jueves, 18 de agosto de 2016
MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 21
Paula miró por la ventana del salón, en la oscuridad, como se alejaba el coche de Pedro. De repente la casa, tan cómoda y acogedora, le pareció vacía. Sólo iba a estar en la Costa Oeste un par de días, pero le parecía una eternidad.
Lamentó haber fregado ya los cacharros de la cena, necesitaba algo que hacer.
El sonido del teléfono la sacó de sus pensamientos. Fue hasta la cocina y tomó el teléfono inalámbrico, y al oír la voz de Pedro, el corazón le dio un vuelco.
—¿Paula? ¿Puedes subir a mi oficina y comprobar si he desenchufado el radiador eléctrico?
—Ahora mismo
Esperó no parecer demasiado alegre al oírlo y se dirigió al piso superior.
Hubo una larga pausa mientras ella esperaba a que él se despidiera.
—Espero que el teléfono no haya despertado a Emma.
Paula se echó a reír mientras subía las escaleras.
—Es una dormilona. Creo que no se despertaría aunque tuviera el teléfono a su lado en la cuna.
Pedro rió también.
—Bueno, te dejo.
—Que tengas un vuelo agradable.
—Gracias. Cuídate —y colgó.
Paula apagó el teléfono y después lo puso contra su pecho.
—Lo haré, Pedro. Cuídate tú también —susurró.
Ella se asomó a la oficina y comprobó que en efecto, el radiador estaba desenchufado.
Era la primera vez que entraba allí sin que él estuviera dentro. Había dejado claro que no quería interrupciones mientras trabajaba, así que no había tenido oportunidad de limpiarlo a fondo.
Bajó al piso inferior, comprobó que Emma estaba bien y cambió el teléfono inalámbrico por el aparato de escucha y un cubo lleno de productos y utensilios de limpieza.
Limpió cada centímetro de la oficina, teniendo cuidado de no mover ningún montón de papeles de encima del escritorio.
Cuando acabó decidió darse una ducha y meterse en la cama.
Cuando se metió bajo el cálido edredón se dio cuenta de que no tenía sueño y que en lo único que pensaba era en Pedro. La gran fiesta sería al día siguiente. Él estaría con todas las estrellas de la película y otros famosos que asistían a eventos de ese tipo. Y con Elena.
Ella había visto la cobertura de esos preestrenos en la televisión y sabía que las mujeres acudirían con sus preciosos vestidos y sus joyas, y los hombres en traje o chaqué.
Pedro se había llevado el suyo. Ella lo había visto colgando de la puerta de su armario y no tenía ninguna duda de que estaría terrible tan elegante.
Elena llevaría algo impresionante, probablemente enseñando mucha piel. Paula intentó no sentirse celosa, pero sabía que tenía la batalla perdida de antemano. Se recordó a si misma que ellos tenían una relación y que eso no era asunto suyo.
Según la invadía el sueño, se imaginó a si misma en la fiesta con él. Llevaría un vestido cubierto de lentejuelas, y cada vez que se moviera, el vestido brillaría. Y tacones y medias de seda. Tendría un aspecto ingenioso y sofisticado, Pedro se enamoraría de ella.
En algún momento de su sueño, oyó que el reloj daba las doce y se vio bajando una escalera a todo correr huyendo hacia casa, sola. Paula suspiró y se dio la vuelta. El sueño de Cenicienta no estaba mal, pero sólo era un cuento y sus sueños nunca se hacían realidad.
El teléfono la despertó al día siguiente. Salió de la cama de un salto y un escalofrío la recorrió cuando pisó el suelo helado descalza. Respondió al teléfono en la cocina.
—¿Sí? ¿Granja Blacksmith?
—Paula, ¿te he despertado?
Era maravilloso que lo primero que oyera nada más despertarse fuera su voz.
—No —no quería que pensara que se quedaba en la cama sin trabajar sólo porque él no estaba allí. Echó un vistazo al reloj del microondas—. ¿Has aterrizado ya? —eran las seis y media de la mañana en la Costa Este, o sea que era noche cerrada en Los Ángeles.
—No. Estamos en algún punto por encima de Nevada, cerca de Las Vegas.
Paula nunca había viajado en avión y de hecho la asustaba un poco el hecho de verse suspendida en el aire desafiando la gravedad.
—¿Va todo bien?
