martes, 2 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 5






Rich Harmon había asumido la onerosa tarea de dirigir la oficina cinco años atrás. Tenía una habilidad pasmosa para hacer que todo funcionara suavemente. Pero, dado que Paula y Pedro rara vez se ausentaban al mismo tiempo, Pedro nunca había tenido que confiar en él para que llevara las riendas del negocio. Aquella era una oportunidad excelente para ver qué tal asumía esa responsabilidad.


— Por favor, mándale un mensaje y dile que nos vamos de la ciudad unos días y que se ocupe de todo. Si necesita ponerse en contacto conmigo, que me llame al móvil. 
Asegúrate de darle el número. Si pasa algo que no se sienta cualificado para resolver, dile que me llame inmediatamente —Julia anotó las instrucciones sin perder una palabra.


Julia Andrews también llevaba cinco años en la empresa. A sus cuarenta y pico años, era una especie de turbina humana: se encargaba del papeleo de Paula y de Pedro sin mostrarse nunca irritada ni estresada. Pedro apreciaba que no fuera chismosa, que mantuviera la confidencialidad de su trabajo y que poseyera un talante agradable.


Julia revisó rápidamente la agenda y le recordó las citas que iba a cancelar. Pedro le sugirió que volviera a fijarlas para la semana siguiente.


—Diles que me ha surgido un imprevisto y que he tenido que salir de la ciudad — concluyó.


Ella sonrió y dijo:
— Que tengáis buen viaje.


Paula y él recorrieron el pasillo que llevaba a la espaciosa recepción. Melinda, la joven recepcionista, les sonrió. Pedro hizo una inclinación de cabeza y se dirigió a la entrada, en cuyas puertas de cristal se leía Construcciones Alfonso.


Mientras esperaban el ascensor, bajaban al garaje y se dirigían a su deportivo, Pedro fue revisando mentalmente lo que Paula le había dicho. A veces, la insistencia de Paula en mostrarse autosuficiente lo sacaba de quicio. Pero, por otra parte, eso era lo que la hacía tan buena en su trabajo.


Ella rompió el silencio cuando llegaron al coche.


—Todo esto es innecesario, ¿sabes? — dijo mostrándose algo más reconciliada con la idea del viaje. Lo miró fijamente mientras él le abría la puerta del lado del pasajero. Se deslizó dentro del coche con más elegancia que la mayoría de las mujeres que Pedro conocía. Pero, claro, Paula siempre estaba envuelta en un aire de refinamiento.


Durante los años que llevaba trabajando para él, había logrado pulir algunas de las tosquedades de Pedro, evitando con ello que este se sintiera desmañado y se avergonzara de su falta de sofisticación.


Pedro se sentó tras el volante, cerró la puerta del coche y encendió el motor, que empezó a ronronear como un gato bien alimentado. Sonrió. Antes de comprarse el deportivo, solo había tenido camionetas, lo más práctico para el negocio. Durante años, a pesar de saber que podía comprarse cualquier coche que se le antojara, siguió conduciendo camionetas de carga... hasta que, tres meses atrás, vio en un escaparate aquel juguetito, y las líneas aerodinámicas y la potencia del Porsche dieron al traste con el utilitarismo de las camionetas. No tenía mala conciencia por ello. Dudaba que la tuviera nunca. Aquel coche era la prueba palpable de que había alcanzado el éxito. Éxito que consistía en haber dejado atrás su vida anterior. El pasado ya no lo atormentaba porque se había demostrado a sí mismo que no era un perdedor. Su nuevo Porsche le recordaba que era un triunfador cada vez que lo veía.


Paula se forzó a recostarse en el asiento del avión. Cerró los ojos, temiendo ya el momento paralizador en que el jet abandonaría la Madre Tierra y se lanzaría raudamente al aire, desafiando las leyes de la gravedad.


No le gustaba volar. En realidad, detestaba volar, y normalmente se las ingeniaba para evitarlo. Pero con Pedro no valía discutir.


De todos modos, él no sabía que le daba miedo volar. 


