viernes, 31 de marzo de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 1




Iba vestida completamente de blanco, por el amor de Dios.


Pedro Alfonso hizo una mueca mientras la elegante figura bajaba del pequeño avión y nubes de polvo rojo se posaban muy despacio en la pista de aterrizaje. El mismo polvo rojo que cubría su coche, sus botas de montar y, prácticamente, todo lo demás en el interior de Australia, y aun así, la senadora Paula Chaves había escogido llegar a la ganadería de Savannah vestida de blanco inmaculado de los pies a la cabeza.


Sus elegantes sandalias eran blancas, los pantalones almidonados, la camisa de lino e incluso el sombrero era blanco. Lo único que no era blanco eran los accesorios: gafas de sol oscuras y un bolso de piel verde claro en el que era evidente que llevaba el ordenador.


¿Adónde creía que había llegado? ¿A la Riviera italiana?
Pedro juró en voz baja para que sólo pudiese oírlo Cobber, el perro pastor que estaba a sus pies.


—Supongo que será mejor que me acerque a saludarla.


Intentó deshacerse de una incómoda sensación de martirio y avanzó moviéndose con deliberada lentitud, con su fiel perro tras él.


Estaba enfadado consigo mismo por haber permitido que su jefa, una mujer viuda de ochenta años, lo hubiese obligado a ocuparse de su visitante. Eloisa Burton solía poner a prueba su paciencia dirigiendo el negocio a través de conferencias desde su lujosa casa de Melbourne.


—Le debo un favor a Pau —le había dicho Eloisa con alegría—. No te causará ningún problema, Pedro. Sólo quiere descansar y respirar el aire del campo, y necesita estar una época apartada de la mirada del público. Lo entiendes, ¿verdad?


Después de toda una vida saliéndose con la suya, Eloisa no le había dado la oportunidad ni siquiera de protestar ni de que le dijese que no lo entendía, que él gestionaba su granja de ganado, no un hotel, que había empezado la época de reunir al ganado y que tenía planeado unirse al equipo.


Por su parte, Eloisa no hizo ningún intento de explicarle por qué una senadora tan importante y tan querida por los medios de comunicación de Canberra buscaba de repente refugio en North Queensland.


Eloisa no le había dejado elección, había tenido que quedarse en la granja. Esa mañana había reunido a los caballos que pastaban en aquel prado y había aplastado los hormigueros que habían salido en la pista desde la última vez que un avión ligero había aterrizado allí.


Mientras se acercaba a su invitada, la vio erguir los hombros y levantar la barbilla, una barbilla bonita y decidida.


El gran sombrero blanco y las gafas de sol le tapaban la mitad superior de la cara, pero Pedro sintió su sorpresa, como si no se hubiese esperado encontrarse a alguien como él.


A él le estaba ocurriendo lo mismo. De cerca, la senadora Paula Chaves era una mujer explosiva.


Había visto fotografías suyas en los periódicos, por supuesto, y sabía que tenía una belleza clásica italiana, pero había esperado que la versión real se pareciese más a Iron Maiden que a Sophia Loren. ¿Acaso no era aquella mujer demasiado dulce y sensual para ser política?


Pedro adivinó sus curvas a través de la ropa de lino, curvas a la vieja usanza, que pedían a gritos que las acariciasen.


Llevaba el pelo moreno recogido debajo del sombrero, pero unos sedosos mechones se le habían escapado y le caían sobre la nuca, lo que hizo que Pedro se fijase en su piel pálida, con un toque moreno, mediterráneo.


Y su boca…


Tenía la boca grande y carnosa, suave y sensual, tal vez la boca más sexy que había visto en toda su vida.


Esa boca se movió.


—¿El señor Alfonso?


Pedro tardó uno o dos segundos en poner su mente en marcha.


—Buenos días, senadora —dijo en voz demasiado alta—. Bienvenida a Savannah.


Se preguntó si ella le tendería la mano. El sombrero y las gafas la cubrían tanto que era difícil descifrar sus intenciones, pero Pedro sintió que todavía lo estaba estudiando, que estaba intentando hacer las suposiciones correctas.


Cuando por fin le ofreció la mano, era fría y delgada, y lo apretó con firmeza.


—Tengo equipaje —dijo.


A pesar de su débil acento italiano, cuando la senadora hablaba era como Iron Maiden hasta la médula.


Pedro se sintió tranquilo al saber a qué se enfrentaba. Le hizo un gesto al piloto.


—Yo me ocuparé del equipaje, Jeremias.


En la bodega del avión encontró dos grandes maletas de cuero verde de Louis Vuitton, por supuesto, y un bolso de viaje también a juego lleno de libros. Cuando se puso éste sobre el hombro pensó que pesaba una tonelada.


—Veo que tiene pensado leer un poco —comentó sonriendo.


La senadora se encogió de hombros, como si fuese obvio que allí no iba a tener nada mejor que hacer.


Pedro siguió sonriendo, pero menos, con resignación, se despidió del piloto y tomó las maletas. A juzgar por lo que pesaban, la senadora debía de tener pensado quedarse en Savannah seis meses. O más. Eloisa Burton no había precisado la duración de la estancia de su invitada.


—Será mejor que nos marchemos antes de que Jeremias despegue y cree otra tormenta de arena —comentó Pedro señalando su coche—. La limusina está ahí.


La senadora Chaves tampoco pareció entender aquella broma. En su lugar, miró hacia donde estaba el vehículo cubierto de polvo y después miró muy despacio a su alrededor, fijándose en las llanuras rojas salpicadas de manchas de hierba verde, y en el enorme cielo azul, limpio de nubes. Infinito.


El grito de un cuervo rompió el silencio.


Avanzaron hacia el coche y, cuando llegaron a él, tras caminar unos sesenta metros, las sandalias de la senadora Chaves estaban cubiertas de polvo rojo, lo mismo que el borde de sus impolutos pantalones.


Hizo una mueca mientras observaba cómo Pedro colocaba su elegante equipaje al lado de unos rollos de alambre, en la parte de atrás del viejo coche.


—Espero que no esperase demasiados lujos —le dijo mientras abría la puerta del copiloto.


Había pelos de perro en el asiento y se sintió tentado a dejarlos, pero los limpió con el borde de su sombrero.


—Gracias —dijo la senadora, como si fuese una princesa dirigiéndose a su lacayo.


Pedro deseó no haberse molestado.


—¿A cuánto está la granja? —preguntó ella después.


—No muy lejos. A un par de kilómetros.


Ella asintió, pero no hizo comentarios.


—Atrás, Cobber —ordenó Pedro, y su perro saltó obedientemente al lado de las maletas de color verde claro—. Será mejor que se abroche el cinturón —añadió después a su acompañante—. El camino está lleno de baches.




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