jueves, 18 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 22




Pedro condujo desde el aeropuerto de Philadelphia hasta la granja lo más rápido que pudo, a pesar del aguacero que estaba cayendo. Cuando se salió de la autopista para tomar la carretera que llevaba a la granja y vio la casa a través de las ramas desnudas de los manzanos, un sentimiento de paz descendió sobre él.


Estaba en casa.


Aquel lugar ya era su nuevo hogar.


Aparcó frente al porche, agarró la bolsa de viaje y corrió hasta el porche, pues no se le había ocurrido llevar un paraguas en su equipaje para ir a California.


Tollie salió del establo, ladrando como un loco. Después se detuvo, olisqueó el aire y pareció reconocer a Pedro. El perro meneó la cola y volvió a entrar en el establo.


Pedro giró el pomo de la puerta y la encontró cerrada. 


Bueno, eso no estaba mal del todo, se dijo. Paula debería tener la puerta cerrada cuando estuviera sola en casa. Iba a llamar a la puerta cuando pensó que ella debía de estar ocupada con el bebé o con alguna tarea y no quiso molestarla, así que sacó la llave del bolsillo y entró. El aire olía a galletas de chocolate y a humo. Entró en la sala y vio la cuna vacía. Emma no estaba durmiendo, así que tenía que estar con Paula.


Pensó en el gatito rosa de peluche que había comprado en el aeropuerto para la niña. Y una camiseta azul diminuta para Paula. Tenía un motivo oculto para los regalos: quería que la niña lo quisiera y quería ver a Paula vestida con algo distinto de una camisa de franela. Tenía un deseo de lo más masculino de ver cómo era aquella mujer bajo la ropa enorme que llevaba siempre.


Pedro fue hasta el principio de la escalera y la llamó sin respuesta.


Subió y repitió la llamada, pero supo que ella no estaba en la casa porque daba la sensación de estar vacía.


Tal vez estaba en el establo dando de comer a Max, Pedro dejó la bolsa en su cuarto, se puso un chubasquero y corrió al establo. Tollie y el calor y el olor de los animales lo saludaron nada más abrir la puerta corredera. Max asomó la cabeza por su cuarto y relinchó, y el gato se levantó de su cama de paja, se estiró y volvió a tumbarse ignorándolo por completo.


—¿Paula? —llamó.


Nada. Pedro empezaba a sentirse inquieto.


El coche estaba aparcado junto al establo, estaba lloviendo y ella tenía a la niña con ella. ¿Adónde habría ido?


Tal vez estaba en la casita de piedra. Empezarían a hacer la reforma el lunes y ella había dicho que quería ir a empaquetar algunas cosas.


Pedro se dirigió a la casita. Había escampado pero ya tenía los zapatos llenos de barro. Al abrir la puerta encontró un montón de cajas en medio de la entrada, pero ni rastro de Emma ni de Paula.


El techo tenía goteras y la lluvia se colaba a placer por ellas, para caer en una colección de cacerolas y cubos que recogían el agua. Cerró la puerta pensando en cómo había podido vivir allí alguien.


Pedro volvió a la casa. ¿Dónde podrían estar? ¿Habría salido a pasar el día con alguien? Ella sabía que iba a llegar en un vuelo muy madrugador y se sentía molesto porque no estuviera allí.


Entró por la puerta de atrás y se quitó los zapatos embarrados y el chubasquero. Era de suponer que ella tuviera amigos, aunque nunca los hubiera mencionado.


Se sintió en la incómoda posición de sentirse celoso por alguien cuya existencia no conocía a ciencia cierta.


¿Y si les había pasado algo a alguna de las dos? Sólo con pensarlo se puso fatal, ¿Y si había tenido que llevar a la niña al médico, o ir ella misma?


El todoterreno seguía allí, pero tal vez ella no había podido conducir. Él sabía que ella conocía a los vecinos del otro lado de la carretera, pero él no sabía cómo se llamaban, así que no podía telefonearlos. Tal vez ellos supieran dónde estaba.


Abrió la puerta principal y vio a Paula caminando por el camino que llevaba a la casa. Emma iba en su mochilita, debajo de su chaqueta. Su cabeza diminuta estaba cubierta por el gorro de punto que asomaba bamboleante bajo la barbilla de Paula.


El sentimiento de alivio que lo invadió lo pilló por sorpresa y le afectó al equilibrio. No le gustó nada sentirse así. Se quedó en el porche, con las manos en las caderas.


Paula lo vio y saludó con la mano. Cuando ella estaba a unos quince metros, le gritó.
—¿Dónde demonios estabas?


Ella se detuvo, sorprendida.


—He ido a casa de los Schmidt a devolverles la serpiente que me prestaron —le dijo cautelosa.


—¿Serpiente? —dijo, tranquilizándose un poco—. ¿Te prestaron una serpiente?


Ella lo miró con cara sombría al acercarse.


—En la granja no tenemos.


Tenían un gato, un perro y un caballo. ¿Para qué demonios querían una serpiente?


—¿Para qué necesitas una serpiente?


Emma lo vio, parpadeó y sonrió. Pedro sintió una oleada de calor en el pecho.


Paula hizo un gesto con la mano hacia la casa.


—Es una serpiente desatascadora. El desagüe del baño del primer piso se atascó y la lavadora no funcionaba.


Pedro se dio cuenta de que no estaba hablando de un reptil, sino de un útil de fontanería.


—¿Por qué no llamaste a un fontanero?


—¿No sabes lo que cuestan?


—Por Dios, Paula, tú no tienes que ocuparte también de los desagües.


Ella se puso rígida y su rostro se transformó en la viva expresión de la tozudez.


—Es mi trabajo. Y además puedo hacerlo.


Pedro sabía cuándo darse por vencido. Ella tenía razón. Era su trabajo, pero él había empezado a olvidar que ella trabajaba para él y ahora la consideraba más… ¿el qué? No podía definir su relación. ¿En qué momento se había encariñado tanto con ella?


Sintiéndose en terreno poco seguro, dijo:
—Ya sé que puedes, pero no tienes que hacerlo. ¿No tienes el teléfono de un fontanero al que acudir en caso de una avería mayor?


—Si.


—Entonces llámalo cuando lo necesites.


—Lo malo es que normalmente tarda al menos un día en venir, y con el desagüe tan bloqueado no podía poner la lavadora. Era más fácil hacerlo yo sola.


Él no supo qué más decir sin quedar como un tonto, así que lo dejó estar y se quedaron en el porche en medio de un incómodo silencio.


—¿Pedro? —alargó la mano como si fuera a tocarlo y después la retiró.


—¿Sí? —él deseó que lo hubiera tocado. Quería que le acariciase el brazo y la cara, y le dijera que todo iba a ir bien, porque necesitaba un poco de seguridad. Y no sabía por qué.


Ella observó su cara como si estuviese buscando en ella la clave de aquella extraña situación.


—¿Has tenido un mal vuelo?


—Ha sido un poco movido y estoy cansado —el vuelo no podía haber sido más tranquilo y había dormido casi todo el tiempo, pero Paula le estaba dando la excusa para actuar como un imbécil y no iba a rechazarla.


Inmediatamente su expresión se suavizó y le sonrió.


—Vamos dentro y te prepararé algo de desayuno. ¿Tienes hambre?


Y así fue como él se sintió en casa, en su hogar, de un modo que no había sentido nunca antes.


—Pues sí. Estaría genial.





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