lunes, 8 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 25





Paula no dejaba de pasearse por su dormitorio. 


Necesitaba ver a Pedro, lo necesitaba verdaderamente. 


Estaba desesperada por pasar la noche con él. ¡Aaarrggg! 


Quería a ese hombre dentro de su cuerpo esa noche y ni su hermano ni todas sus amenazas lo iban a estropear. Se miró de nuevo en el espejo para observarse con ojo crítico. Si algo había aprendido de Clara, era a tomar las riendas de su destino cuando la situación lo aconsejaba. Como en ese momento. Desde su breve interludio amoroso con Alfonso en el despacho de Ricardo, estaba que se subía por las paredes. Su deseo estaba haciendo estragos en sus delicados nervios, por lo que había decidido ir al encuentro de su ahora ya prometido. ¿Cómo pensaba Ricardo que iba a esperar hasta estar casados para volver a estar en los brazos de su hombre? Ni hablar, lo quería, es más, lo necesitaba; su cuerpo insatisfecho le pedía a gritos que fuera a buscarlo, y eso es lo que pensaba hacer.


Pedro le había dicho antes de marcharse que pasaría la noche en su club, junto con Julian, celebrando que dentro de unas semanas sería un hombre felizmente casado, emborrachándose junto a su amigo, pasándolo en grande.


Ella también iba a pasarlo en grande esa noche.


¡Ay, madre! «Soy una mala mujer —se dijo sonriendo—, y me gusta serlo, qué diantres, me encanta.»



****


—Lord Alfonso —le dijo el camarero atrayendo su atención—, le espera un mensaje en el vestíbulo.


—¿Un mensaje? —preguntó extrañado mirando a Julian—. Pensé que no tendría más mensajes de ningún tipo durante algún tiempo.


—Espero que no sean malas noticias.


—Nunca se sabe —respondió mientras se tomaba el coñac de un trago y pedía que le sirvieran otra copa—. ¿No puede traerme el mensaje hasta aquí?


Pedro estaba contrariado. ¿Por qué debería molestarse en hacer caso a ningún mensaje, nota o requerimiento de alguien? Por fin sus asuntos habían quedado resueltos, y pronto, afortunadamente, se casaría con la mujer que amaba. Una mujer a la que no veía desde esa mañana, cuando la dejó en casa de Hastings. Desatendida.


—Según el mozo —repuso el adusto y educado hombre—, debe ser entregado personalmente, y en un lugar discreto, por eso me he tomado la libertad de acompañar al joven a una salita privada.


—Deberías ver de qué se trata —le aconsejó Julian intrigado, y a la vez preocupado porque volvieran a reaparecer los misteriosos accidentes contra Alfonso—, tal vez ha ocurrido algo en Moscú que precise de tu atención inmediata.


El apuesto hombre rubio no dijo nada, sino que simplemente se quedó mirando a su amigo, comprendiendo que éste tenía razón. Podría haber sucedido algo, nunca se sabía qué podía pasar en el país de su padre, y quizá debería no ignorar ese mensaje.


—Está bien —aceptó levantándose con cara de pocos amigos—, indíqueme el lugar,por favor.


Qué remedio, no podía hacer como si nada ocurriese, su 
vida era algo fuera de lo común debido a sus orígenes.


—Por aquí, lord Alfonso.


Y siguió al hombre con cara de pocos amigos.


Pedro observó al jovencito, con ojo crítico, mientras el camarero cerraba la puerta de la pequeña salita y los dejaba a solas. Iba vestido como un mozo de cuadras; sin embargo, estaba completamente aseado y, eso, lo puso en guardia. 


Por lo visto, pensó, a pesar de la hora tan tardía, el chico no había tenido faena ese día, puesto que ni olía a caballo ni daba la impresión de haber estado trabajando duramente en las cuadras de algún establo. ¿Volverían los atentados o las intrigas a su recién conseguida tranquilidad?


El muchacho no era muy alto y, aunque parecía que las ropas fueran de alguien mayor en estatura, podía percibirse su extrema delgadez. También llevaba el cabello oculto en una enorme gorra que le llegaba hasta los ojos: enorme, como el resto de su atuendo. Ojos que se hallaban mirando al suelo en actitud sumisa.


Pedro recorrió con su mirada la estancia. Necesitaba reconocer el terreno, por si se veía obligado a actuar precipitadamente. Se encontraba inquieto, y se olía que aquel sujeto podría intentar agredirle de alguna forma. 


Observó la gran ventana, debajo de la cual había un pequeño sofá en tonos oscuros, sobrios, masculinos. 


