lunes, 8 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 25





Cuando llegaron a su calle, Pedro torció por el camino que llevaba a la casa y marcó una serie de números en un panel electrónico adosado al quitasol de su lado del coche. 


Cuando las puertas de la finca se abrieron, Paula se incorporó y miró a su alrededor. Había estado allí en otra ocasión, una vez que Pedro estuvo enfermo con gripe y tuvo que quedarse en la cama por orden del médico. Una mañana, él llamó a la oficina y le pidió que le llevara ciertas carpetas. Paula fue a su casa, pertrechada con las carpetas. Durante aquella breve visita, había visto el vestíbulo y el cuarto de estar de la casa, y se encontró con un Pedro gruñón y desgreñado, con barba de tres días. 


Llevaba un albornoz que dejaba entrever su ancho pecho desnudo y, sin duda, tenía fiebre. Parecía encontrarse muy mal, pero Paula había decidido no sugerirle que contratara a una enfermera para que cuidara de él hasta que se repusiera. Le había entregado los archivos y se había marchado. Ahora, iba a vivir allí. Qué cosa tan extraña.


Pedro siguió el camino, rodeó la casa y se dirigió a un garaje con tres plazas de estacionamiento. Una de las puertas subió según se acercaban. Cuando estuvieron dentro del garaje, Pedro salió del coche y se acercó a abrirle la puerta a Paula.


Ella no sabía por qué de pronto estaba tan nerviosa. Hasta ese instante, había conseguido mantener la calma procurando olvidarse de que aquel era el día de su boda, por muy impersonal que hubiera sido la ceremonia.


—Vamos, tengo justo lo que necesitas para relajarte —dijo él tomándola de la mano. Su sonrisa infantil la tomó por sorpresa. Nunca había visto a Pedro tan alegre.


Paula sabía que tenía la mano húmeda, pese a que se había secado el sudor restregándosela contra la falda antes de dársela a Pedro. Lo siguió a través de la puerta que comunicaba el garaje con un espacioso cuarto en el que había una lavadora y una secadora, una nevera alta y una serie de armarios que cubrían dos de las paredes. Antes de que tuviera oportunidad de mirar más detenidamente la habitación, Pedro abrió la puerta basculante que daba acceso a la cocina. Se detuvo un momento para que Paula la viera.


— Es muy bonita, Pedro —dijo ella, asombrada.


— ¿Te gusta? Me alegro. La asistenta viene de lunes a viernes. Hace la comida y la deja en el frigorífico. Lo único que tengo que hacer es calentarla en el microondas — tiró de ella suavemente—. Luego miraré qué ha dejado hoy. Pero antes...


Dejó que sus palabras se desvanecieran mientras seguían atravesando habitación tras habitación, hasta que llegaron al vestíbulo que Paula conocía. Pedro la condujo por un pasillo que parecía extenderse interminablemente hasta que llegaron ante unas puertas de madera bellamente labradas. 


Cuando Pedro las abrió, Paula apenas creyó lo que vieron sus ojos. Aquella habitación era obviamente el dormitorio principal de la casa, pero su tamaño la dejó sin aliento. Allí podía entrenarse un equipo de baloncesto, pensó mirando a su alrededor.


Los muebles macizos tenían un aire masculino. Una hilera de ventanales ocupaba casi por entero la pared del fondo. 


Paula apenas notó que Pedro la soltaba de la mano y se apartaba de ella. Estaba absorta mirando a través de las ventanas. Se acercó a la del medio y descubrió uno de los jardines más bellos y mejor cuidados que había visto nunca. 


Los arbustos y las flores estaban dispuestos de tal manera que semejaban un jardín señorial inglés. Un par de senderos seguían el contorno de una ladera que llevaba a una densa arboleda, al fondo de la finca.


— Hará falta un ejército de jardineros para que todo esté tan sano y floreciente... — dijo volviéndose hacia la habitación. Pero la encontró vacía.


¿Dónde se había metido Pedro? No había oído cerrarse ninguna puerta. Prestó atención e identificó un sonido que llevaba algún tiempo oyendo sin darse cuenta: en una habitación contigua se oía correr el agua. Paula siguió el sonido hasta una puerta entreabierta. La empujó ligeramente, avanzó y de pronto se encontró en un cuarto de baño tan grande como el dormitorio de su apartamento. 


Grifos dorados llenaban de agua humeante una bañera enorme, rodeada de espejos por tres de sus lados. Paula parpadeó, sorprendida, al ver que Pedro, que ya se había despojado de la chaqueta y de la corbata, estaba comprobando la temperatura del agua. Él se irguió y se giró hacia ella.


