—¿La has traído?
El hombre estaba verdaderamente furioso. Miró al otro con tal expresión de fiereza que, si éste hubiese negado haber realizado el encargo, estaba seguro de que podría haberlo matado.
—Por supuesto.
Julian se rascó la barbilla conteniendo la sonrisa, pero no hizo ningún gesto que pudiera indicarle a Ricardo que iba a darle lo que éste anhelaba. Estaba disfrutando con aquella situación; después de todo, no era su mujer la única que tenía un comportamiento atolondrado.
—Entonces…
El conde estaba que se subía por las paredes; iba a poner coto de una vez a aquella vergonzosa situación: si Alfonso quería casarse con su incontrolable hermana, allá él, pero lo haría esa misma tarde. Ya estaba harto de ir tras Paula como un viejo general, vigilando cada uno de sus pasos para que no acabara en la cama de su prometido a cada momento, pues ésta siempre conseguía escabullirse y él acababa sorprendiéndolos. No pensaba hacer el ridículo ni una sola vez más.
—¿De verdad es preciso todo esto?
Ricardo alzó las cejas mientras señalaba con la vista la planta superior de aquella casa.
—Supongo que sabes dónde nos encontramos —fue su escueta respuesta—; pues intenta frenar el escándalo ahora.
—Según Clara —confesó el otro con sorna—, estamos donde empezó todo.
Ricardo apretó los dientes.
—Y donde va a acabarse —farfulló—. Desde esta tarde Paula será responsabilidad de Alfonso, así me quito un peso de encima. Una vez casados —explotó—, que hagan lo que les venga en gana, pues será el marquesado el que estará en boca de todo Londres y no mi apellido.
—Bueno —tuvo que admitir Julian—, ahí sí que te doy la razón. Es mejor casarlos cuanto antes, esto está pasando ya de castaño oscuro.
—Pues eso.
—Aún no puedo creerme que estén en casa de Emilia a plena luz del día. —Miró a su amigo sonriendo interiormente—. ¿De verdad piensas casarlos aquí mismo?
La cara de estupefacción del hombre hizo que Hastings se calmara un poco mientras asentía con la cabeza.
—Créeme, Penfried —admitió el otro con congoja—, lo haré. Al parecer mi hermana es capaz de muchas cosas, cosas inimaginables para mí en una jovencita bien educada. Contra todo pronóstico, actúa de forma contraria a como yo pensaba.
Julian se acercó a su amigo y lo animó dándole una palmadita en la espalda mientras se sacaba unos documentos del bolsillo interior de su levita azul.
—Toma —le ofreció—, y démonos prisa, esto no me lo pierdo.
El otro tomó los documentos y los leyó despacio, como si no creyese que por fin iba a ponerle fin a su pequeña guerra familiar. Finalmente había conseguido aquella dichosa licencia especial: desconocía los hilos que Penfried había tenido que mover ni a quién sobornar, pero tampoco deseaba saberlo. El caso era que esa misma tarde iba a celebrarse una boda gracias a los dichosos papeles y Paula ya no sería responsabilidad suya, ni ella ni su reputación, lo serían de su marido. A Dios gracias, un problema menos.
—Vamos.
—Lo malo va a ser explicarle a mi mujer que he acudido sin ella a la boda de su amiga.
—No me digas.
Y los dos se dirigieron a la planta superior de la casa que regentaba Emilia.
***
—Por supuesto —asintió arrogante—. ¿Qué pensabas?
—La verdad es que nunca imaginé que podría llegar a conocerlo.
Ella lo miró intentando enfocar la imagen, ya que no llevaba puestos los anteojos.
Se mordió el labio, en un gesto que su prometido había llegado a adorar, y sonrió maliciosa. Pedro sintió cómo su masculinidad volvía a cobrar vida al verla en dicha actitud.
La muy malvada estaba sentada sobre él, completamente desnuda, sonrojada por la intensa mañana de sexo desenfrenado que habían disfrutado aprovechando que el hermano de ésta, y su amigo, habían salido de Londres la tarde anterior para atender unos asuntos en el campo.
Afortunadamente para ellos, Ricardo no regresaría hasta entrada la noche y, como les había puesto vigilancia en sus respectivas residencias, le habían alquilado una habitación a Emilia en aquel prostíbulo de alto standing; allí no se les ocurriría buscarlos a nadie y podrían pasar unas deliciosas horas sin ser interrumpidos, lo que llevaban haciendo hacía ya bastante rato.
