sábado, 26 de noviembre de 2016

CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 7







Juliana lloraba porque quería cenar y Paula estaba intentando poner una lavadora antes de comenzar con la rutina de la noche. De pronto, llamaron a la puerta y, durante un segundo, la pequeña dejó de llorar.


—Será un vendedor —dijo Paula a su hija.


Apoyó la cesta de la ropa en su cadera y se dirigió a abrir.


—Pedro.


—Menos mal, no te has olvidado de mí.


«Como si eso pudiera ocurrir», pensó ella.


—¿Por qué has venido?


—Lisa y Brian se han ido y estaba solo y hambriento.


—Supongo que tienes la casa llena de comida, porque Lisa es una gran cocinera.


Pedro miró a Paula de arriba abajo. Estaba muy atractiva, pero tenía cara de cansada.


—¿No te apetece un poco de comida preparada? —le enseñó una caja del restaurante chino.


Paula inhaló el aroma que desprendía la comida y se percató de que era su plato favorito.


—No, gracias. Estamos bien —Juliana se puso a llorar y Paula la miró—. Eh, ten paciencia. Se está calentando.


—¿El qué se está calentando?


—Su cena, su biberón. Después un baño y a dormir.


—¿Y después qué harás, Paula? ¿Sentarte aquí sola a ver la televisión?


—Tengo que terminar de limpiar. Y planchar mi ropa del trabajo. Después, podré descansar.


—Es duro estar sola, ¿no?


—Me las arreglo bien. Y continuaré haciéndolo sin tu ayuda.


—Eh, no he venido a ayudarte, solo a traer un poco de comida —sonrió—. ¿Vas a dejarme toda la noche aquí fuera para que me vean los vecinos, o qué? —movió las cajas que llevaba en la mano—. Está caliente. Y me muero de hambre.


«Tentador… muy tentador», pensó Paula. «Pedro y la cena». 


Pero si lo dejaba entrar, pretendería hacerlo siempre que quisiera.


—Pues vete a casa y come —estaba demasiado cansada para tratar con él.


—Escucha, Paula. Juliana también es mi hija, y apenas he tenido oportunidad de verla.


—Tiene todos los dedos de la mano y de los pies, está bien de salud, y cuanto más me entretengas, más se va a enfadar porque no le dé la cena.


—Entonces, supongo que lo mejor es que se la des.


Pedro.


—Paula, cena conmigo. Tenemos que hablar.


Era cierto. Tenían que hablar para que Paula pudiera dejarle claro que no podía casarse con él. Ella asintió y Pedro sonrió. Entró en la cocina y dejó las cajas de comida sobre la mesa. Después se volvió y agarró la cesta de la ropa para lavar.


—Ya pongo yo la lavadora —dijo él.


—Puedo hacerlo yo.


—No lo dudo. Pero parece que la princesa está a punto de ponerse a gritar.


Paula miró a Juliana. Estaba en el andador y movía las piernas enfadada. Intentaba llegar hasta ella y, al verla, Paula sintió que se le encogía el corazón. Le entregó la cesta a Pedro y se acercó a su hija:
—Vamos, bonita, la cena está lista.


Pedro la observó un instante mientras Paula le daba una galleta a Juliana y la sentaba en la sillita para comer. 


Hablaba con su hija como si fueran las dos únicas personas en el mundo y, sintiéndose como un extraño, Pedro desapareció con la cesta de la ropa y se dirigió al garaje, donde suponía que estaba la lavadora. Al separar la ropa no se fijó en la ropa interior de Paula, sino que se centró en la ropa de bebé. Puso en marcha la lavadora y regresó a la cocina. Paula estaba dando de cenar a la pequeña.


Pedro se quedó mirándolas. No podía evitarlo, pero algo tan natural le parecía fascinante. Juliana se inclinó hacia delante para mirarlo. Pedro sintió que se derretía por dentro y le lanzó un beso. La niña sonrió y escupió la comida mientras balbuceaba palabras que iban dirigidas a Pedro. Paula se volvió para mirarlo y sonrió.


—Creo que estamos comunicándonos —dijo Pedro.


—Eso no dice mucho en favor de tu intelecto.


—Eres una gruñona.


—Lo siento. Soy madre. A estas horas del día nos toca estar gruñonas.


Pedro sonrió.


—¿Estás lista para cenar?


—Esperaré. Pero empieza tú, si quieres.


Él frunció el ceño.


—Tengo que bañarla después de la cena. Duerme mejor.


—Te esperaré. Pero… —abrió la bolsa y sacó unos rollitos de primavera. Los cortó en dos y los colocó en un plato—. ¿Un aperitivo?


Paula tomó un pedazo y se lo llevó a la boca. Pedro se sentó junto a ella y esperó a que terminara de darle la cena a Juliana.


—La hora del baño —le dijo Paula a Juliana cuando terminó. Después miró a Pedro—. Vamos a tardar un rato.


—No voy a marcharme.


—Vaya. Falsas esperanzas —dijo ella, y se marchó.


Estaba decidida a mantener alejado de su vida a Pedro, sin embargo, él estaba decidido a pasar a formar parte de su vida.


Media hora más tarde, Paula cerró la puerta del dormitorio de Juliana y entró en el baño para recoger un poco. Estaba rendida y no le apetecía tener que tratar con Pedro. Se miró en el espejo e hizo una mueca. Se le estaba deshaciendo la coleta, no se había puesto maquillaje y llevaba la blusa manchada de papilla.


Recogió las toallas, echó a lavar la ropa de su hija y entró en su habitación para peinarse y cambiarse de blusa.


