lunes, 13 de febrero de 2017
FUTURO: CAPITULO 5
PARA cuando se abrió la puerta, apenas unas horas más tarde, Pau ya se había levantado, se había vestido y, sobre todo, se había puesto su máscara protectora. Se había quedado despierta hasta un buen rato después de haber oído la canción de cuna, tratando de pensar en las imágenes que la misma evocaba, recordándose que Pedro seguía siendo el mismo hombre y ella la misma mujer. Habían pasado casi cuatro años, pero ambos seguían queriendo cosas diferentes. Que fuera capaz de darle el biberón a un bebé y cantarle una canción no significaba que quisiera uno propio. Adrian, en cambio, sí que lo quería. Se lo había dicho.
Tenía que recordarlo.
Se había dado una ducha y se había puesto ropa adecuada para ir al hospital, unos pantalones color crudo y un top sencillo con un estampado en tonos naranjas y dorados que llamaba la atención más que su pelo. Era una especie de camuflaje. En otra época a Pedro le encantaba acariciarle el cabello… Pero en ese momento lo llevaba sujeto con un coletero, tan apretado que casi le dolía el cuero cabelludo.
Así recordaría bien que no podía volver a flaquear con él…
De repente se abrió la puerta. Con una sonrisa en los labios, y completamente vestido esa vez, Pedro salió. El bebé estaba en sus brazos. Llevaba una barba de unas horas…
Pau no pudo evitar recordar aquellas mañanas deliciosas cuando estaba en la cama con él.
—Buenos días —le dijo, armándose de valor y poniendo un escudo ante esos pensamientos.
—Buenos días —masculló él, todavía adormilado.
—¿Has dormido bien? —le dijo ella, intentando mantener un tono entusiasta, quizá demasiado.
Él la miró como si quisiera fulminarla en el sitio.
—Oh, sí, claro.
Pau decidió no seguirle el juego. No iba a contestar a su provocación. No era el momento ni el lugar.
—Buenos días, Hernan —dijo, concentrándose en el pequeño—. ¿Has dormido bien?
Hernan sin duda sabía que le estaba hablando a él. Se volvió y escondió el rostro contra el pecho de Pedro. Pau le hubiera hecho cosquillas en los pies, pero no quería acercarse tanto a Pedro.
—He hecho café —se limitó a decir—. Si quieres.
A Pedro le encantaba el café por la mañana y le había hecho una cafetera completa. Tenía que restarle importancia al asunto de alguna forma, probarse a sí misma que podía estar a su lado sin que le afectara tanto.
La sonrisa que él le lanzó, sin embargo, causó tantos estragos en los latidos de su corazón que Pau casi deseó no haber preparado el café.
—Me has caído del cielo —le dijo él. Cambió al niño de lado para poder echar el café en una taza—. Gracias —le dijo con sinceridad al tiempo que se llevaba la taza a los labios.
Hernan quiso agarrarla de forma automática, pero Pedro cambió de postura sin esfuerzo alguno y logró mantenerle lejos del café caliente. Pau arqueó las cejas.
—Se te da muy bien.
—¿Se me da muy bien servir café? —le preguntó él, perplejo.
—Manejar bebés.
—Tengo mucha práctica.
—¿Con todos esos niños que tienes por ahí?
—Con todos esos sobrinos, primos… —le dijo, haciendo una mueca sarcástica.
—¿En serio? —Pau sintió una punzada de envidia.
De repente se le ocurrió pensar que mientras ella estaba tan ocupada construyendo sus fantasías con él, nunca habían hablado de verdad de su familia.
—Muchos.
—Suerte que tienes.
Él dejó escapar una especie de gruñido.
—Siempre y cuando sean de otra persona.
No. Definitivamente no había cambiado nada. Pero, le gustaran o no los niños, sí tenía muy buena mano con ellos.
Se movía con facilidad por la cocina. Buscó un biberón para Hernan, lo llenó de agua y destapó con destreza una lata de leche en polvo. No tuvo problemas con Hernan hasta que empezó a echar cucharadas del polvo dentro del biberón, momento en el que el niño empezó a retorcerse. Pau se alegró de ver que su pericia sí conocía límites al fin y al cabo.
—Déjame a mí —le dijo, levantándose y echando las cucharadas.
Sus dedos se rozaron momentáneamente. Pau sintió un cosquilleo de inmediato. La reacción era tan instantánea que el momento parecía sacado de una novela romántica. Sin el héroe de la historia… evidentemente. Se puso un poco nerviosa y la cuchara se le escurrió de entre las manos, aterrizando sobre la encimera con un pequeño estruendo. Él volvió a dársela.
Sintiéndose como una completa idiota, Pau volvió a meterla en la lata.
—¿Cuántas más?
—Tres.
Él la observó mientras echaba las cucharadas en el biberón.
Estaba tan cerca que podía sentir el calor que manaba de su cuerpo varonil, de su piel.
—Ve a sentarte —le dijo ella al terminar.
Sacudió el biberón con fuerza, dándole la espalda todavía.
De repente una mano se coló por un lado para abrir un cajón que estaba delante de ella. Pau se sobresaltó.
—¿Qué ha…?
—Solo quiero buscar una cuchara —le dijo él en un tono tranquilo, paciente; un tono que resultaba de lo más irritante—. Tengo que darle de comer.