— ¿Has dicho algo? —preguntó.


—Eh, sí, solo estaba... eh... comentando lo bonito que es tu jardín... Pedro, ¿se puede saber qué estás haciendo?


— Preparándole el baño, mi hermosa dama. Pensé que te ayudaría a relajarte antes de la cena —le señaló un estante de cristal lleno de frascos de sales de baño —. Ponle al agua lo que quieras. Esas sales me las trajo Sarah, la asistenta. Dice que ese rollo de la aromaterapia funciona de verdad —se acercó a ella, que se había quedado en la puerta, y le dio un rápido beso en la frente—. Disfruta del baño mientras yo preparo la cena — se apartó a un lado y salió apresuradamente del cuarto de baño.


Las gruesas toallas eran del mismo verde suave que la mullida alfombrilla. Paula veía su imagen reflejada allí donde miraba. Los espejos hacían que aquel cuarto pareciera más grande de lo que era. Se sentó en el asiento de tocador y se quitó los zapatos y las medias. Tras despojarse de la chaqueta, se desabrochó la blusa y dejó ambas prendas sobre la encimera de mármol, a su lado. Se quitó rápidamente el resto de la ropa y se acercó a la sólida bañera. Eligió un frasco de sales de baño con olor a lavanda y esparció su contenido por la superficie del agua antes de cerrar los grifos. Se sentó en el borde de la bañera y pasó las piernas por encima. Metió cautelosamente los pies en el agua y vio que su reflejo le sonreía. La temperatura era perfecta. Se deslizó rápidamente en el agua, que la cubrió hasta los hombros. Nunca había visto una bañera tan grande y profunda. Sintió un placer culpable por encontrarse allí, sabiendo que Pedro estaba tan cansado como ella.


No era de extrañar que Pedro volviera a la oficina relajado y cargado de energía tras pasar el fin de semana en casa. 


Cualquiera podría recargar las pilas en aquel ambiente.


Lanzando un suspiro de satisfacción, cerró los ojos y dejó que su mente vagara a la deriva. Aquello era justo lo que necesitaba, aunque no se lo hubiera reconocido a sí misma.


Decididamente, Pedro sabía cómo tratar a una mujer.


Debió de dormirse, porque lo siguiente que supo fue que el agua se agitaba a su alrededor. Abrió los ojos lentamente y de pronto se sentó, muy tiesa, al ver que Pedro se metía en el agua. Como estaba frente a ella, pudo ver su cuerpo musculoso y bien formado, completamente desnudo.


—Perdona, no quería asustarte —dijo él con expresión inocente.


Intentando mantener la calma, Paula esperó unos segundos, con la esperanza de que los latidos de su corazón se aquietaran, antes de contestar:
—He debido quedarme dormida.


—A mí también me ha pasado una o dos veces.


La habitación se había ensombrecido. La luz indirecta que Pedro había encendido al regresar daba un suave fulgor al techo y dejaba el resto de la estancia en penumbra.


—No se puede negar que sabes cómo hacer que una mujer se sienta a gusto —dijo Paula.


La leve sonrisa de Pedro se desvaneció.


—Tú eres la única mujer que ha visto esta parte de la casa, a excepción de Sarah, que por su edad podría ser mi abuela —la observó un momento antes de preguntar—. ¿Acaso crees que cada vez que salía con una mujer la traía aquí?


— No, no estaba pensando en nada en concreto. Además, no quiero que me hagas una lista de las mujeres con las que has salido durante todos estos años.


«No me hace falta», se dijo para sus adentros. «Conozco el nombre de todas y cada una de ellas.»


Pedro se deslizó hasta su lado y dijo:
— ¿Quieres que te frote la espalda?


«Cálmate», se dijo Paula. «Solo porque Pedro sea el único nombre al que has visto desnudo, no hay razón para quedarse paralizada si se acerca un poco.» ¿No era aquello la realización de las fantasías que había albergado secretamente desde que lo conocía? Ni siquiera en sueños habría imaginado , una escena como aquella.


Sin esperar su respuesta, Pedro le pasó los brazos alrededor de la cintura y la colocó suavemente entre sus piernas, de espaldas a él. Paula reprimió un gemido, temiendo ponerse en ridículo. De repente, entendió el término «sobrecarga sensorial».


