sábado, 30 de julio de 2016
¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 20
Quizás él sentía lo mismo. La reforma de la casa tenía preferencia sobre el deseo pasajero que había sentido por ella. Estaba claro que algo había cambiado entre ellos. Al cabo de dos semanas estaban hablando como dos adultos civilizados.
Sam y Rebecca estaban mucho por allí. No solo eran amigos, sino socios de su negocio de internet y, mientras buscaban una casa propia, se habían trasladado a la zona de huéspedes donde había estado el establo.
Habían comenzado las vacaciones escolares y Dario se pasaba los días con Eliot en los ordenadores o dando patadas a algún balón. A veces, Rebecca los llevaba al Museo de Ciencias o cosas similares y Paula podía concentrarse en la casa. Se quedaba tranquila porque apreciaba la sinceridad de Rebecca.
Ambas se gustaban y Rebecca a menudo le pedía que la acompañara a ver casas. A Paula no le importaba ir. Además era útil para su trabajo ver ejemplos de decoración.
Aunque le quitaba tiempo a su trabajo, Pedro no se había quejado. De hecho era el cliente más llevadero que había tenido. Un día lo comentó con Rebecca.
—En nuestra última empresa, a todo el mundo le gustaba Pepe —exclamó Rebecca. Cuando la vendió, algunas personas lloraron. Especialmente las mujeres.
—Me lo puedo imaginar.
—No porque tuviera relaciones con alguna. No salir con sus empleadas es una de sus reglas de oro. Hubo otras mujeres, claro. Salió con una abogada muy importante durante un año más o menos. No sé lo que vería en ella. Aparte de la belleza de su cara, su magnífico cuerpo y su coeficiente intelectual —Paula se rio—. Yo la odiaba —le confió Rebecca—. Y Sam también. Bueno, cuando no le miraba las piernas.
—A Pedro debía de gustarle —razonó Paula.
—Supongo… —Rebecca no parecía muy convencida—. Me lo pregunto. Tengo la teoría de que cuando los tíos no están preparados para sentar la cabeza, inconscientemente buscan a mujeres que les gustan solo un poco. Así no corren peligro de enamorarse.
—¿De veras crees que los hombres son tan complicados? —preguntó Paula riendo.
—Quizás no. Y el tuyo, ¿cómo era?
—¿El mío?
—Sí, el padre de Dario.
—Oh… —Paula no quería mentirle a su nueva amiga.
—Mira… —Rebecca intuyó que dudaba—. No importa si no quieres decírmelo. Pensé que a lo mejor tenías ganas de contármelo.
Paula no quería. No podía. Pero no deseaba ofender a su amiga.
—Era muy joven. Un italiano que conocí durante unas vacaciones en Roma. Ya sabes…
—Te crees que estás enamorada y resulta que solo era deseo.
—Algo así.
Rebecca la miró y vio que estaba avergonzada.
—Oye, amiga mía, no voy a pensar mal de ti por eso. Ocurre en las mejores familias. Pero no le digas nada a Sam. Él cree que yo era virgen.
Paula se asombró ante esa confidencia, pero se dio cuenta de que era una broma cuando Rebecca empezó a reírse.
—Me estás engañando.
—Siempre te pillo, señorita Chaves. ¿Puedes imaginar que hoy en día algún hombre espere casarse con una virgen? No sería normal. Una se quedaría pensando si se había perdido algo.
—Pero, ¿y si el primero es lo más, y no tienes que quedarte pensando? Con los demás sabrías que te estás perdiendo algo.
Rebecca tardó un poco en entenderla.
—¿Estás hablando por experiencia propia? —preguntó Rebecca.
Paula podía haber contestado sin dar nombre ni detalles.
Pero de repente no tuvo valor.
—No. Era solo una suposición. Tienes que girar a la izquierda, creo —dijo para distraer a Rebecca—. El pueblo está a una milla.
—¡Malditas marchas! —dijo Rebecca cuando redujo velocidad para seguir las instrucciones de Paula, que buscaba en el plano el lugar exacto de la casa que iban a ver.
