó Pedro sorprendido de que su hermano discutiese de negocios con su ex esposa.


—No me refiero a Carolina Cochran, sino a Bess Cochran, la hermana de Carolina —respondió Helen.


—¿Bessie? ¿La pequeña Bessie? ¿Qué…?


—¡Pedro! —exclamó Julian con voz ronca—. ¡Ya era hora de que llamases!


—¿Problemas?


—Claro que hay problemas. David Cochran ha muerto hace un mes, y puedes imaginarte lo que su muerte ha supuesto para Carolina. Sabes lo mucho que quería a su padre.


—Dios mío, lo siento muchísimo. ¿Cómo ha sido?


—Un infarto.


—David era un buen hombre, me enseñó mucho sobre el negocio hotelero.


Pedro recordó al fuerte y robusto hombre de quien había sido socio diez años atrás.


—Supongo que por eso ha ido Bess a Menphis —añadió Pedro.


—No la habíamos visto desde hacía diez años, ahora ha vuelto a casa para hacerse cargo de la situación.


—Cuando veas a Carolina, dile que siento mucho la muerte de su padre.


Por primera vez desde la muerte de Santiago, Pedro deseó ver a su ex esposa.


Carolina era débil, egoísta y completamente irresponsable. 


Era como una niña que necesitaba constantemente atención y vigilancia. No la odiaba y, en parte, le habría gustado poder consolarla.


—Sí, lo haré —dijo Julian—. Supongo que no querrías volver a casa para ayudarnos en este trance. Bess Cochran está dándonos algunos dolores de cabeza.


—Tú solo puedes manejar bien a la pequeña Bessie, siempre se te ha dado bien.


—Ven a casa por navidad.


—Julian, estoy en Marshallton. Es una ciudad pequeña, no lejos de Jackson. Tengo un trabajo como repartidor hasta enero.


—¿Cuánto tiempo más vas a seguir así? —preguntó Julian.


—El que haga falta.







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