Paula inclinó la cabeza hacia un lado, y se irguió un poco ante el hombre, mostrándole los pequeños y sonrosados pechos, mientras se colocaba sobre él, quien estaba cubierto por una delicada sábana de satén azul. No apartó la delicada tela puesto que, al contacto con ella, sabiendo que Pedro estaba al otro lado, completamente desnudo, se sentía ardorosa, excitada. Él estaba cubierto hasta la cintura, despeinado y somnoliento después del ajetreo de la mañana, pero sus partes bajas habían despertado en el instante en que su diosa de fuego se colocó sobre él: una pierna a cada lado de sus muslos, encima de su masculinidad, que daba saltitos incontrolados al roce, a través de la tela, con la feminidad de ella. Había descubierto que Paula era toda una aventurera en el arte del amor, y daba gracias por ello, desde luego que sí, aunque en momentos como aquel, cuando la encontraba completamente insaciable, dudaba de que pudiera llegar a viejo con tanta actividad.
Paula podía notar cómo el miembro del hombre se endurecía por segundos, y eso la extasiaba. Se sentía poseída por una pasión que la acaloraba y la sometía a sus deseos de yacer con él una y otra vez. Nunca se cansaba de tenerlo dentro de su cuerpo, de la forma que fuera. En esos instantes necesitaba rozarse con el bulto que sobresalía debajo de la tela, por lo que empezó a mover sus caderas, de forma juguetona, a la vez que gemía de placer.
—¡Ay, madre! —exclamó en voz alta.
Pedro la miró consumido por el deseo pero dejándola actuar, aunque, claro, llegaría el momento en el que no podría aguantarse las ganas de volverla a poseer.
—Siento un profundo calor al sentirte debajo de mí —le confesó la mujer sofocada mientras seguía meciéndose, rozándose.
—Como sigas moviéndote así… —le dijo mientras la tomaba firmemente de las caderas para dejarla quieta sobre él.
Sintió el calor que emanaba del centro de su cuerpo sobre su miembro erguido, cubierto por la fina tela.
Paula ya no pudo más. La sensación de ser consumida, de estallar en cualquier instante por aquel aluvión de estrellas que se apoderaba de ella cuando alcanzaba el clímax, le hizo inclinarse hacia la boca del hombre y devorarla violentamente mientras tiraba de la sábana hacia abajo. Se detuvo un instante a mirarlo como pudo al sentir el calor emanar de su hombría y, en un acto totalmente decidido, tomó la masculinidad del hombre y se la introdujo dentro del cuerpo, exhalando un suspiro de satisfacción al sentirse llena, completa.
—Ahora soy yo el que toma las riendas, querida.
Pedro la hundió todo lo que pudo sobre su cuerpo y, con las manos, la ayudó a moverse sobre él, entre jadeos y palabras susurradas al oído de la joven, que no hacían sino enardecerla aún más, hasta que, finalmente, sus movimientos fueron delicadamente rápidos, en busca de la ansiada culminación.
Cuando se relajaron, Paula siguió sobre él, con la cabeza apoyada en su hombro, totalmente exhausta, mientras Pedro le acariciaba el cuello en actitud totalmente cariñosa y entregada.
—No sabes cuánto desearía que ya estuviésemos casados.
—Créeme, puedo imaginarlo después de esto.
Él sonrió de forma pícara y Pau se sonrojó.
—Soy una mala mujer, ¿verdad? —le preguntó incorporándose un poco, esperando que él la reconfortase diciéndole que no, que era una mujer normal, con unos apetitos normales.
—Si no lo fueras, nunca —le dio un pequeño beso en la nariz—, nunca, me hubiese fijado en ti.
Ante ese comentario, Paula le dio un suave manotazo en el hombro con fingida indignación.
—No te lo discuto —admitió ella—, pero será nuestro secreto.
—Por supuesto, nunca me atrevería a comentar con nadie que mi mujer podría competir con las mejores mujeres de esta casa —le dijo horrorizado—. Totalmente inconfesable.
—¡No bromees con eso!
—No lo hago.
Pedro intentó mostrarse serio, pero no pudo.
—Además, todavía no soy tu mujer —lo amenazó cruzándose de brazos, molesta.
Unos golpes en la puerta atrajeron la atención de ambos, quienes dirigieron su mirada en dirección hacia la puerta del enorme y lujoso dormitorio, sin moverse de donde estaban, y completamente sorprendidos.
—¡Paula, sé que estás ahí!
