miércoles, 18 de mayo de 2016

SEDUCIENDO A MI EX: CAPITULO 10




Paula se dijo que debería haber estado preparada para algo así, pero al ver a Pedro de nuevo notó que le flaqueaban las fuerzas.


-¿Ah, sí? -dijo abriendo el maletero del Range Rover y comenzando a descargar la compra-. No recuerdo haberlo invitado.


-Así es -dijo Pedro enfadado-, pero parece ser que por aquí la gente se presenta sin esperar a que se la invite.


-¿Cómo dices? -dijo Paula cuando lo tuvo cerca.


-Olvídalo -contestó Pedro agarrando unas cuantas bolsas y yendo hacia la casa.


-¿Cuánto tiempo lleva aquí? -le preguntó Paula a su hija cuando Pedro hubo desaparecido en el interior.


-No mucho -contestó Emilia-. ¿No te alegras de verlo?


A Paula no le dio tiempo de contestar porque Pedro había vuelto a salir.


-Volveré mañana -dijo abrochándose la cazadora-, cuando estés de mejor humor.


-¡Espera! -dijo Paula sin saber por qué-. ¿Has... cenado?


-Yo le iba a preparar algo -intervino Emilia-. De hecho, ya le había preparado la mesa y le había dicho que se podía tomar la quiche, pero él me ha dicho que no sabía si a ti te iba a hacer gracia.


«Muy bien dicho», pensó Paula.


¿Por qué no las habría dejado en paz desde un principio? 


Una cosa era prestarles el coche y otra estar tan presente, de repente, en sus vidas.


Claro que, si no hubiera sido por él, ¿cómo habría llevado su madre instalarse en Mattingley?


-Seguro que hay algo un poco más apetitoso que quiche fría -dijo entrando en la casa.


Pedro la siguió y Paula supuso que era por la insistencia de Emilia. Al llegar a la cocina, se quedó perpleja de ver que su hija ya lo tenía todo dispuesto.


-No ha sido idea mía -le aseguró Pedro.


-Te creo -contestó Paula-. Hay carne si prefieres -intentó sonreír.


Pedro entendió su esfuerzo por hacer las paces y asintió.


-La quiche está bien -contestó no queriendo hacer de menos a la niña-. ¿No prefieres que cene en el pub? Voy a dormir allí y...


-¿Has reservado habitación?


-Todavía, no -admitió Pedro.


-¿Por qué no se queda papá a dormir aquí? -intervino Emilia.


Paula dio un respingo.


-Porque, a lo mejor, a él no le apetece -contestó mirando a Pedro-. A lo mejor, ha venido con su... amiga, la señorita Duncan.


-Marcia no está -dijo Pedro-. Emilia, lo que tu madre está intentando decir es que prefiere que no me quede.


-Yo no he dicho eso -contestó Paula indignada-, pero me pica la curiosidad. ¿Por qué has elegido pasar otro fin de semana aquí en lugar de... haciendo lo que hagas los fines de semana?


Iba a decir «en la cama de tu novia», pero se había mordido la lengua a tiempo por el bien de Emilia.


-Marcia está en Jamaica -contestó Pedro leyendo entre líneas.


-Qué bien -murmuró Paula.


-¿Dónde está Jamaica? -preguntó Emilia acabando con la tensión existente entre los adultos.


-En las Indias Occidentales -contestó Pedro quitándose la cazadora-. ¿Sabes dónde está eso?


-No tiene tanta experiencia como tú -intervino Paula secamente.


-Claro que lo sé -contestó la niña presintiendo que sus padres se iban a poner a discutir de nuevo e intentando evitarlo-. Las Indias Occidentales están en el Caribe.


-Muy bien -dio Pedro.


-¿Has estado allí alguna vez? -preguntó Emilia.


-Sí, y tu madre también.


-¿Ah, sí, mamá?


Paula detestó a Pedro por sacar el tema. Habían pasado su luna de miel en Jamaica. Había sido un viaje que les había costado una fortuna, habían invertido en él hasta el último centavo que tenían entonces, pero había sido maravilloso.


-Una vez -admitió-. Supongo que tu padre habrá estado muchas más y en lugares mejores que el Pine Key.


-Te acuerdas -dijo Pedro


Paula se sonrojó.


-Será porque no tengo miles de viajes en la cabeza para confundirme -contestó de forma arisca-. Desde el nacimiento de Emilia, en esta casa no hubo dinero para viajar.


Entonces fue Pedro quien se sonrojó.


-No sé por qué -dijo con dureza-. Cuando nos separamos, me dio la impresión de que te quedabas en una buena posición -añadió a pesar de que la niña estaba delante.


