viernes, 5 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 15




En cuanto salieron de la casa de su tío, Clara empezó a bombardearla a preguntas.


—Ya puedes explicarme lo que estás pensando —le ordenó con ese tono de matrona que solía adoptar con ella.


—Ni hablar.


—Cuéntamelo, Pau.


Negó con la cabeza.


—Si no lo haces —la amenazó—, te diré lo que pienso después de lo que acabo de ver y escuchar. Es más —prosiguió al ver cómo su amenaza no surtía efecto—, creo que le pediré a Alfonso que me aclare algunas dudas.


Paula se humedeció el labio inferior, gesto que la caracterizaba. De verdad que aún no entendía cómo Julian no había acabado matando a su mujer. A veces era insufrible.


—No vas a parar, ¿verdad? —le preguntó molesta.


Clara se detuvo justo delante de ella con los brazos cruzados sobre el pecho, en una actitud que le hubiese resultado graciosa si no fuera porque el objeto de las maquinaciones de su perversa mente en aquel momento era ella. Parecía una niña pequeña enfadada porque no le hubiesen dado su juguete favorito.


—Vamos a tu casa y me cuentas.


—¿Te he dicho ya lo metomentodo que puedes llegar a ser?


Clara no estaba dispuesta a dejarlo estar. Ella había sido testigo de la familiaridad y descaro de Pedro, también de la insinuación oculta tras aquellas simples palabras cuando había dicho que había estado allí hacía unas noches y, cómo no, estaba el hecho de que andaban buscando a un hombre muy alto, fuerte y, siempre según la descripción de Paula, joven. Además, a ella le gustaba mucho, y aún lo haría más si se casaba con Pau, que era adorable. ¿Por qué no podría ser él? A ella le encantaría que fuese él, y a su amiga también, aunque lo negase. ¿A quién no podría gustarle un hombre así? Y Paula era hermosa, aunque no fuese consciente de ello. Su pelo era puro fuego, con esas hermosas y enormes ondas, y el color celeste, casi transparente, de sus ojos era muy peculiar; incluso usando esas lentes no podía ser considerada un patito feo. La miró con ojo crítico, como si no fuese su amiga y tuviese que buscarle algún defecto, y por supuesto que lo encontró: su defecto era su actitud. Paula siempre se comportaba de forma recatada y obediente, un dechado de virtudes para así poder complacer al estricto conde de Hastings; pero, a pesar de ello, Clara sabía que le encantaba verse arrastrada por ella en sus planes y travesuras, y que solía dejarse llevar con gusto a pesar de que no dejaba de decir que estaba mal y que su hermano la iba a matar. Y ella la adoraba por ello.


—Un millar de veces —le dijo la rubia con una sonrisa—, cada día desde que nos conocemos.


Paula no pudo evitar sonreír. Resultaba cierto que siempre andaba regañando a Clara; era, por decirlo de alguna forma, el ángel bueno que continuamente le señalaba lo que estaba mal a la otra, aunque en su fuero interno deseaba que su amiga siguiera adelante con sus planes y no le hiciera caso, porque así su rutina se veía enturbiada por un torbellino
como su amiga, que no hacía nada sin ella.


Suspiró en tono lastimero porque ambas sabían que finalmente acabaría claudicando.


—Vamos entonces, no quiero hablar de mi problema en la calle, nunca se sabe quién puede estar escuchando.


Lo cierto era que no quería hablarlo, ni en la calle ni en ningún otro lugar, pero, si no afrontaba de una vez lo que a su amiga le pasaba por la cabeza, que era lo que cruzaba por la de ella misma, nunca la dejaría tranquila, y se temía que pudiera actuar según su propio criterio, metiéndola en un problema aún mayor. Y entonces, si Alfonso no resultaba ser el hombre con el que estuvo esa noche, su vergüenza no tendría límites, porque él conocería de su desliz, y a partir de ese momento, estaba completamente segura, no dejaría de atormentarla.


Sin poder evitarlo, su corazón dio un brinco ante tal posibilidad. ¿Podría un hombre tan impresionante como aquel, del que se rumoreaba no era el hijo legítimo del difunto marqués, sino el bastardo del zar de Rusia, estar interesado en ella? Sólo de pensarlo se le ponía la piel de gallina. Entones ella no sería tan mala, ¿no? Habría deseado siempre al mismo hombre.


¿Podría ser posible?


«Que va, es tu exagerada imaginación.»


Cuando llegaron a casa del conde de Hastings, no pudieron seguir adelante con sus planes de meterse en el pequeño salón de té, que había sido de la madre de Paula, y continuar con su conversación alejadas de oídos indiscretos. 


El propio lord la esperaba impaciente con sir Melbourne, su prometido, alguien con quien ella apenas había cruzado unas palabras. También estaban su tío Rodolfo y Marianne, además de una joven bellísima que nunca había visto.


—Paula, querida —la saludó su tía para luego amonestarla cariñosamente—, llevamos un buen rato esperándote. Lady Penfried, cuánto tiempo sin verla, déjeme decirle que cada día está más bella, cosa que creía imposible.