Paula nunca se lo había dicho. Al fin y al cabo, ¿para qué hablarle de aquella debilidad? En algún momento, durante los años que llevaban trabajando juntos, Pedro había llegado a la conclusión de que Paula era descendiente directa de Wonder Woman, la heroína de cómic: parecía creer que, fuera lo que fuera lo que le pidiera, lo haría con toda facilidad. Pero se equivocaba. Y, sin embargo, por alguna razón, ella se había esforzado con diligencia en mantener intacta aquella ilusión.


Hasta ese día. En ese momento, solo deseaba acurrucarse en algún lugar y pasarse un año durmiendo. Se aferró a los brazos del asiento cuando el avión avanzó por la pista a toda velocidad y saltó al cielo. Pidió al cielo que no la dejara hacer el ridículo poniéndose histérica. No quería pasarse todo el viaje hasta Carolina del Norte haciendo pucheros.


Aun con los ojos cerrados, se dio cuenta de que Pedro se desabrochaba el cinturón de seguridad y se levantaba del asiento contiguo al suyo. El jet contenía una oficina perfectamente equipada, de modo que su jefe podía mantenerse al corriente de todo lo que sucedía en la empresa, allá donde estuviera.


Paula mantuvo los ojos cerrados y procuró concentrarse en los ruidos del avión. Quizá, si se mantenía alerta, notaría si se desprendía un ala o algo así, y podría avisar a Steve rápidamente.


Confiaba en que Pedro aplacara a la señora Crossland. 


Estaba entusiasmado desde que Thomas Crossland le había pedido que construyera su casa de vacaciones en las montañas. Marcelo no tenía motivos para preocuparse. Pedro poseía un don: era capaz de convencer a cualquiera de que su manera de trabajar era la mejor. El
hecho de que ella estuviera allí, en el avión, demostraba sus dotes de persuasión. Dotes que había utilizado con éxito en otras ocasiones.


Años antes, la había convencido de que, si lo ayudaba a levantar la empresa de sus sueños, no solo obtendría riqueza sino también una enorme dosis de satisfacción. 


¿Qué mujer normal, con sangre en las venas, no se habría enamorado de él? Naturalmente, Paula nunca le había revelado sus sentimientos. Eso no solamente habría dado al traste con su carrera, sino que también habría puesto en fuga a Pedro Alfonso.


Estuvo a punto de sonreír al pensarlo, pero no quería que Pedro se diera cuenta de que no estaba dormida. Si no, se empeñaría en seguir hablando de su plan. Y Paula no se sentía con ánimos de mantener otro asalto con él sobre aquel tema.


Rara vez hablaba de su vida privada con Pedro. Uno de sus métodos para evitar entrar en temas tortuosos era contestar a las ocasionales preguntas de Pedro, preguntándole a su vez por su vida social. En todos aquellos años, él siempre se había mostrado muy abierto a la hora de contarle con quién salía o dejaba de salir. Paula no sabía qué era peor: si imaginarse a Pedro con todas aquellas mujeres u oírle hablar de ello. Paula se había formado una idea bastante precisa de su vida amorosa. Pedro no poseía ni un ápice de romanticismo, lo cual era una lástima, siendo como era uno de esos hombres con el que toda mujer fantasearía.


El trabajo en la construcción había moldeado las fibras y los sólidos músculos de su figura alta y fornida. Había adquirido lo que parecía un bronceado permanente, resultado de años de trabajo al aire libre. Paula no sabía cómo lograba mantener aquella apariencia tan atractiva ahora que pasaba gran parte del día en el despacho, pero no cabía duda de que un cuerpo recio palpitaba bajo sus costosos trajes a medida.


Como solía decir sucintamente una de sus amigas, si Paula no se hubiera enamorado de él después de trabajar tantos años a su lado, alguien tendría que haberle tomado el pulso para asegurarse de que estaba viva. Pedro siempre atraía la atención de las mujeres, casadas o solteras, pero la admiración que despertaba no parecía interesarle. No podía decirse que fuera guapo en un sentido clásico, pues su rostro poseía una dureza casi excesiva. Sin embargo, Paula no lograba entender que fuera tan ajeno a su capacidad de seducir a cualquier mujer que se le antojara. Habiendo conocido a otros hombres que utilizaban sus dotes de seducción para aprovecharse de mujeres que podían ofrecerles contactos empresariales, Paula sabía que, en ese sentido, Pedro era un hombre excepcional. Nunca utilizaba su atractivo sexual como arma de manipulación.