Pedro tomó una esponja y una pastilla de jabón y empezó a frotarle lentamente la espalda desde el cuello a la cintura. No hizo ningún esfuerzo por ocultar su erección, lo cual provocó que la sangre de Paula hirviera y corriera a toda velocidad por sus venas. Se arrimó un poco más a él y le pareció oír que a Pedro le salía un gemido de lo más hondo del pecho. 


Tras frotarle la espalda con diligencia, él deslizó los brazos por sus costados y le cubrió los pechos con las manos. 


Paula se recostó contra su pecho, reposando la cabeza sobre su hombro. Podía sentir su aliento en el cuello, ¿o eran sus labios acariciándola? Ladeó la cabeza y Pedro pasó la lengua por la línea que discurría entre su oreja y su hombro. Paula se estremeció de placer. Metió las manos en el agua, apoyándolas sobre los muslos velludos de Pedro. Este se tensó y ella sonrió al notar su reacción. 


Pedro le lamió lentamente el cuello.


Paula había cerrado los ojos. Al abrirlos, vio a Pedro abrazándola. Sus imágenes reflejadas se multiplicaban en los espejos que rodeaban la bañera. Paula observó la cara de Pedro, el cual parecía disfrutar enormemente de sus caricias. Ella siguió explorando su cuerpo con las palmas de las manos, pasándolas desde sus rodillas hasta sus caderas, y esa vez oyó con nitidez el profundo gemido que escapó de su pecho.


Aquel era Pedro, se dijo. Una semana antes, ella ni siquiera podía imaginar que se encontraría en una situación tan íntima con él. Deseaba saborear cada momento..., pero también quería hacer más cosas. Su cuerpo palpitaba y temblaba a medida que él jugaba con sus pechos, alzándolos en las palmas de las manos, frotando los pezones con los pulgares y trazando ligeros círculos sobre ellos hasta que se pusieron erectos.


Se apartó de él porque necesitaba recobrar el aliento. Pedro bajó las manos hasta su cintura. Con una facilidad y una fortaleza que la sorprendió, le dio la vuelta para que lo mirara de frente. Paula pasó las piernas flexionadas por encima de sus muslos. Él le ofreció una sonrisa seductora y puso las manos a ambos lados de su cuello.


— ¿Estás cómoda? —susurró.


Antes de que ella consiguiera recuperar el habla, Pedro pasó la lengua por sus labios cerrados. Incapaz de resistirse a sus caricias, Paula abrió la boca. Y entonces dejó de pensar. 


Solo podía sentir... y sentía cosas que nunca antes había experimentado. El ardor de los labios y de la lengua de Pedro la encendía, y le hacía desear más. Se arrimó más a él, apretando los senos contra su pecho y devolviéndole el beso con mucho más entusiasmo que habilidad. A él no pareció importarle.


Cuando sus labios por fin se separaron, la respiración agitada de ambos resonaba en la habitación. Pedro apretó las caderas de Paula contra su cuerpo, recordándole su estado de excitación. Cuando la tocó entre las piernas, con un suave movimiento hacia adelante y hacia atrás, Paula se movió hacia abajo, haciendo que la penetrara con los dedos. 


Ah, sí, el alivio que le produjo tenerlo dentro de sí la llenó de felicidad. Pedro movió los dedos y ella empezó a moverse arriba y abajo rápidamente, indicándole que necesitaba más. 


Él la besó suavemente en los labios y en las mejillas.


—Tengo que preguntarte algo —le susurró finalmente al oído.


Ella se sentía ebria, incapaz de concentrarse en más de una cosa a la vez. En ese momento, su mente estaba fija en los ágiles movimientos de los dedos de Pedro. «Por favor, no pares», pensó. «Digas lo que digas, por favor..., no... pares.»


— ¿Mmm? —consiguió decir.


— ¿Has estado alguna vez con un hombre?


La pregunta no tenía sentido. ¿Por qué le preguntaba por otros hombres en aquellos momentos, cuando estaban...?


Paula abrió los ojos y lo miró inquisitivamente.


— ¿Por qué lo preguntas?


—Porque no quiero hacerte daño. Si es tu primera vez, necesito saberlo. Ahora mismo —respiraba agitadamente, como si le doliera algo.


—Y si te dijera que nunca he estado con un hombre, ¿te importaría? Pensaba que era evidente que no sé qué hacer...


Él deslizó los brazos bajo ella y la alzó con firmeza sobre su cuerpo, haciendo que el agua se agitara en repentina olas.


—No te preocupes por eso, cariño, porque yo sí lo sé



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