viernes, 3 de febrero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 26




—¡Maldita sea! —exclamó Pedro en la sala de espera de la primera clase del aeropuerto de Los Ángeles.


Sentía que algo en él se había roto. Había un vacío en su interior. Le había mentido deliberadamente.


Estaría mejor sin ella. Se sentía traicionado, enfadado y dolido. Durante un largo rato, se quedó sentado, con la cabeza inclinada y las manos colgando entre sus rodillas, hasta que pudo pensar con claridad.


Más calmado, comenzó a analizar su conversación con Paula. Sabía que no podía dejar las cosas así entre ellos. No estaba dispuesto a dejarla marchar. De pronto, no le importó que pudiera tener hijos o no. Lo único que sabía era que Paula le había hecho reír cuando ya no le importa morir o seguir viviendo.


¡Tenía que llamarla! Sacó su teléfono móvil y se quedó pensativo, sin saber muy bien qué ofrecerle. ¿Una relación temporal basada en la pasión? ¿O algo más duradero? ¿Podría perdonarle la mentira? Quizá tan sólo quería disfrutar un poco más de la atracción física que había entre ellos. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que las llamas desaparecieran? ¿Un año, un mes? ¿Y qué ocurriría con el deseo de su padre de tener un nieto?


Demasiadas peguntas y demasiadas decisiones que tomar. 


¿Qué le diría a su familia? ¿Que su esposa era estéril? ¿Ó que no estaba preparado para la paternidad? Una sensación de confusión lo invadió y no pudo pensar con claridad. Pero de algo estaba seguro: antes de volver junto a Paula tenía que asumir el pasado.


Apretó un número de la agenda de su teléfono móvil. Tenía sus propios fantasmas a los que poner fin. Una eficiente recepcionista contestó al otro lado de la línea.


—Alessandro Ravaldi, por favor.



***

El guardaespaldas, a quien Pedro le había dado las instrucciones desde el aeropuerto la noche anterior, estaba apoyado en la encimera, apurando su café. Tymon era discreto y respetuoso.


El teléfono de Tymon sonó.


—El chófer ya está aquí.


—¿Quién es?


—Bob Harvey.


Su corazón se encogió. Quería haberle dicho a Pedro que aquel hombre la incomodaba, pero ya era demasiado tarde. 


Tan pronto como llegara a la oficina se lo diría a Arturo Pascal. Tomó su portafolios y se quedó junto a la puerta mientras Tymon se aseguraba de que todo estaba tranquilo. Cuando le hizo la señal, salió y se metió en el coche, seguida de Tymon.


El camino al trabajo se le hizo eterno y no pudo evitar pensar en lo extraño que se le haría la oficina sin Pedro. Tenía que empezar a acostumbrarse a aquella sensación.


Pero de momento, tenía que pensar en otras cosas, como enfrentarse a su padre.




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