Paula reprimió las ganas de llorar. Aquello no era cierto. Era verdad que le había comprado la casa de Londres y que le pasaba una mensualidad generosa, pero el colegio de Emilia y la enfermedad de su madre se lo comían todo y de eso Pedro no sabía nada.


Metió la comida en el frigorífico y oyó que Pedro se levantaba de la silla en la que se había sentado poco antes. 


Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir.


Pedro se iba. A pesar de que Emilia estaba llorando, su padre había decidido irse.


-Me voy -anunció.


-Muy bien -asintió Paula.


«Es mejor así», se dijo.


¿Por qué no volvía a Londres? Cada vez que aparecía en sus vidas no llevaba más que dolor y desilusión.


Le pareció que se sacaba algo del bolsillo y lo dejaba sobre la mesa, pero Emilia estaba llorando a pleno pulmón y Paula solo podía pensar en cómo iba a hacer para consolar a su hija.


Emilia salió corriendo tras él y Paula se fijó en que lo que había sobre la mesa era un fajo de billetes.


Indignada, Paula se los guardó con la intención de devolvérselos en cuanto volviera a verlo.



***


Pedro estaba mirando por la ventana de su habitación en el Black Bull cuando amaneció. La calle estaba desierta. Ni siquiera el lechero estaba haciendo la ronda.


No era que le importara demasiado la actividad de aquel pueblo del que quería irse cuanto antes, la verdad. No estaría allí de no ser por Emilia. En un arranque de locura, le había prometido a la niña no regresar a Londres la noche anterior, pero tan pronto como pudiera pagar la habitación, se iría.


Estaba muy claro que Paula no lo quería allí. Debía de tener nuevos amigos o... viejos. Pedro sintió una punzada de celos ante aquella posibilidad.


Entonces, ¿por qué no se decidía a decirle de una vez por todas que quería el divorcio? Eso era lo que él quería y lo que Marcia esperaba.


El problema era que lo que había ocurrido recientemente hacía que viera a Marcia de otra manera. Aunque seguía decidido a recuperar su libertad, no estaba tan seguro de. querer casarse con una mujer que había mostrado tan poca comprensión hacia una niña inocente.


Porque Emilia era inocente, completamente inocente, y Pedro no quería que sufriera.


«Pero va a ser imposible», pensó.


Desde luego, Paula lo había hecho muy bien. Lo conocía y sabía que no le costaría conseguir que se encariñara con la niña. Emilia estaba convencida de que era su padre y, por mucho que él lo negara, lo iba a seguir creyendo.


A no ser que, como le había aconsejado Santiago, se hiciera las pruebas de ADN. Era muy fácil. Solo se necesitaba una muestra de saliva. Emilia se daría cuenta de que era él quien decía la verdad y no su madre.


Pedro se estremeció. Estaba en calzoncillos y hacía fresco, así que decidió irse a duchar. Cuando se disponía a alejarse de la ventana, vio a lo lejos un Range Rover que se acercaba por la calle principal a bastante velocidad.


Se paró ante la posada bruscamente y de él bajó Paula.


Pedro se apresuró a ponerse una camisa, pero no le dio tiempo. Llamaron a la puerta y decidió abrir tal y como estaba.


-Oh -dijo Paula sonrojándose-. Estás despierto.


-¿No querías que lo estuviera? -contestó Pedro viendo que llevaba en la mano el dinero que le había dejado la noche anterior sobre la mesa.


Paula suspiró y le dio los billetes.


-Da igual -contestó-. Toma.


Pedro no hizo amago de aceptar el dinero.


-Por favor -insistió Paula.


-Es para ti -le dijo.


-Ya lo sé, pero nunca he sido una avariciosa y no pienso empezar a serlo ahora. Sé que estás ayudando a mi madre, pero no quiero nada más. La mensualidad que le pasas a Emilia es suficiente.


-La mensualidad es para ti, no para Emilia -contestó Pedro enfadado-. Y lo sabes.


-Lo que tú digas -dijo Paula-. En todo caso, no quiero esto.


Pedro apretó las mandíbulas.


-Pasa para que hablemos -dijo Pedro sintiendo frío de nuevo.


-No -dijo Paula -. No hay nada de lo que hablar. Simplemente, toma el dinero.


Pedro se fijó en que parecía tan cansada como él. 


¿Tampoco habría dormido? Desde luego, llevaba la misma ropa que el día anterior.


¿Habría sido por su culpa?


Pedro alargó la mano haciéndole creer que iba a aceptar el dinero, pero lo que hizo fue agarrarla de la muñeca y meterla en su habitación.