Próximo a éste, la chimenea, sobre la que colgaba el retrato del fundador de aquel exclusivo club de caballeros londinenses. Poco más: una licorera, dos sillones orejeros colocados discretamente uno frente a otro y una pequeña librería detrás de éstos. La sala era pequeña.


De repente un movimiento captó de nuevo su atención y pensó que su indeseada visita podría intentar sacar un arma y dispararle; no obstante, una delicada risa lo hizo entrecerrar los ojos. Aquel no era un chico, sino una chica. Y tuvo un presentimiento que lo hizo sonreír. No. Negó para convencerse de lo absurdo de su idea, aquello no podía ser. 


Ninguna mujer estaría tan loca como para actuar de forma tan descabellada. «¿Ninguna? ¿De verdad lo crees?»


Tosió para llamar la atención de su mensajera.


Al parecer a ésta parecía no importarle lo que él tuviera que decir y, sin quitarse la horrible e inmensa gorra, empezó a despojarse de la chaqueta con movimientos pausados, sugerentes, mientras seguía manteniendo la vista clavada en el suelo, obligándolo a seguir sus movimientos con la mirada, intrigado y… acalorado. Acto seguido ella comenzó a desabotonarse la espantosa camisa de color marrón oscuro, para dejarla abierta sobre los hoscos pantalones, permitiendo de ese modo que Pedro devorase con la mirada parte del delicado, marfileño y suave torso de la joven, así como el nexo de unión de aquellos pequeños y ansiados pechos. Ansiados y conocidos. Ella procedió a desabrocharse los pantalones, asintiendo encantada cuando se deslizaron por sus caderas hasta el suelo, hasta caer alrededor de sus delgadas y torneadas piernas, cubiertas por aquellas botas altas, masculinas. Él no se movió de donde estaba parado, aunque tuvo que soportar un infierno para no hacerlo; simplemente, la observó con total desapego, aunque en realidad lo que quería era abalanzarse sobre ella, como le venían exigiendo sus partes bajas desde que la reconociera.


Paula alzó su mirada hacia él y, en un gesto totalmente invitador, se quitó la gorra mientras agitaba su cabeza, provocando que una cascada pelirroja cayera sobre ella mientras lo miraba, sin sus anteojos, con aquella clara y transparente mirada preñada de deseo.


—Le traigo su mensaje, milord —susurró con la voz cargada de sensualidad, mientras le sonreía descarada y colocaba sus bien cuidadas manos a cada lado de la camisa abierta.
—Y ese mensaje es…


Alfonso sabía que su autodominio estaba a punto decirle adiós, pero a pesar de ello se mantuvo donde estaba.


—Su prometida insiste en que cumpla su palabra.


—Mi palabra —tragó saliva—; lo haría con gusto si la mensajera me dijese cuál es mi deber.


Paula inclinó la cabeza hacia un lado y se acarició el ombligo con dedos juguetones.


—La señorita hizo algo por usted esta mañana; sin embargo, ella no recibió su recompensa, y desea preguntarle cuándo cumplirá su palabra.


Sintió cómo su miembro iba endureciéndose por segundos, pero se mantuvo donde estaba.


—Puede decirle a mi prometida... —estaba sudando y Paula no se lo ponía fácil con aquellos meticulosos movimientos de su mano, la cual en ese momento se encontraba muy cerca de su pubis—... que acudiré a su encuentro en cuanto pueda, puesto que ella no puede venir a este lugar, vedado a las damas.


La muy ladina sonrió aún más.


—Por ese motivo, milord, me encuentro yo aquí, para que me haga portadora de su mensaje y pueda hacérselo llegar a mi señora.


Pedro no se contuvo más. Se giró un momento para echar el cerrojo a la puerta para, acto seguido, volverse y correr al encuentro de Paula, quien se había quitado la camisa y lo esperaba con los brazos abiertos.


—Sabes que pueden echarme del club si te descubren aquí, ¿verdad? —le preguntó antes de darle un tórrido beso mientras ella lo ayudaba a desnudarse de cintura para arriba.


—No van a descubrirme —le dijo confiada—, soy tu mozo de cuadras.