—Sí, claro. Cuando llegue el correo, necesito que busques los papeles del concesionario de coches. No quiero que se pierdan. Creo que le di la dirección de casa en lugar de la de mi contable.
—Ningún problema —ella clasificaba el correo, pero lo dejaba para que él lo viese todo.
Después se quedó callado.
—Eso era todo. ¿Va todo bien por allí?
—Ningún problema —¿acaso no se fiaba de ella?
—Tienes mi número de teléfono móvil por si necesitas algo, ¿verdad?
—Sí, está aquí al lado.
—Bien. Que paséis un buen día las dos.
—De acuerdo. Gracias.
—Te veré mañana —dijo, y colgó.
Ella dejó el aparato en el cargador. No le gustaba la idea de que estuviera en un avión. Le parecía imposible que alguien pudiera volar cruzando todo el país, ir a una fiesta y volver al cabo de treinta y seis horas.
Emma estaba empezando a despertarse, así que Paula se preparó para darle de comer en el sofá. Encendió la televisión y salió el canal de noticias meteorológicas. Ella ya sabía que estaban a diez grados en la granja y parecía que volvería a nevar. Según las noticias, en Los Ángeles estaban a veinticuatro grados y hacía sol. Se preguntó por qué Pedro no se quedaba allí más días. Para ella Pedro no tenía cabeza. Unos días con buen tiempo parecía el paraíso.
Aquel día, Paula iba a empaquetar en cajas las cosas de la casita de piedra para que los obreros pudieran empezar, pero después decidió limpiar a fondo la habitación de Pedro.
Era más fácil hacerlo cuando no estaba en la casa. Se sintió un poco rara entrando allí sin que estuviera él.
Tan pronto como Emma se quedó dormida, Paula fue al piso superior y lo primero que hizo fue apartar el edredón para cambiar las sábanas. Al notar la esencia masculina de Pedro, Paula deseó enterrar la cara en las sábanas.
¿Cómo podía ser tan tonta?
Avergonzada por aquellos extraños deseos, recogió la ropa del cesto de ropa sucia, junto con las sábanas, y lo bajó todo al piso inferior.
Después subió y lo limpió todo, y cuando acabó, puso la lavadora.
Mientras daba de comer a Emma el teléfono volvió a sonar.
Esta vez no se sorprendió al oír la voz de Pedro.
—¿Puedes hacerme un favor?
—Claro que sí.
—Creo que hoy está lista mi ropa del tinte. ¿Puedes pasar a recogerla?
Ella siempre recogía su ropa del tinte. De hecho, estaba lista desde hacía dos días, pero le había parecido un gasto de gasolina ir al pueblo sólo a recoger la ropa del tinte. A Pedro no le había interesado antes si su ropa estaba lista o no.
—Si, iré esta tarde —de fondo Paula podía oír la voz de Elena.
—Tengo que dejarte —dijo él—. Te veré mañana.
Paula colgó y volvió a centrar su atención en la niña. En ese momento se dio cuenta. Pedro no la llamaba para recordarle que hiciera las cosas, sino porque echaba de menos la granja. Echaba de menos estar en casa. A ella le gustaba considerar la Granja Blacksmith como un hogar.
Hacía unas pocas semanas ella había deseado que él no pasara mucho tiempo allí, pero ahora estaba muy contenta de que hubiera decidido instalarse.
Y tal vez, le decía una vocecilla en su interior, tal vez la echara de menos a ella también. Pero eso era una tontería.
Él estaba en la gran ciudad con una mujer glamurosa, preparándose para asistir a una fiesta que aparecería en las noticias. ¿Por qué iba a echarla de menos?
En cualquier caso, estaba deseando que volviera a casa.
Después de una comida rápida, Paula abrigó a Emma, recogió un par de jerséis de Pedro para el tinte y se marchó al pueblo. Cada vez que conducía el coche le sudaban las manos, pero se estaba acostumbrando a aparcar y maniobrar por la ciudad.
La primera parada que hizo en el pueblo fue en la tienda de ropa de segunda mano. Como siempre, las dos señoras mayores de la caja empezaron a dar grititos al ver a Emma.
—¡Oh, qué mayor se está haciendo!
—Por eso estamos aquí —rió Paula—. Todo lo que tiene le queda pequeño.
Las señoras se echaron a reír y la más joven de las dos se ofreció para cuidar a Emma mientras Paula buscaba ropa.
—Mi hija vive en Seattle y echo mucho de menos a mis nietos.