—El biberón.
—Eso también.
Sacó la cuchara. Esa vez Pau se las arregló para no dar un salto, pero sí sintió un gran alivio cuando él agarró un tarro de melocotones y fue a sentarse frente a la mesa.
—Creo que hay una especie de silla alta en el armario —le dijo Pau—. Se ancla a la mesa. La he visto antes. Por lo visto, Mariana la dejó aquí para no tener que subir y bajar una silla constantemente. Imagino que trae mucho al niño a casa de la abuela.
Cruzó la habitación y abrió el armario de los utensilios de limpieza.
—Aquí está —sacó una especie de silla plegable de lona y metal. Sabía que no podía ser difícil averiguar el mecanismo de apertura, pero tampoco parecía muy obvio.
—Dámela —Pedro se la quitó de las manos y, al mismo tiempo, le entregó al niño.
—¡Qué…!
Hernan era más pesado de lo que pensaba y se retorcía sin cesar. Casi se le cayó al suelo, pero finalmente consiguió sujetarle contra la cintura. Tal y como le había dicho a Pedro la noche anterior, estaba acostumbrada a niños un poco mayores.
Pedro abrió y enganchó la silla a la mesa en un abrir y cerrar de ojos. Pau trató de no dejarse impresionar.
Hernan se movía sin parar y se volvió para ver quién le sujetaba. Empezó a tirarle del pelo, soltándole algunos mechones de la coleta.
—¡Ah!
Pedro levantó la vista y sonrió de oreja a oreja.
—Otro como yo.
Con la cara ardiendo de vergüenza al recordar lo mucho que le había gustado sentir las manos de Pedro en el cabello, Pau trató de quitarse las manitas del niño de la cabeza.
—Déjame.
Antes de que pudiera protestar, unos poderosos dedos masculinos se cernieron sobre la pequeña manita del niño y le hicieron aflojar un poco. Sintió el roce de sus nudillos en la mejilla…
Pau trató de permanecer inmóvil, en calma… Casi lo consiguió… Los ojos de Pedro se encontraron con los suyos. Podía ver deseo en ellos. Solo podía esperar que él no viera nada en los suyos.
—Oh, bien. Tienes una silla, Hernan —le dijo al pequeño y fue a ponerle en la silla, pero Pedro se lo quitó de los brazos y le ancló a la silla que había fijado a la mesa.
Hernan pareció sorprendido y entonces, como si acabara de recordar lo que pasaba cuando se sentaba en la silla, sonrió de oreja a oreja y empezó a aporrear la mesa.
—¿Dónde está mi comida? —dijo Pedro, sonriente.
Le alborotó el pelo, se sentó a su lado y empezó a darle pedacitos de melocotón con la cuchara. Por un momento, Pau no pudo hacer otra cosa que observar, y suspirar con disimulo.
—Yo lo hago —dijo de repente—. Puedes irte.
—No vas a apagar ningún fuego. ¿Qué prisa tienes? Como solía decir mi abuela —Pedro arqueó una ceja y la desafió con una mirada.
—Seguro que estás ocupado. Tendrás muchas cosas que hacer hoy.
—Sí —dijo él, pero no dejó de alimentar a Hernan.
Pau frunció el ceño y cambió el pie de apoyo.
—Y te agradezco mucho que cuidaras de él ayer y… anoche —añadió con vergüenza—. Pero no quiero robarte más tiempo.
—¿No? —Pedro arqueó una ceja. Otro desafío. Uno que no era capaz de entender.
—No.
—¿No vas a ir al hospital?
—Claro que voy a ir. A las nueve operan a la abuela. Tengo que terminar de darle la comida a Hernan, cambiarle y ponerme en marcha —Pau miró el reloj—. Pronto. ¿Hernan tiene pañales?
—Supongo. Tiene muchas cosas —Pedro le dio otra cucharada—. Pero no puede ir contigo.
—¿Qué? ¿Por qué no? ¡Soy perfectamente capaz de cuidar de él! —Pau se puso a la defensiva de inmediato, indignada.
—No pueden entrar niños.
Ella se le quedó mirando.
—¿Qué?
—No pueden entrar niños de menos de catorce años. Por las enfermedades infecciosas. La gripe, esas cosas…
—Tiene que ser una broma —dijo ella, pero mientras lo decía, se dio cuenta de que él hablaba muy en serio—. No me había dado cuenta…
—Yo tampoco hasta que no nos dejaron subir con Maggie ayer.
Pau abrió la boca y la cerró de nuevo. ¿Cómo iba a cuidar de Hernan y acompañar a la abuela en el hospital al mismo tiempo?
—Hernan puede quedarse conmigo.
—Pero tú…
Pedro le lanzó una mirada que la retaba a discutir. Le dio otra cucharada a Hernan. Y otra más.
—No quiero abusar —dijo ella, vacilante.
Él se encogió de hombros.
—Estaremos bien, ¿verdad, colega? —le preguntó a Hernan con una sonrisa. El niño se la devolvió.
—Bueno, gracias —dijo ella.
Pedro ni siquiera la miró.
—Dile que la echamos de menos —dijo y siguió dándole de comer al bebé.
Claramente la estaba echando de allí…
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