Sabía que a veces salía con hijas de grandes empresarios de Dallas, no porque él se lo dijera expresamente, sino porque a menudo aparecía en las fotografías de las páginas de sociedad de los periódicos locales. Paula sabía cuándo había dejado de salir con alguna de aquellas mujeres por el montón de mensajes que recibía, suplicándole una llamada.


Recordaba una noche, más o menos un año después de empezar a trabajar para él. Se habían quedado trabajando hasta tarde en la oficina. Como siempre, Pedro la invitó a cenar. Después de comer, la sorprendió hablándole de un par de mujeres con las que había salido, lo cual le ofreció a Paula un nuevo atisbo de sus complicados procesos mentales. Estaban tomando el café cuando, en un raro estallido de curiosidad, ella le preguntó:
—He notado que Caroline Windsor te ha llamado con frecuencia en los últimos días. ¿Es que hay algún problema en vuestra relación?


Él dio un respingo, y Paula deseó haberse mordido la lengua.


—El problema es que ella cree que tenemos una relación —contestó él con fastidio. Debió de percibir la sorpresa de Paula al oír su comentario, porque añadió—: Verás, Caroline siempre obtiene lo que quiere y lo que su padre puede comprarle, o sea, muchísimas cosas, dado el saldo bancario de Cárter Windsor. Se presentaba cada vez que su padre y yo nos reuníamos para planear su última, fusión empresarial, y se quedaba a comer con nosotros, sugiriendo con escasa sutileza que estaba libre para cenar.


Tomó un sorbo de café y Paula esperó que continuara su historia, porque le parecía buena. No había muchos nombres, o más bien ninguno que ella conociera, que no se sintieran halagados por el hecho de ser objeto de las atenciones de la señorita Windsor, atenciones que sin duda les darían la ocasión de intimar con la familia de Cárter Windsor.


Paula mantuvo la vista fija en el café, pues no quería que Pedro notara que sus comentarios habían despertado una curiosidad sin duda mórbida respecto a su vida amorosa.


— No pretendo excusarme por mi comportamiento — dijo él tras una larga pausa—. Caroline es atractiva, inteligente y divertida. Pero a veces resulta un tanto exigente. No le gusta que trabaje tantas horas, porque está acostumbrada a tener siempre un acompañante a su disposición. Cuando le expliqué que era muy libre de buscarse a otro, ya que yo no siempre podía estar a la altura de sus exigencias, se echó a llorar y dijo cosas de las que sé que se arrepiente. 
Comprendí que, dado que parecía creer que íbamos a comprometernos, debía salir de su vida inmediatamente. Y eso hice —su tono firme indicaba que había tomado una resolución—. Pero no estoy seguro de que ella me crea.


— ¿Por eso llama tanto? —preguntó Paula con una leve sonrisa. El se encogió de hombros.


— Supongo. Habrá descubierto que yo no iba a seguirle el juego cuando se negó a ponerse al teléfono las veces que encontré tiempo para llamarla. Supongo que quería ponerme celoso —sonrió de mala gana—. Pero eso no funciona conmigo.


—Entonces imagino que no buscas un compromiso a largo plazo, ¿no? —preguntó ella en tono ligero.


—Ya tengo uno —contestó él, recostándose cómodamente en la mullida butaca del restaurante.


Paula procuró disimular su estupor. No sabía de ninguna mujer que hubiera salido más de un par de meses con Pedro desde que trabajaba para él.


—Entiendo —dijo—. ¿La conozco?


Él sonrió.


—No se trata de una mujer, sino de la empresa, Paula. Pensaba que tú lo entenderías mejor que nadie.


