lunes, 8 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 24




Pedro se despertó cuando el avión descendía hacia el aeropuerto. Abrió los ojos y se desperezó antes de recordar que Paula estaba junto a él. Paula..., su mujer. Paula..., a la que le daba miedo volar.


La miró rápidamente. Tenía los ojos cerrados, pero no se aferraba a los brazos del asiento, sino que tenía las manos plácidamente apoyadas sobre el regazo. Pedro se preguntó si estaría dormida. No recordaba cuándo se había levantado de sus rodillas, pero sí haber experimentado una sensación de pérdida durante el sueño. Había echado de menos sentirse abrazado por ella, apretarla con fuerza. Nunca había sentido tal necesidad de estar con alguien, y eso lo inquietaba.


Las ruedas chirriaron al tocar el asfalto de la pista de aterrizaje. Pedro se desabrochó el cinturón y se puso a recoger sus cosas antes incluso de que el avión se detuviera en el hangar. Necesitaba hacer algo para calmar su desasosiego. Por el rabillo del ojo, vio que Paula se levantaba y miraba a su alrededor, como si saliera de un profundo estado de sopor. Sonrió al posar la mirada sobre él, y Pedro sintió como si una enorme mano se cerrara sobre su corazón y lo estrujara.


— ¿Estás lista? —le preguntó a Paula bruscamente, al tiempo que Steve entraba en la cabina. Ella no respondió. Se limitó a esperar a su lado a que Steve abriera la puerta. El piloto se hizo a un lado y dejó que Paula y Pedro salieran primero. Una vez en la pista, los hombres se estrecharon las manos y Pedro echó a andar hacia su coche, con la mente concentrada en el trabajo, lo que en cierto modo lo tranquilizaba. No notó que Paula se esforzaba por seguir su paso.


Los negocios eran un terreno conocido, en el que se sentía a gusto. Pensar en la compañía siempre tenía el efecto de tranquilizarlo. De pronto, sintió ansias de llegar a la oficina y de retomar su vida de costumbre, y procuró no pensar en la confesión que le había hecho a Paula.


De camino a la oficina, intentó confeccionar mentalmente una lista de las cosas que tenía que hacer, empezando por reunirse con el jefe de administración. Cuando se detuvieron ante un semáforo, se dio cuenta de que ninguno de los dos había hablado desde que se habían bajado del avión. Miró a Paula, preguntándose en qué estaría pensando.


— ¿Estás bien? —le preguntó.


Ella giró la cabeza y parpadeó.


—Sí, solo un poco aturdida. Siento haberme quedado dormida encima de ti. Seguro que las piernas se te quedaron entumecidas con tanto peso.


—Pues eso no impidió que me quedara dormido yo también —a continuación, Pedro sacó a relucir algunos asuntos de trabajo pendientes, de los cuales hablaron durante el resto del trayecto.


Pedro había entrado en la recepción de la empresa en infinidad de ocasiones, pero ese día todo le pareció diferente. Asombrado, se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. Los colores parecían más vivos, o algo así... 


¿Habrían pintado las paredes recientemente? Sacudió la cabeza. ¿Qué le estaba pasando?


Melinda, la recepcionista, levantó la mirada y le lanzó una sonrisa descarada.


— Bienvenido, señor Alfonso. Señorita Chaves.


Pedro se detuvo ante el mostrador y dijo:
— ¿Podría avisar a Rich Harmon de que hemos vuelto? Dígale que quiero verlo en cuanto le sea posible.


—Claro —dijo ella, alzando el teléfono.


Al atravesar el pasillo, Pedro se cruzó con varios empleados que lo saludaron con una cordialidad en la que nunca antes había reparado. ¿Habrían sido siempre así de amables? No se había producido ningún cambio que justificara su nueva perspectiva, eso seguro. Tal vez se debiera a la presión del aire en el interior del avión. Anotó mentalmente que debía decirle a Steve que la revisara.


Paula y él llegaron a la zona de los despachos de dirección. 