Cuando salió, el olor a comida china hizo que se le hiciera la boca agua y se encaminó hacia el salón. Al pasar por delante de la habitación de Juliana, oyó la voz de Pedro.


Abrió la puerta y vio que estaba inclinado sobre la cuna acariciando la espalda de la pequeña.


—Te prometo, princesa, que nada va a hacerte daño. Estoy aquí para cuidar de ti, aunque mami no lo quiera. No voy a marcharme. Voy a protegerte. Cuenta con ello.


Paula sintió un nudo en la garganta.


—Mataré a los dragones por ti, princesa. Te doy mi palabra de honor.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.


—Y si mami me deja, también mataré los de ella.


Paula tragó saliva y trató de ignorar el fuerte palpitar de su corazón. Pedro bajó el lateral de la cuna con cuidado y se agachó para besar a Juliana.


«Mi hija tiene un defensor. Me guste o no», pensó Paula y salió de la habitación. Pero eso no significaba que tuviera que casarse con Pedro. Ella y Juliana habían sobrevivido sin él. Entró en el salón y se sentó en el sofá. No quería dudar de sus posibilidades.


Cuando Pedro salió del dormitorio de Juliana, se detuvo en la puerta del salón con las manos en las caderas. No se percató de que Paula estaba mirándolo. Respiró hondo y sonrió. Parecía que estuviera midiéndose frente a la responsabilidad que conllevaba ser padre. Paula lo comprendía. El día que se enteró de que estaba embarazada había hecho lo mismo.


—Hola —dijo al verla.


—Hola —contestó ella.


«Cielos, está muy atractivo», pensó. Llevaba una camisa negra que hacía resaltar los músculos de su pecho. Paula deseó acariciarle el cuerpo. Un cuerpo del que solo había disfrutado durante una noche.


Pedro se acercó a Paula y ella sintió que se le paraba el corazón.


«¿Sabrá lo sexy que es?», pensó ella mientras él se sentaba a su lado en el sofá.


Pedro la miró y se fijó en la línea de su escote. Paula sintió cómo sus pechos se ponían turgentes en el acto.


—Si sigues mirándome así no vamos a cenar nunca —dijo él en voz baja.


—Estoy hambrienta —dijo ella.


—Yo también, pero hambriento de ti.


Pedro, no.


—¿Qué? ¿Que no sea sincero? ¿Que no te diga cuántas veces he pensado en ti?


—Esto no va a ser de gran ayuda.


—Negarlo tampoco nos ayudará —dijo él, y acercó su boca a la de ella.


Paula podía sentir el calor de su respiración sobre sus labios. Se acercó a él, y segundos antes de que sus labios se rozaran, sonó el teléfono.


Corrió para contestar antes de que Juliana se despertara.
—Hola —dijo después de aclararse la garganta—. Ah, hola, Michael —Pedro entornó los ojos y la miró fijamente—. ¿Ocupada? De hecho, sí, estoy ocupada —dijo sin mirar a Pedro—. Claro. Adiós —se despidió y colgó.


—¿Quién era ese?


—Un amigo.


—¿Cómo de cercano?


—Trabaja conmigo.


—¿Te estaba invitando a salir?


—Supongo que lo intentaba.


—¿Saldrías con ese hombre?


—¿Algún motivo por el que no debería salir con él?


—Sí, apenas consigo verte el tiempo suficiente para hablar contigo y, además, tenemos una hija juntos.


«Eres mucho más peligroso que Michael», pensó Paula. 


Apenas recordaba el color de los ojos de aquel hombre; sin embargo, todo lo de Pedro lo recordaba a la perfección.


—¿Qué es lo que quieres decirme, Pedro? Aparte de proponerme matrimonio.


—Ni siquiera vas a considerarlo, ¿verdad?


—No, pero gracias por la oferta.


—Actúas como si hubiera hecho esto sin pensarlo primero.


—Es una reacción visceral, Pedro. Una obligación. No voy a encadenarme a un hombre cuando él no lo desea.


—¿Quién ha dicho que no lo desee?


—Si Juliana no existiera, ¿habrías venido hasta aquí?


—Llevo tres días en el país y dos de ellos los he pasado aquí. ¿Tú qué crees?


—Quieres hacer algo honorable. Lo comprendo. Pero no te necesito. Ni quiero casarme con un hombre por el bien de un niño. El matrimonio es lo bastante duro como para encima no tener esperanzas.


—Eso lo dirás por ti. Voy a ser un buen padre.


—Ya lo sé —dijo ella—. Pero para serlo no tienes que casarte conmigo.


Pedro pensó en su padre biológico. Aquel hombre no se había casado con su madre, no estuvo con él cuando era pequeño y lo necesitaba. Después, su madre se enamoró de David, un hombre estupendo con el que se casó. Lisa era el resultado de ese amor, y el hombre al que Pedro llamaba «papá» siempre se portó bien con él, incluso cuando no debía. Pero Pedro estaba resentido por el hecho de que su padre de verdad no hubiera tenido valor para casarse con su madre y dejara que un niño perdido creciera siendo bastardo. Él nunca le haría eso a Juliana. Aunque las cosas no salieran bien entre Paula y él, no desaparecería de la vida de su hija.


Pensó en contarle a Paula el motivo por el que quería casarse con ella, aunque sabía que la falta de agallas de su padre solo era una pequeña parte. Paula era el motivo verdadero, y ella no lo comprendería. Le diría que solo por el hecho de ser un hijo ilegítimo no debía pagar por los errores de su padre… y era cierto.


Pedro no quería cometer los mismos errores. Y menos a costa de su hija







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