sábado, 24 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 38





Dos semanas después, tras asistir a una comida de negocios y despedirse efusivamente de su futura clienta, Paula aprovechó para ir al baño del restaurante. Acababa de terminar de lavarse las manos cuando un hombre de tamaño considerable y con el cráneo afeitado por completo irrumpió, de repente, en el pequeño servicio de mujeres.


—Venga conmigo —ordenó y, al ver que ella miraba a su alrededor con nerviosismo tratando, sin éxito, de buscar una salida, añadió sin demostrar la menor emoción—: Y no haga ningún movimiento extraño o le pesará.


Paula tragó saliva, muy asustada, y decidió colaborar; aquel tipo era mucho más grande que ella y podría dejarla fuera de juego sin mucho esfuerzo. Él la agarró del brazo con firmeza y la obligó a caminar a su lado por un estrecho pasillo que conducía a las cocinas del restaurante. A esas horas, el cocinero y sus ayudantes estaban demasiado ocupados con las comandas y nadie les prestó la menor atención. A toda prisa, salieron por la puerta trasera que daba a un callejón solitario donde les esperaba aparcado un enorme vehículo de gama alta con los cristales tintados. Sin mucha delicadeza, su captor la obligó a introducirse en la parte trasera y cerró la puerta con brusquedad.


—Hola, Paula.


Al ver a Antonio de Zúñiga sentado a su lado en el interior del vehículo, Paula se volvió al instante y forcejeó, frenética, con la manilla de la puerta, pero fue en vano; por supuesto, estaba bloqueada.


El marqués hizo un gesto al chófer con la barbilla y este, que observaba sus movimientos con atención por el espejo retrovisor, puso el coche en marcha y, con suavidad, se incorporaron al intenso tráfico madrileño. Zúñiga apretó un botón y, al instante, se alzó una mampara insonorizada entre ellos y los otros dos hombres.


—Me ha costado un poco organizar este tête à tête, querida —comentó en su habitual tono sedoso como si, en vez de acabar de raptarla, ambos estuvieran tomando el té en casa de alguno de sus conocidos—. Tu nuevo marido te tiene bien vigilada.


Por unos instantes, Paula olvidó su temor y lo miró extrañada.


—¿Pedro?


—¿No me digas que no habías notado que dos guardaespaldas te siguen a todas partes? Me pregunto si será porque no confía en ti lo suficiente… —El brillo malicioso de aquellos ojos oscuros era muy desagradable.


—Yo creo que más bien será porque no confía en ti —replicó ella, con sarcasmo, si bien estaba muerta de miedo—. Y al parecer no estaba equivocado. ¿Qué quieres ahora? Pedro ya saldó todas mis deudas, no tienes derecho a seguir acosándome.


—Sí. El yanqui saldó tus deudas, salta a la vista que estaba ansioso por poseerte, algo que puedo entender muy bien. —Hizo un gesto lascivo con la lengua que le provocó un escalofrío—. Sin embargo, ahora vuelve a tener un importante descubierto; sé muy bien que es él quien está detrás de toda esa información que ha aparecido en los últimos tiempos sobre mis negocios. —Ahora los iris oscuros se clavaban en ella con tanta frialdad, que se vio obligada a apretar las manos con fuerza sobre su regazo para ocultar el temblor de sus dedos—. Conozco de sobra cómo trabaja su amigo de Lucca. Así que creo que tengo derecho a una pequeña venganza, ¿no crees, mi querida Paula?


Las familiares calles del centro de Madrid se deslizaban sin pausa por la ventanilla, pero no parecía que se dirigieran a un lugar en concreto; India tenía la sensación de que el conductor se limitaba a dar vueltas.


—¿Pretendes… pretendes secuestrarme? —A pesar de sus esfuerzos, le costó formular la pregunta sin que se le quebrara la voz.


El marqués de Aguilar echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada, como si todo aquello le pareciera de lo más divertido, aunque sus ojos seguían manteniendo la temperatura de un carámbano.


—Por supuesto que no, querida. —Sonrió con desdén—. Verás, te he estado observando discretamente en todas las reuniones a las que has acudido con tu flamante esposo. Por cierto, te felicito por la labor que has realizado; conozco los orígenes de Pedro Alfonso y no creo que haya sido fácil pulir a un paleto como él.


Paula saltó al instante en defensa de su marido y replicó, desafiante:
—Puede que los orígenes de Pedro sean humildes, pero es un hombre con unos valores y una calidad humana que tú ni en tus mejores sueños podrías alcanzar.


