viernes, 31 de marzo de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 3




—¿Y siempre cocina usted? —preguntó Paula, obligándose a pensar en cosas prácticas.


—Normalmente, no. Casi siempre hay un cocinero en la granja, pero lo he mandado con el equipo que ha ido a reunir el ganado —Pedro tapó la tetera y la dejó en la mesa junto con dos tazas.


—¿Están reuniendo el ganado en estos momentos?


Él asintió.


—Se hace siempre que termina la época de lluvias.


—¿Significa eso que he llegado en mal momento?


Él se encogió de hombros.


—El equipo se las puede arreglar sin mí.


—Pero usted es el que los dirige. ¿No se supone que debería estar supervisando el trabajo?


Pedro estaba de espaldas, sacando la leche y el azúcar.


—Tengo un teléfono que funciona por satélite. Estamos siempre en contacto —se giró y la miró fijamente—. Debería saberlo, senadora. Al fin y al cabo, siempre está viajando de un lado a otro del país.


Paula se dio cuenta de que Pedro debía de sentirse molesto con su presencia.


—Supongo que se pregunta cómo puede una senadora retirarse a descansar y olvidarse de sus responsabilidades.


—En absoluto. La política, para los políticos —añadió con cara de póquer—. ¿Quiere leche? ¿Azúcar?


—Gracias —contestó ella sirviéndose la leche y media 
cucharada de azúcar—. Espero no haber estropeado sus planes.


—La mayoría de los planes son fáciles de cambiar —contestó Pedro sentándose.


Paula volvió a fijarse en lo anchos que tenía los hombros.


Él la miró a los ojos.


—También para usted, senadora —añadió—. Nadie va a retenerla aquí si decide que este sitio no le conviene.


—Por favor, deje de llamarme senadora.


—¿Cómo quiere que la llame? ¿Paula?


—Mi familia y mis amigos me llaman Pau.


—¿Pau? —repitió él sin apartar la mirada de su rostro—. Eso sí que es una sorpresa.


—¿Por qué?


Pedro hizo una mueca mientras se ponía azúcar en el té.


—Porque me parece que una mujer que se llame Pau no puede ser igual que otra llamada Paula.


—¿De verdad? ¿Y eso? —nada más preguntar, Paula se arrepintió de haberlo hecho.


No era apropiado interesarse por las teorías de un hombre joven acerca de las mujeres y sus nombres. Y, no obstante, estaba desesperada por escuchar su respuesta.


—Quien eligio tu nombre?—Pregunto Pedro.


—Mi madre puso a sus hijas los nombres de mujeres fuertes. 


—¿Sí? —Pedro rió—. Menuda presión —comentó, echándose hacia atrás, con las piernas estiradas debajo de la mesa, relajado—. Tu madre debe de estar muy orgullosa de ti. Senadora federal, ni más ni menos.


—Sí, está orgullosa.


—Pero sigue llamándote Pau.


Pau… Cara…


Sintió una enorme nostalgia al recordar cómo se le habían saltado las lágrimas a su madre cuando le había dado la noticia la semana anterior, cuando había estado en Italia, en su ciudad natal de Monta Correnti. Habían sido lágrimas de felicidad, por supuesto, acompañadas de maravillosos abrazos.


Lisa Firenzi estaba encantada de que su hija mayor fuese a ser madre, por fin, y le había parecido bien que el padre de su futuro nieto fuese un donante anónimo. Aunque Lisa Firenzi nunca había sido una mujer convencional.


«De tal palo, tal astilla.».


Paula le dio un sorbo a su té, que estaba caliente y fuerte, como a ella le gustaba, y apartó de su mente los recuerdos del final de su visita a casa y de la triste pelea familiar que había tenido lugar.


—¿Entonces, por qué piensas que Pau es tan distinto de Paula? ¿Qué tipo de mujer es una Pau? —le preguntó.


Pedro rió y sus ojos brillaron con picardía.


—Me temo que no te conozco lo suficientemente bien como para responder a eso.