La había tomado por sorpresa y el brusco movimiento la hizo perder el equilibrio, así que Pedro tuvo que agarrarla para que no se cayeran los dos al suelo.


¡Qué error! ¡Qué gran error! Pedro miró aquellos maravillosos ojos azules y sintió que se excitaba. Sin poder evitarlo, la apretó contra sí.


-Por favor, no... -dijo Paula.


Pero Pedro ni la oyó. Los instintos más primitivos se habían apoderado de él. Se moría por sentir su lengua, así que le acarició el cuello y le separó los labios con el pulgar.


Paula intentó resistirse, pero Pedro no entendía de sentido común en aquellos momentos. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros y se lo acarició con fruición.


-Lo deseas tanto como yo -le dijo con voz ronca-. Por eso has venido. Porque sabías lo que iba a pasar.


-Estás loco...


-¿De verdad? -dijo apretándola más para que sintiera su erección-. ¿No será que he dado en el blanco?


-Solo he venido a devolverte el dinero -insistió Paula poniéndole las manos sobre el pecho.


Su intención había sido apartarlo, pero inexplicablemente se le cayeron los billetes al suelo.


-Olvídate del dinero -susurró Pedro mordisqueándole el cuello.


Paula le apretó los pezones y Pedro perdió el control por completo.


La deseaba tanto, que estaba mareado. Le separó las piernas y buscó su lengua. Paula lo besó con pasión haciéndolo suspirar de placer.


Paula sintió que el corazón le latía aceleradamente. Cuando Pedro le levantó el jersey, descubrió que estaba sudando tanto como él y que, con las prisas, se había olvidado de ponerse sujetador.


Pedro le acarició los pechos mientras pensaba que aquello era solo sexo. Seguro que Paula, dada su experiencia, lo entendía. Solo quería acostarse con ella.


Sin embargo, le quitó el jersey y la acarició con ternura. 


Jugueteó con sus pezones y disfrutó al verla arquearse de-placer.


Cuando la volvió a besar, la respuesta de Paula fue tan ardiente como había querido. Se había entregado por completo y había perdido la vergüenza.


Pedro se dio cuenta de que no iba a aguantar mucho más. 


Quería estar dentro de ella, sentir su humedad. Quería conducirla al orgasmo, alcanzarlo juntos...


Sin dejar de besarla, la condujo a la cama encantado de que Paula no opusiera ningún tipo de resistencia.


La sentó y se dedicó a formar una estela de saliva sobre sus pechos. Cuando llegó a los pezones, la oyó gemir, lo que fue un potente afrodisiaco. Le desabrochó los pantalones y deslizó la mano bajo la cinturilla de las braguitas.


Estaba húmeda. De hecho, las braguitas estaban empapadas. Pedro la acarició hasta que encontró el punto que más le gustaba y, entonces, sintió que la necesidad de Paula era igual a la suya.


Se apartó y le quitó los pantalones y la ropa interior. Se apresuró a liberarse de los calzoncillos y se tumbó sobre ella.


Paula abrió las piernas y le acarició la erección. Pedro jadeó de placer.


-No puedo más -confesó introduciéndose en su cuerpo y llenándola como llevaba deseando hacer desde que la había vuelto a ver.


Fue casi como hacer el amor con una virgen. Hasta el punto de que, cuando se metió por completo en su cuerpo, Paula gritó de dolor.


-¿Te he hecho daño? -preguntó Pedro preocupado.


-No, no -le aseguró Paula tragando saliva.


Satisfecho, Pedro comenzó a moverse de nuevo.


El placer era tan intenso que, a pesar de querer que durara mucho, Pedro no pudo evitar alcanzar el orgasmo demasiado pronto.


Se dio cuenta entonces de que desde el principio había querido colmarla con su semilla. Si era un pecado, estaba dispuesto a aceptar el castigo como un hombre, pero tendría aquello como recuerdo.


Cuando iba a alcanzar el climax, notó que el interior de Paula se tensaba. Notó sus uñas en los hombros y sus piernas en la cintura.


«Vamos a ir juntos hasta el final», pensó.


Estremeciéndose de placer, levantó la cara de sus pechos y pensó que no podía arrepentirse de lo sucedido.


«Es mía», se dijo triunfal.


Era la única mujer a la que había amado de verdad.


Paula tenía los ojos cerrados y Pedro rezó para que los abriera. Quería decirle lo que le había pasado, que se acababa de dar cuenta de que la quería, pero Paula parecía dormida y no quería despertarla.


«¿Y Emilia?», se preguntó observando a Paula.


¿Podía ser él su padre? ¿De verdad lo quería saber? ¿No sería más fácil aceptar que era hija de Paula y que ya solo por eso la quería?



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