La voz de Ricardo fue como un jarro de agua fría para ambos, que no supieron ni reaccionar. ¿Cómo demonios se había enterado Hastings de que estaban allí? Tendría suerte si salía vivo de ese lugar, pero de lo que estuvo seguro fue de una cosa: saldría casado.
—¿Decías? —le preguntó Pedro conteniendo la risa.
—¡Calla! —Paula le tapó la boca con ambas manos—. A lo mejor, si lo ignoramos, se marcha.
Él la miró con cara de incredulidad.
—¿Tu hermano? ¿Largarse?
Antes de que Ricardo los dejara en paz, el cielo se volvería rojo.
De nuevo golpearon la puerta con más insistencia.
—No voy a irme —dijo el aludido desde el otro lado como si los hubiese oído—, así que será mejor que salgáis presentables porque vais a casaros. —Silencio—. Aquí mismo. En unos minutos.
—¡Qué!—Paula por poco se cae de la cama de la impresión.
No iba a casarse allí. Ricardo no podía estar hablando en serio. Seguramente sería una de sus ya conocidas amenazas. Saltó del regazo del hombre en un santiamén, quien, por cierto, no dejaba de sonreír, haciendo aspavientos de indignación.
—Parece que serás mi mujer hoy mismo.
—No pienso casarme en este lugar —repuso con voz estrangulada—, sería un escándalo. Ricardo no lo haría, él no sería capaz. Odia los escándalos.
—Pues parece que ha cambiado de parecer.
—¡Estoy esperando! —Volvió a intervenir el otro—. Y no tengo toda la tarde.
Pedro se dispuso a responderle, pero Paula le hizo una señal para que se callara.
—Es mejor así —intentó convencerla mientras se incorporaba y empezaba a vestirse—. Piensa que, en vez de casarnos, podría haber entrado con un arma y dispararme.
Ella negó con la cabeza con ganas de llorar.
—Yo quería una gran boda —susurró.
—¡Alfonso! —volvió a gritar Hastings—. Os doy diez minutos, si no entraré y os casaré a rastras, no me importará si estáis decentes o no.
—¡Vamos, vístete! —lo urgió ella asustada e indignada. Decidió que su hermano era muy capaz de cumplir su amenaza; percibió que Ricardo estaba fuera de sí, así que era mejor hacer lo que ordenaba, por si acaso—. ¿A qué estás esperando? —Le tiró una almohada a Pedro a la cabeza para que se apresurara y porque la enfurecía su sonrisa; aquella situación no era divertida.
Paula pensó que era mejor no contrariar a Ricardo; ya una vez le había dado una paliza a su prometido, no quería pensar en lo que haría si se negaban a obedecerlo.
—Espera —intentó convencer Julian al ofendido—. Dales unos minutos.
Ricardo protestó pero aceptó el consejo. «Piensa que no es buena idea que encuentres a tu hermana desnuda en la cama con ese traidor», se dijo para calmarse un poco. Intentó controlarse nuevamente. Ninguno de los dos le había dado respuesta a sus exigencias de que abrieran la puerta, por lo que había decidido echar ésta abajo de una fuerte patada.
—Ya han pasado esos minutos, no voy a esperar un segundo más.
—Tú mismo. —El otro hombre se apartó de la puerta dejándole espacio para que intentara derribarla y colarse en la habitación—. Toda tuya.
El conde respiró hondo, tomó impulso y empezó a alzar la pierna para empotrarla contra la puerta en el mismo instante en que ésta se abría dando paso a la parejita que andaba buscando.
Y se enfureció al ver la cara indignada de su hermana y la de satisfacción de su antiguo amigo.
—Estamos listos —le dijo un Alfonso sonriente.
Y Ricardo le dio un fuerte puñetazo en la mandíbula que a punto estuvo de derribarlo. Paula no dijo nada, ya que esperaba una reacción mucho más violenta por parte de su hermano, y porque en su fuero interno creía que Pedro se lo merecía por aceptar casarse con ella en dicho lugar sin intentar al menos hacer cambiar de idea a su futuro cuñado.
—¿Tú no dices nada? —le preguntó el agredido a Penfried, quien lo miraba con un mueca irónica.
—No —le contestó éste alzando las cejas—, sabes que te lo mereces.
—Ahora —los llamó el agresor—, la boda... —miró a su hermana—... ¡inmediatamente!
Y ella asintió bajando la vista avergonzada, como siempre le ocurría con su hermano cuando éste la miraba de forma acusadora, al mismo tiempo que le brindaba un fuerte pellizco a su prometido por romper a reír escandalosamente al verla hacer una mueca de disgusto.
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