Paula pensó que tenía que tener más cuidado. Podían gustarle las amistades de Pedro pero debía recordar cómo eran. Y Rebecca era tan discreta como el voceador del pueblo.
Ese era un hecho que Pedro conocía, porque un día le comentó:
—Tú y Rebecca os lleváis muy bien, ¿verdad? ¿Qué te ha estado diciendo de mí?
Paula se sonrojó.
—¿Qué te hace pensar que me ha estado diciendo algo?
—Rebecca es encantadora, divertida y muy buena amiga, pero también habla por todos los Estados Unidos.
—No ha dicho gran cosa…
En realidad Rebecca le había contado muchas cosas. Sobre su vida en Estados Unidos, sus novias, sus coches, sus negocios. Era difícil hacerla callar y ella tampoco lo había intentado.
—¿Qué te apuestas? —sonrió con ironía pero no pareció enojado—. Solo espero que no me haya hecho parecer un donjuán.
—¿Porque lo eres, o porque no lo eres? —ella no pudo resistir la ocurrencia.
—Una pregunta interesante —pero que no se molestó en contestar. Ella tampoco insistió. Sabía cuándo estaba pisando terreno peligroso. Comenzó a ordenar los muestrarios de telas y papeles que había llevado para mostrarle. Él estaba de pie, mirándola, y la ponía nerviosa—. De todos modos, me preguntaba si necesitas dinero.
—¿Para pagar las cortinas? —preguntó—. ¿No puedo usar la tarjeta?
—Sí, claro. Quería decir un anticipo.
—Ah… —él ya le había hecho alguna entrega sobre los honorarios que habían negociado.
¿Negociado? La manera más extraña de hacer negocios.
Ella había pedido su tarifa habitual. Él le había dicho que pedía demasiado poco y le había sugerido lo que debía pedir. Parecía una cantidad demasiado alta pero aceptó su consejo y modificó su oferta. Entonces él le rebajó un cinco por ciento.
En realidad la estaba enseñando, como lo había hecho siempre. La preparaba para el gran mundo. Para que otro Edward Claremont no la engañara.
—Por ahora no me hace falta. Aún tengo.
—De acuerdo —respondió él—. Y puedes rezar para que mi empresa no se vaya al garete.
—¿Por qué? —Paula lo miró asombrada—. ¿Es una posibilidad?
—¿Por qué? —repitió él, mirándola—. ¿Dejarías de amarme?
Era una broma. Paula lo sabía, pero contestó:
—No te amo ahora. Y sí, de acuerdo, lo he entendido.
—¿Qué has entendido?
—Que hay que agarrar el dinero y echar a correr.
—Bueno, pero borra la parte de echar a correr. Tengo muchas más habitaciones para hacerte quedar.
Era otra broma. No habían hablado de decorar el resto de la casa, pero la forma en que él la miró hizo que se le borrara la sonrisa.
—No sé si seré capaz de cumplir con las reglas —dijo él en voz baja.
—¿Reglas? —lo había repetido como una idiota.
—¿No te acuerdas? —sonrió él—. Podría refrescarte la memoria.
—Yo… No —Paula tragó saliva cuando sintió los dedos de él sobre su mano.
El corazón le dio un vuelco. ¿Cómo se podía desear y temer una cosa al mismo tiempo?
Ella intentó disimular sus emociones, pero él las adivinó y le acarició la mejilla.
Ella susurró:
—Por favor, Pedro.
Él sabía que era una petición de que parara, pero le acarició la cabeza.
—¿Por qué estás tan segura de que voy a lastimarte? Eso es lo que piensas, ¿verdad?
«Porque lo hiciste antes y ni siquiera te diste cuenta», pensó ella. Cerró los ojos para no sentir la intensidad de su mirada.
No quería que viera dentro de su alma.
—No podría lastimarte, sintiendo lo que siento —le susurró.