La sonrisa se borró de los finos labios de su interlocutor en el acto. De repente, alargó la mano sujetó la mandíbula femenina con tanta fuerza que le hizo daño y la mantuvo inmovilizada un buen rato mientras estudiaba, complacido, el intenso temor que se reflejaba en aquellos maravillosos ojos color caramelo.


—Ten cuidado, Paula. No me gustaría desfigurar tu precioso rostro —advirtió en un susurro amenazador. Ella tragó saliva, incapaz de decir nada, y permaneció muy quieta hasta que por fin la soltó—. En fin, como te iba diciendo, os he visto juntos y he llegado a una asombrosa conclusión: estás enamorada de ese galán. —Paula se limitó a mirarlo, sin afirmar ni negar—. Aparte de deplorar tu horroroso gusto en cuestión de hombres, esto me ha dado una idea bastante clara respecto al tipo de venganza más efectiva, así que toma.


De uno de los bolsillos de cuero del asiento delantero sacó un sobre acolchado de buen tamaño y, con un suave giro de la muñeca, lo lanzó sobre su regazo.


Paula se quedó paralizada y su estómago se contrajo dolorosamente. Su rostro mostraba la misma expresión que si Antonio de Zúñiga acabara de arrojarle una cobra real dispuesta al ataque.


—¿No tienes la sensación de que esto ya lo has vivido antes? —preguntó, burlón.


Pero ella se limitó a observar aquel sobre, común y corriente, de apariencia inofensiva, incapaz de decir nada.


—Ábrelo —ordenó, autoritario.


Paula empezó a manosear el sobre, pero le temblaban tanto los dedos que no pudo abrirlo. Antonio de Zúñiga la observaba con una mueca satisfecha en sus labios crueles; después de un buen rato, soltó un suspiro de fingida exasperación y se lo arrebató de las manos.


—Anda, déjame a mí.


De un solo movimiento, rasgó la solapa con sus dedos elegantes, en uno de los cuales relucía un pesado sello de oro, y sacó un fajo de fotografías que volvió a colocar sobre los muslos femeninos.


—¡Míralas!


Paula mantenía las pupilas clavadas en la mampara de separación, pero, al escuchar aquella nueva orden, no le quedó más remedio que bajar la vista. Empezó a pasar una fotografía detrás de otra y sus labios comenzaron a temblar. 


Había más de veinte y el tema era el mismo todo el rato: Pedro junto a una mujer rubia de aspecto frágil, pero de una belleza exquisita, Pedro abrazando a esa misma mujer, la mujer con los brazos en torno al cuello de Pedro, los labios de Pedro posados sobre la boca de la mujer…


Si no hubiera sido porque en la muñeca masculina se apreciaba a la perfección el reloj Hublot que ella le había regalado el día de su boda, Paula habría pensado que las fotografías eran de hacía tiempo. De manera pausada, las repasó todas un par de veces; luego hizo un montón con ellas, las volvió a meter con cuidado en el sobre, y este, a su vez, dentro de su bolso y se volvió hacia la ventana con la mirada perdida en la tarde, fría, pero soleada, de aquel fatídico día de mediados de noviembre.


Unos minutos más tarde, Antonio de Zúñiga rompió el silencio.
—Si me hubieras elegido a mí, Paula, nada de esto hubiera ocurrido. Te quise desde el primer momento en que te vi al lado de Álvaro sobre la cubierta de aquel barco —confesó.


Ella volvió despacio la cabeza y clavó en él sus grandes ojos rasgados, secos por completo.


Incluso a un hombre de escasa empatía como Antonio de Zúñiga le alarmó aquella mirada, vacía por completo de toda emoción, y en ese instante supo, sin asomo de duda, que su venganza había sido un éxito absoluto.


—Y yo, desde el primer momento en que te vi, supe que eras un mal bicho y te odié con toda mi alma —afirmó con frialdad.


Al oír sus palabras, los ojos del marqués brillaron llenos de rabia y, sin poder controlar su furia, descargó una tremenda bofetada en la mejilla de Paula que la hizo salir despedida hacia atrás y golpearse con violencia contra el cristal de la ventanilla. Sin embargo, a pesar del dolor, ella se irguió de nuevo en el asiento, desafiante, y secándose con el dorso de la mano el hilillo de sangre que manaba de la comisura de su boca, le lanzó una mirada cargada de desprecio. Y entonces Antonio de Zúñiga, marqués de Aguilar, comprendió una cosa más:
Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara ya no le temía.




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