—¿Está segura? —Paula conocía a las dos mujeres desde que se trasladó a la granja, pero no quería que se sintieran obligadas.
—No hay problema. Ahora la tienda está muy tranquila, y si empezamos a tener mucho trabajo, te la devolveremos.
A Paula le pareció bien y le pasó la niña a la sonriente mujer.
Sería mucho más fácil buscar ropa sin tener que cargar con Emma. En la sección para niños encontró un buzo para Emma; era un poco grande, pero así le duraría todo el invierno. Le compró también un peto y dos camisas. Vio también un vestidito rosa con encaje en el cuello y los puños.
Emma estaría preciosa con él, pero cuatro cosas ya eran suficientes y lo dejó.
La mujer estaba sentada en una mecedora junto a la caja con Emma en brazos cantándole una nana y la niña parecía haber entrado en trance.
Paula no entonaba bien y no se sabía ninguna nana. Nunca se las habían cantado a ella, que recordase.
—¿No te llevas nada para ti?
Paula se encogió de hombros. Normalmente no pasaba por la sección de señoras cuando iba a la tienda. Todo le quedaba grande y además tenía que ahorrar dinero.
La mujer de la caja tomó la ropita de bebé que Paula había escogido.
—Ve a echar un vistazo. Ayer nos trajeron ropa de la talla más pequeña y hoy regalamos una prenda por cada dos. Tienes cuatro cosas, así que lo que elijas corre por cuenta de la casa.
Paula estuvo tentada de volver y comprar algo más para Emma, pero la tentación de elegir algo bonito para ella fue demasiado grande.
Sintiéndose muy egoísta, fue a la sección de jerséis de mujeres y encontró uno de color azul y cuello redondo que le llamó la atención. Paula lo sacó de la percha y lo miró de cerca. Era de manga larga y el tejido era muy fino y suave.
Era tan bonito que no fue capaz de dejarlo de nuevo en su sitio. No se había comprado nada nuevo desde que se quedó embarazada de Emma.
Llevó el jersey hasta la caja y lo dejó en el montón con la ropa de bebé.
—¿Has visto los pantalones que van a juego? —preguntó la mujer mientras doblaba el jersey—. Están junto a la zona de los abrigos.
Paula se dijo que iría sólo a verlos. Encontró los pantalones enseguida. Aún tenían las etiquetas y eran de un tejido que parecía lana, aunque se podían lavar en la lavadora. En la etiqueta ponía que eran de su talla.
Pasó la mano por la tela y se dijo que quería ese pantalón.
Raras veces tenía caprichos, pero esta vez quería tener el conjunto completo. Quería ponérselo y estar guapa.
Para que Pedro la viera.
Qué tontería.
—Muy bien. Entonces tienes que pagar cuatro prendas.
—Espere, creo que necesito algo más.
El vestido rosa para Emma la estaba llamando a gritos.
Decidió tirar la casa por la ventana y escogió también unos pantalones vaqueros, y unas botas calentitas para ella.
Si Pedro quería volver a llevarla a comer fuera, tendría algo decente que ponerse.
Sacó el monedero del bolsillo y pagó, ignorando el sentimiento de culpa por haberse gastado el dinero en ropa para ella.
Su trabajo parecía bastante asegurado con Pedro. Podía relajarse un poquito, pero no podía olvidar el hecho de que tenía deudas y no tenía ahorros. Tenía que pagar los plazos del hospital y la funeraria todos los meses.
Paula tomó la bolsa de ropa y a Emma. Aún tenía que ir al tinte y a la tienda. Le dio las gracias mentalmente a Pedro por haber comprado el todoterreno. Desde luego, le facilitaba mucho la vida.
Echó un vistazo al reloj del salpicadero y calculó la diferencia horaria. ¿Qué estaría haciendo en California en aquel momento? Probablemente estaría comiendo en un restaurante de moda, o en una comida de negocios. O tal vez sólo con Elena. Paula prefería imaginarlo con un grupo de gente con una conversación inteligente y buenos modales.
Ella deseó poderse imaginar a sí misma en esa mesa, pero sabía que no sabría estar con esa gente. Se desvanecería en la nada.
La idea era tan deprimente que Paula se rió de si misma por haber considerado la posibilidad de ser parte de la vida de Ian algún día.
Ella era su ama de llaves y, se decía a sí misma para convencerse, estaba contenta con eso.
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