La voz de Pedro, llena de deseo, la hizo estremecer. Ella sentía lo mismo, solo que ella sentía mucho más. Por fin se lo reconocía a sí misma.
—No puedo hacerlo —gimió.
Pero ya estaban haciéndolo.
Bocas buscándose y encontrándose, los brazos de él como cadenas abrazándola y sus labios duros y calientes sobre los de ella. Deseo convirtiéndose en pasión en el choque de dientes y lenguas, saboreándose. Y los corazones, acelerados, palpitantes mientras los cuerpos se esforzaban por ser uno solo.
—Pepe, ¿estás ahí? —preguntó Rebecca entrando en la habitación.
Paula despegó su boca de la de Pedro, y se habría zafado de sus brazos pero él no la dejó.
—¿Querías algo, Rebecca? —preguntó él sin inmutarse.
—Sí, pero puede esperar —contestó ella, sonriendo mientras se volvía hacia la puerta.
—No, Rebecca, ¡no te vayas!
Rebecca los miró a los dos.
Haciendo un esfuerzo, Paula se zafó de los brazos de Pedro y recogió su trabajo a toda prisa.
—No pasa nada, Pau —dijo Pedro intentando tranquilizarla. Pero ella ya estaba llegando a la puerta cuando se le escurrieron unos dibujos de la carpeta. Trató de agarrarlos pero se le cayeron y soltó toda la carpeta—. ¡Paula! —¿era preocupación, reprimenda o sorpresa?
Paula no se quedó para averiguarlo e, ignorando la expresión de perplejidad de Rebecca, salió corriendo a refugiarse en la casita.
No había sido una reacción muy adulta.
¿Y qué si Rebecca los había sorprendido? Ninguno de los dos estaba casado.
Los dos eran mayores de edad. Y Rebecca no iba a escandalizarse porque otra chica tonta se hubiera enamorado de Pedro.
¿Enamorado? ¿Quién había dicho que se hubiera enamorado?
El que se derritiera cada vez que él la rozaba no quería decir nada. Era lo que decía el acosador de Dario. Ella era una bruja cursi. No era muy halagador, pero ¿cómo explicar si no su conducta?
«Lo amas».
«No, no lo amo».
«Sí lo amas».
«Tonterías».
«Siempre lo has amado y siempre lo amarás».
«Cállate».
—Sí, ¡cállate! —exclamó Paula en voz alta al darse cuenta de que estaba hablando sola.
Sonó el timbre. Pensó en esconderse, pero luego decidió abrir, pensando: «Acabemos de una vez. Le diré lo que puede hacer con el trabajo ahora que él ha roto todas las reglas».
—Desapareceré, si quieres —ofreció Rebecca cuando vio la cara de furia de Paula.
La cara de furia era para Pedro y se sintió aliviada al ver a Rebecca.
—No voy a sentirme menos idiota.
—¿Porque vi cómo Pedro y tú os besabais? —dijo Rebecca sonriendo—. Esa no es razón para sentirse idiota… Ni siquiera sé por qué me sorprendí.
—Probablemente porque pensaste: Aquí está mi apreciado Pepe., atractivo, inteligente y mega rico —sugirió Paula con intención—. Y aquí está esta chica inglesa, normalita, no tan inteligente y con un hijo de diez años como equipaje.
—Fue tu Pedro antes de que fuera el mío —apuntó Rebecca—. En cuanto a que tú eres normalita, me moriría por ser tan normalita como tú, Paula Chaves.
Paula aceptó el cumplido pero hizo una mueca.
—Veo que no pones ninguna objeción a lo de no tan inteligente.
—De acuerdo, eres Einstein —dijo Rebecca en tono burlón—. Seas como seas no te hagas de menos. Acéptalo. El tipo está loco por ti.
Paula no sabía cómo Rebecca había llegado a esa conclusión, pero la rechazó con un respingo.
—¿Quién crees que me ha mandado venir? —continuó Rebecca y Paula se encogió de hombros—. Pedro cree que lo ha estropeado todo y que tú estás a punto de desaparecer.