—Ah —dijo ella, sintiéndose profundamente aliviada porque no se refiriese a otra mujer, lo cual era una estupidez por su parte. ¿A ella qué más le daba?


—Comprendí hace mucho tiempo —prosiguió él— que las relaciones amorosas nunca funcionan a largo plazo. 
Además, exigen demasiado tiempo y energía. Casi todas las mujeres que conozco buscan un marido o un padre para sus futuros hijos. Como yo no pienso ser ni una cosa ni otra, rara vez estoy con una mujer más de unos pocos meses.


Mientras el avión ponía rumbo al este, Paula recordó cada palabra que Pedro había dicho aquella noche. En aquel momento se había sentido en cierto modo aliviada por no tener que presenciar algún día cómo se casaba su jefe con una hermosa novia. Sin embargo, sus palabras le hicieron preguntarse por qué estaba tan seguro de que nunca se casaría. Unos años antes había tenido ocasión de captar un atisbo de su pasado, pasado que él guardaba celosamente. 


Un día que él estaba de viaje, Julia le había pasado una de sus llamadas.


— Soy Paula Chaves, la ayudante del señor Alfonso —dijo—. ¿Puedo ayudarlo en algo?


—No, a menos que por casualidad esté sentada en las rodillas de Pedro. Quiero hablar con mi hijo y pienso hacerlo. Así que pásemelo. Ahora mismo.


Pedro nunca hablaba de su familia. Por alguna razón, Paula siempre había tenido la impresión de que sus padres estaban muertos. Pero, obviamente, se equivocaba.


—Lo siento, señor Alfonso—dijo amablemente—. Pedro está de viaje. No volverá hasta finales de esta semana. ¿Quiere que le dé algún recado de su parte?


Oyó un nítido gruñido de fastidio antes de que el hombre dijese:
— Sí, ¿por qué no le dice una cosa? Pregúntele por qué nunca me devuelve las llamadas. Pregúntele por qué hizo como si yo fuera transparente la semana pasada, cuando salía de una de esas fiestas de postín en el hotel Marriott. Y pregúntele por qué se niega a verme, olvidando por completo los esfuerzos que hice durante años para sacarlo adelante. Paula contestó en tono vacilante: — Sí, señor Alfonso, le daré su mensaje. —Y dígale que espero tener noticias suyas en cuanto regrese a la ciudad. —Lo haré —dijo ella suavemente. —Ah, y para que se entere: no me llamo Alfonso. Me llamo Harold Freeland —colgó el teléfono bruscamente y Paula dio un respingo, asombrada.


Anotó cuidadosamente todo lo que el hombre le había dicho y puso la nota en medio del escritorio de Pedro para que la viera en cuanto regresara. La primera vez que entró en su despacho tras su vuelta, vio que el mensaje mecanografiado estaba en la papelera, hecho una bola. Ninguno de los dos mencionó la llamada ni la nota. Paula nunca se había creído con derecho a preguntarle por sus padres, y Pedro, ciertamente, no parecía inclinado a darle explicaciones.


¿Lo había criado su padre? ¿Qué le había sucedido a su madre? ¿Tenía la relación de sus padres algo que ver con el rechazo que sentía hacia el matrimonio? Quién sabía.


Aquella llamada fue la única oportunidad que tuvo Paula de vislumbrar su pasado. Tenía la impresión de que entendería mejor a Pedro si este le hablaba de su infancia, pero nunca parecía dispuesto a hacerlo.


Por otro lado, se había mostrado sumamente afectuoso cuando a la madre de Paula le diagnosticaron una enfermedad mortal. Le dijo que se quedara en casa para cuidar a su madre y siguió pagándole el sueldo a pesar de las protestas de Paula. Además, se hizo cargo de los gastos médicos que el seguro de su madre no cubría. Paula quedó destrozada porque no pudo quedarse con su madre más que unas pocas semanas antes de que esta sucumbiera a la enfermedad. Ella se encargó de los trámites del entierro, lo cual era lógico, pues su hermano, la familia de este y su hermana, que era soltera, vivían en California. Ella era la única que había permanecido con su madre hasta el final



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