Pedro abrió la puerta y se apartó para dejar pasar a Paula. Julia levantó la mirada de la pantalla del ordenador y sonrió.


—Hola, chicos —dijo, alzando dos grandes montones de mensajes telefónicos—. Esto os mantendrá ocupados el resto del día, por lo menos.


Pedro asintió y entró en su despacho revisando los mensajes. Cuando miró a su alrededor, se dio cuenta de que Paula no había entrado tras él. Se había metido en su propio despacho. Tal vez fuera mejor así. Adelantarían el doble de trabajo si pasaban unas cuantas horas separados.


Al llegar a la oficina, Pedro solo pensaba estar un par de horas trabajando. Pero habían pasado cuatro cuando por fin se levantó de la mesa. Se acercó a la puerta que conectaba su despacho con el de Paula y la abrió suavemente. Ella estaba hablando por teléfono, pero lo vio en cuanto se asomó a la puerta. Le lanzó una sonrisa fugaz y le hizo señas de que entrara. Pedro se deslizó en una de las sillas que había enfrente de su escritorio y se quedó mirándola. 


Aquella era la mujer a la que tan bien conocía, la mujer con la que se sentía a gusto, la que conocía su carácter, sus estallidos de mal humor y su impaciencia. Paula lo sabía todo sobre su persona y, sin embargo, había aceptado casarse con él. Pedro se preguntaba por qué. No era por su fascinante personalidad, de eso estaba seguro.


Escuchó distraídamente mientras ella hablaba con un cliente un tanto quisquilloso, sin que su voz trasluciera signos de irritación o impaciencia. Cuando colgó, lo miró inquisitivamente, enarcando las cejas.


— Me estaba preguntando si hay algo ahí... — Pedro indicó los montones de archivadores que había sobre la mesa— que no pueda esperar hasta el lunes.


Ella se frotó la frente con expresión de cansancio y miró los papeles que tenía encima de la mesa.


— Sinceramente, espero que no —respondió con un suspiro—. Supongo que tú tienes que enfrentarte a todo esto cada vez que te ausentas unos días.


— Normalmente, no —dijo él sonriendo—. Verás, tengo una magnífica asistente que se encarga de casi todo cuando yo no estoy, así que cuando vuelvo, lo encuentro todo en orden. A veces hasta me siento superfluo en esta oficina.


Ella se echó a reír.


— Sí, ya. Lo siento, pero no te creo.


Él alzó los brazos por encima de la cabeza y se desperezó. 


Tras mover la cabeza lentamente en círculos para relajar la tensión que sentía en el cuello, miró a Paula y dijo:
—Quería hacerte una sugerencia.


Ella se inclinó hacia delante, juntando las manos sobre la mesa.


—Adelante.


— Sugiero que nos vayamos a casa, miremos qué hay en el congelador para hacer la cena y pasemos una cuantas horas de relax. ¿Qué te parece?


Ella se sonrojó suavemente, pensando en lo que Pedro no había dicho.


—Tú eres el jefe —contestó poniéndose aún más colorada.


—No necesariamente, al menos en nuestro matrimonio. En mi opinión, somos como socios. Tenemos los mismos derechos de voto.


Ella se levantó y se estiró.


—Entonces, voto porque nos vayamos antes de que vuelva a llamar algún cliente pesado.


— ¿Con quién estabas hablando?


Paula se lo dijo, resumiéndole la conversación mientras sacaba su bolso del cajón superior del escritorio. Al incorporarse, dijo:
—Creo que he conseguido convencerlo. Al menos, eso espero.


Pedro se acercó a la puerta que llevaba al despacho de Julia y la abrió. Cuando salieron, le dijo a la secretaria, casi sin detenerse:
—Nos vamos a casa. Hasta el lunes.


A Julia pareció sorprenderla que se marcharan juntos, cosa que rara vez ocurría. Bueno, pues tendría que acostumbrarse, pensó Pedro.


Esperó hasta que estuvieron en el ascensor, a solas, para abrazar a Paula. La besó apasionadamente hasta que llegaron al piso del aparcamiento subterráneo.