Pau no pudo creer que estuviese intentando ligar con ella. 


Tenía que parar aquello de inmediato. No quería tener una relación. Además de que ya no le interesaban los hombres, estaba embarazada. Y Pedro debía de ser de los que coqueteaban con todas.


Lo traspasó con la mirada. Era el momento de ponerse seria. 


Muy seria. No había ido allí de vacaciones, y mucho menos a tener una aventura. Tenía un montón de trabajo que hacer y debía poner firme a Pedro. En ese momento.


Pero… no podía evitar preguntarse. ¿Quién era ella realmente? ¿Una Paula? ¿O una Pau?


Vio fruncir el ceño a Pedro y ponerse en pie de forma brusca.


—Deberíamos hablar de las comidas —dijo—. La despensa y la nevera están bien provistas, pero sólo estamos nosotros para cocinar, así que…


—¿Nosotros? —lo interrumpió Pau, sorprendida—. ¿No esperarás que cocine yo, verdad?


Él miró de reojo los fogones y después a ella.


—Disculpa, senadora. Tal vez no estés al corriente de que los simples mortales suelen prepararse la comida.


—Claro que sí —replicó ella, dándose cuenta de que Pedro iba a llamarla senadora siempre que quisiese molestarla.


Él frunció el ceño.


—¿Sabes distinguir el asa de una sartén del resto?


Ella puso los ojos en blanco para demostrar su exasperación, aunque lo cierto era que, en los últimos años, había estado demasiado ocupada para hacer nada en casa. 


Desde que se había quedado embarazada, se había concienciado de que tenía que desayunar bien, así que se tomaba un yogurt y una fruta, luego su secretaria le llevaba una ensalada para comer, y tenía la agenda llena de citas: obras benéficas, cenas con otros políticos, reuniones de trabajo, así que comía mucho fuera.


En las pocas ocasiones que comía en casa, solía comprar antes comida preparada que devoraba sentada en su escritorio, casi sin prestarle atención al sabor ni a la textura. 


No recordaba la última vez que había comido a solas con un hombre, en una casa.


—No tengo tiempo para cocinar —añadió con frialdad.


Pedro no se sintió en absoluto intimidado. Apoyó las caderas en un cajón y la miró muy serio.


—En ese caso, tendrás que poner en riesgo tu estómago con lo que cocine yo.


—¿Es una amenaza?


—Pronto lo averiguarás, ¿no? O, si lo prefieres, puedes hacerte la comida por tu cuenta. A mí me da igual. Podríamos hacer turnos de cocina y compartir lo que preparemos.


—¿Compartir? —Paula le dejó la taza en la mesa antes de que derramar su contenido. No había compartido casa ni había hecho turnos en la cocina desde la época de la universidad.


Por entonces, había compartido casa y cocina, y se había enamorado. De Mitch.


Se recordó a sí misma más joven, riendo, enseñándole a Mitch a preparar espaguetis, lanzándolos contra la pared de la cocina para ver si se quedaban pegados. Como siempre, a él se le había ocurrido algo mejor: compartir un espagueti hasta que sus labios se juntasen. Y luego, se habían besado, por supuesto… y, probablemente, se habían ido juntos a la cama después. Por aquel entonces, había estado muy enamorada.


Pero de eso hacía mucho tiempo.


—No te preocupes —le dijo Pedro sonriendo—. No soy ningún chef, pero puedo ocuparme de la cocina. Espero que te guste la carne.


—Me gusta —dijo ella y, para su propia sorpresa, añadió—: Aunque estoy segura de también puedo preparar alguna de mis viejas recetas.


Pedro la miró con incertidumbre.


—Mi madre tiene un restaurante —añadió.


—¿Un restaurante? —repitió él, impresionado—. ¿Dónde?


—En Monta Correnti. En Italia.


—¡Un restaurante italiano! —exclamó él, frotándose el estómago—. Me encanta la comida italiana. Estoy seguro de que el talento culinario corre por tus venas —sonrió todavía más—. Y yo que pensaba que eras sólo un rostro bonito.




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