—Ya veo —Paula estaba segura—. Así que cree que va a quedarse con la casa a medio terminar.
Rebecca suspiró.
—Si crees eso no conoces a Pepe.
—¿No? —preguntó Paula contrariada—. Te olvidas que fue mi Pedro Alfonso mucho antes de que tú lo conocieras y que yo supe de la forma más dura lo indiferente que puede ser.
Había dejado entrever mucho más de lo que quería y Rebecca ató cabos.
—Él fue el primero, ¿verdad? El que tú mencionaste.
Paula maldijo la agudeza de su nueva amiga y recordó de quién era antigua amiga.
—Lo siento. No sé de qué me estás hablando.
—Aquel día en el coche —le recordó Rebecca—. Íbamos a ver una casa. Yo decía que todos deberíamos tener varias experiencias antes de emparejarnos y tu dijiste…
—Nada muy importante, supongo, ya que no me acuerdo. Y ahora si has terminado tu discurso… es decir su discurso, te diré el mío. O sea que toma notas… Por mucho que quiera desaparecer, necesito este trabajo. Necesito el dinero y necesito la experiencia. Sin embargo, si el señor Alfonso continúa acosándome…
—¿Acosándote? —Rebecca abrió los ojos con incredulidad—. ¡Venga! ¿No esperarás que le diga eso?
—¿Cómo lo llamarías, entonces?
—Pues desde dónde yo estaba, cariño —contestó Rebecca—, parecía que disfrutabas con el acoso.
Paula se sonrojó. ¿De qué lado estaba Rebecca? Del suyo, claro.
—Es mi jefe —dijo Paula—. ¿Qué querías que hiciera? ¿Darle una bofetada?
—¿Así que tú tenías que sonreír y aguantarlo? Pobre pequeña Paula.
—De acuerdo. Yo no me resistía. Es un hombre atractivo y sabe besar. Pero eso no quiere decir que yo quiera que me utilice como entretenimiento sexual cada vez que le apetezca.
—Pero, ¿y si sus intenciones son serias?
—No lo son.
—Pero suponte que lo son —Rebecca no se daba por vencida.
—Entonces estupendo —Paula respondió—. Puede ponerse de rodillas y pedirme que me case con él, y viviremos felices para siempre jamás.
Paula estaba siendo sarcástica y Rebecca lo sabía, pero preguntó con cara de inocencia:
—¿Quieres que le transmita todo eso?
—¿Quieres que te asesine?
Rebecca sonrió.
—Entonces, ¿qué le digo? ¿Que no más juegos de manos o que te irás?
—En resumen, sí —confirmó Paula—. Aunque te agradecería que lo dijeras de una forma más sutil.
—Sin problemas. Me llamo Sutileza.
—Gracias —el agradecimiento de Paula era verdadero aunque dudaba que Rebecca fuera capaz de ser discreta.
Al parecer todo funcionó porque Pedro no apareció ni el resto del día ni el siguiente.
Finalmente Rebecca, después de que Dario y Eliot se fueran, aprovechó para darle un mensaje.
—Pepe dice que siente mucho haberse comportado mal, y que de ahora en adelante hará lo posible por actuar con moderación.
Paula se tranquilizó.
—Puedes decirle que acepto sus disculpas y que continuaré trabajando para él hasta que termine mi cometido.
—De acuerdo —aunque Rebecca estaba seria se notaba que estaba a punto de reírse.
—¿Qué te divierte tanto?
—Me siento como la alcahueta de un melodrama victoriano —rio Rebecca—. No te preocupes, informaré al señor Alfonso de tus intenciones. Aunque si quieres mi opinión…
—Gracias, pero no —la interrumpió Paula.
Rebecca hizo una mueca.
—Curiosamente, Pepe. tampoco quiso mi opinión —dijo Rebecca sonriendo—. Supongo que hay gente a la que no se puede ayudar.
Paula le devolvió la sonrisa.
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