— Gracias —dijo. De algún modo, se sentía más ligero—. Lo necesitaba —la puerta del ascensor se abrió. Salieron y Pedro la llevó del brazo hacia su coche—. Voto porque nos vayamos directamente a casa.


Estuvo a punto de echarse a reír al ver la expresión de su cara. Paula había dejado de ser su asistente. El beso parecía haberle recordado que era una recién casada a la que esperaba su noche de bodas. A Pedro le hizo gracia que intentara mantener una actitud despreocupada. Ella miró su reloj.


—Yo pensaba pasar primero por mi apartamento para recoger algo de ropa.


—Esta noche no necesitarás nada, ¿no crees? Mañana iremos a tu apartamento y te ayudaré a empaquetar las cosas. 


Ella se detuvo y escrutó pensativamente su cara, como si lo viera por primera vez. Aquella mirada penetrante puso a Pedro un poco nervioso. No estaba acostumbrado a que lo mirara así. Y no sabía qué hacer.


La respuesta de Paula lo pilló por sorpresa. Ella esbozó una lenta e íntima sonrisa y dijo:
—Decididamente, tienes mucha labia — y lo besó en la comisura de la boca—. Me has convencido.


Él se echó a reír mientras se acercaban al coche. Estaba sujetándole la puerta cuando otro coche aparcó junto al suyo. Pedro levantó la mirada y vio que era el coche del bueno de Arthur, el jefe de contabilidad. Pero estaba de tan buen humor que ni siquiera Arthur podía amargarle ese momento.


—Hola, Arthur. ¿Qué tal van las cosas? — le preguntó, al tiempo que cerraba la puerta del pasajero y rodeaba el coche.


Arthur salió del suyo y lo miró fijamente por encima del techo del vehículo. Se subió las gafas sobre el puente de la nariz y dijo:
—Eh, todo va perfectamente, creo —inclinó la cabeza mirando a Paula—. Hola, señorita Chaves.


—Hola, Arthur. Me alegro de verte.


Pedro se deslizó en su asiento mientras Arthur se dirigía al ascensor. Paula se echó a reír y dijo:
— Es la primera vez que te veo hablar con Arthur sin rechinar los dientes.


—No te extrañe. Hoy, ni siquiera Arthur puede amargarme el día —sacó el coche marcha atrás y se dirigió a la salida.


Paula observó sus habilidosas manos, que sujetaban con ligereza el volante forrado de cuero. Siempre había admirado sus manos. Eran manos curtidas, de trabajador, a pesar de que hacía ya varios años que no trabajaba a la intemperie. 


Ese pensamiento la llevó a otro.


— ¿Cómo conseguiste aprender algo en la escuela si siempre estabas mudándote de un sitio a otro? —preguntó.


— Por curiosidad, supongo. Recuerdo que estaba lleno de preguntas. Además, me gustaba mucho la escuela. La rutina de la que otros chicos se quejaban a mí me parecía reconfortante. Como sabía que nunca me quedaba mucho tiempo en un mismo sitio, me esforzaba por ponerme al nivel de: los otros chavales y por aprender todo lo que podía. Y cuando no iba a la escuela, buscaba la biblioteca municipal del sitio donde estuviéramos y me iba a leer allí siempre que podía. Mi padre casi nunca me preguntaba adonde iba. Y si le decía que había estado en la biblioteca, se echaba a reír. Más tarde me di cuenta de que creía que le mentía para ocultarle mis verdaderas actividades. Nunca comprendió que yo no decía mentiras. Era una promesa que me había hecho a mí mismo después de haber escuchado todas las fanfarronadas que contaba mi padre. No quería ser como él. Y comprendí que la educación era el único modo de escapar a aquel destino.


—Pues tu plan funcionó, obviamente.


— Supongo que sí.


Paula comprendió por su tono cansino que no quería seguir hablando de su pasado. Todavía la asombraba que le hubiera contado tantas cosas. Debía respetar los límites que él marcaba en lo que a su infancia se refería. No quería que se arrepintiera de haber confiado en ella.





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