Pedro soltó una sonora carcajada a la vez que corría a sentarse en uno de los sillones con ella a horcajadas sobre él. No podía esperar para sentirla engullirlo. Ni siquiera se paró a quitarse los pantalones, sólo se los desabrochó y la colocó encima de él, sin detenerse, hundiéndose completamente en ella y exhalando un gruñido de satisfacción al notar cómo ésta lo rodeaba con las piernas desnudas, enroscándose en su cintura y moviéndose enloquecida, mientras lo besaba sin descanso. Llegaron a acompasar tanto el movimiento de sus caderas que parecían un solo ser, un alma que ha encontrado a su mitad perdida, pegados el uno junto al otro mientras él se hundía y ella lo recibía, una y otra vez: mirándose a los ojos, conscientes del movimiento, del roce del pecho femenino contra el torso masculino, del sudor recorrerles entre las piernas, del sabor de su saliva, de todo. Hasta que alcanzaron un nivel espiritual cuando llegaron a la plena satisfacción.


—Quisiera tenerte así —le dijo el hombre apretándola contra su cuerpo— todos los días, todas las noches: a todas horas.


Ella se mordió el labio y cerró los ojos.


—Tú me provocas sensaciones, sentimientos desconocidos para mí hasta que te conocí —le confesó—, haces que mi cuerpo se derrita cuando me miras, me incendias cuando me tocas, y me haces querer ser libre para amarte.


—Ya lo eres —le dijo dándole un sonoro beso en la nariz—, pero ahora será mejor que nos vistamos y adecentemos un poco; yo volveré a ser el marqués y tú, mi mozo de cuadras —la miró a los ojos— y, si Dios quiere, todo saldrá bien y tu hermano no se enterará de nada.


Ella adoptó una actitud de total contrición.


—Mi pobre hermano jamás hubiese creído lo mala que puedo llegar a ser.


—Vamos —Pedro le dio un cachetazo en el trasero y la ayudó a levantarse y a vestirse mientras él hacía lo propio—. No tienes idea de las ganas que tengo de que estemos casados para evitar estas situaciones.


—¿Y perdernos la emoción? —preguntó traviesa mientras se volvía a introducir su espesa cabellera de fuego dentro de la gorra y se la incrustaba hasta debajo de las cejas.


—Eres incorregible.


Pedro la empujó por el trasero en dirección a la puerta de la salita, pero antes de abrirla volvió a besarla.


Justo cuando ambos cruzaban ésta, adoptados ya sus papales de caballero y criado, pensaron que su aventura había llegado a su fin.


Un final aterrador.


—¡Alfonso!


El mismísimo conde de Hastings, hermano de la protagonista de la lujuriosa escena en la que participó activamente minutos antes en la pequeña estancia, se dirigía hacia él acompañado por Julian.


Pedro contuvo el aliento antes de dirigirse hacia él como si la persona que estaba a su lado no fuese la hermana de éste.


—Hastings —lo saludó deseando terminar con aquello cuanto antes y que Paula saliera indemne de aquella situación—, créeme que no tengo tiempo, ni ganas, para otra de tus poco amistosas conversaciones.


Tal vez, si se mostraba indignado, éste se marcharía sin reconocer a Paula.


—Sólo quiero hablar contigo de los términos de la boda —le explicó malhumorado—, tenemos que negociar la dote de mi hermana.


—¿Tiene que ser ahora? —le preguntó molesto.


—Cuanto antes, mejor.


Ricardo tampoco quería hablar con él, pero era necesario, deseaba asegurarse de que su hermana no perdía derechos sobre su cuantiosa dote.


—¿Qué te ocurre? —intervino Julian preocupado—. Pareces acalorado, y yo diría que hasta asustado. ¿De qué trataba el mensaje?


Aquello pareció atraer la atención del Ricardo, y Pedro miró a su amigo apretando los labios. Claro que estaba asustado, quería evitar que descubriesen a Paula.


—Nada importante —contestó aparentando normalidad—, ya puedes llevar mi respuesta.


Se dirigió a Paula, quien interpretaba a la perfección su papel de mozo, para que tuviera la excusa que necesitaba para marcharse de allí. Ella no tardó en reaccionar y, asintiendo con la cabeza, que mantenía convenientemente gacha, se fue de allí con el corazón en un puño.


Sin embargo, el hombre, inconscientemente, se había quedado observando cómo ésta se marchaba, embelesado, y aquello llamó la atención de su futuro cuñado, despertando su curiosidad, por lo que se entretuvo en mirar con más detenimiento a aquel extraño criado, hasta que lo reconoció gracias al mechón pelirrojo que se escapaba de aquella enorme gorra y a los tropiezos del muchacho al andar.


Ricardo apretó los dientes e intentó respirar pausadamente.


—Algún día acabaré matándote, Alfonso.


Dijo esto antes de marcharse de allí para no provocar un escándalo, dejando a un sorprendido Penfried tras él, y a un culpable Pedro tras de sí.






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