Clara esbozó su ya acostumbrada sonrisa, que quería decir «ya lo sé», y Ricardo se colocó al lado de su hermana, apartándola disimuladamente del lado de su amiga, cosa que no pasó inadvertido para ésta ni para Marianne, que no pudo evitar sonreír ante la actitud del hombre y la cara de disgusto de la joven dama.


—No sabía que había una reunión familiar —le dijo a su hermano a modo de disculpa, mientras le suplicaba ayuda a Clara con los ojos.


No le apetecía quedarse en la sala con ellos, tenía que hablar con su amiga sobre el tema que le preocupaba. Su corazón ya había empezado a albergar la esperanza de que su hombre misterioso fuese el apuesto marqués y, sin duda, compararlo con cualquier otro sería un absoluto fiasco.


—No es exactamente una reunión. —Ricardo siempre se dirigía a ella con cariño, demostrándole cuánto la apreciaba a pesar de no llevar la misma sangre. Siempre, a excepción de cuando la aleccionaba de los peligros de ir por ahí con lady Clare Penfried—. Sir Melbourne ha venido a hacernos una visita acompañado de su prima, lady Leticia Lamarck, quien quería conocerte, puesto que está de visita en Londres.


Paula se vio obligada a saludar a dicha dama y a hacer frente por fin a su prometido.


—Querida señorita —le dijo Melbourne mirándola con picardía—, qué agradable verla tan repuesta de su malestar.


A ella le hizo gracia que se dirigiese de aquella forma a la primera vez que se habían visto, cuando ella estaba completamente ebria y tirada en el sofá de casa de Clara, totalmente desarreglada y despeinada.


—Es un detalle que se preocupe por mi bienestar, señor.


Melbourne se colocó junto a ella, caminando por la habitación, ante la complacida mirada de su hermano y su prima, quien había resultado ser una chica odiosa y engreída. Aunque su amiga también lo era a veces y no por ello la quería menos.


—No lo tome como un detalle, señorita Chaves, debo confesar que estoy siendo egoísta.


Paula lo miró un momento y no pudo evitar sonreírle ante la chispa que desprendían sus ojos. En verdad, tenía que reconocer que el señor Melbourne era un hombre agradable, aparte de apuesto.


—¿Egoísta? No lo creo, usted da muestras de parecer todo lo contrario. —¡Estaba flirteando! «Estás flirteando, Paula, y debes recordar que es peligroso para ti»—. Creo que verdaderamente se ha preocupado por mi salud.


—Touché.


—Es agradable que sea así.


—¿Que me preocupe por usted o que sea egoísta?


Paula se lo estaba pasando tan bien con el hombre que se había olvidado por completo de la charla que Clara y ella tenían pendiente. Era la primera vez que un hombre le hacía caso de esa forma. Aparte de lord Alfonso, por supuesto, pero éste parecía más bien... acosarla.


—Creo que ambas cosas —le dijo sonriente.


—¿Le gustaría que diéramos un pequeño paseo por el jardín? —le preguntó con interés—. Después de todo, vamos a casarnos en breve.


A Paula aquellas palabras la sacaron de la ilusión que estaba sintiendo de ser cortejada por un hombre que en principio le estaba gustando. Y que, de no haber cometido el desliz de hacía algunas noches, podría haber sido un buen marido para ella. ¡Ay, madre! ¿Cómo negarse a dar un paseo inocente, a plena luz, con su prometido y en casa de su familia? Tragó saliva. No podía.


—Habrá que pedirle permiso a Ricardo —intentó excusarse—, es un poco estricto.


—Tenemos su permiso.


Vaya corte.


—Eso... eso es toda una sorpresa. —¿Su hermano le había dado permiso para pasear con un hombre a solas? Pues sí que estaba interesado en casarla.


Por lo visto Melbourne sabía exactamente lo que estaba pensando, el hombre era consciente de que no quería salir a pasear con él y aun así le tendió el brazo para que lo acompañara. «¡Qué atento!», pensó con ironía. Y ella se ajustó bien las lentes, le dedicó una brillante sonrisa, que intentó que pareciera sincera, y lo acompañó.


Y Clara le lanzó dardos envenenados con los ojos que venían a decir ¡verás cuando estemos solas! Mientras, Marianne se sentaba de nuevo al lado de su esposo con cara de desconsuelo, y su hermano Ricardo hacía cuanto estaba en su mano para entretener a lady Lamarck e ignorar a la amiga de su hermana.



****


—Me alegra que no me rechazaras, Paula.


Ella lo miró entrecerrando los ojos. ¿Le había dado permiso para tutearla? Puede que fuese su prometido, pero nunca, hasta ese día, habían mantenido una conversación, ni siquiera se habían visto. Bueno, quitando el día en que su hermano la pilló borracha en casa de lord Penfried, junto a Clara, y se la llevó de allí para luego castigarla. Pero, aparte de eso, nada. Al parecer todos los hombres que se cruzaban en su camino adoptaban la misma actitud.


—¿Por qué habría de hacerlo, señor? —Ella no pensaba tutearlo. Bastante tenía con tener que lidiar con Alfonso. Más hombres, más complicaciones. «¿Por qué tienes que acordarte de él precisamente ahora? Porque él es mi principal sospechoso después de que descartase al señor Carter. Y porque podría quedarme afónica chillando de alegría de haber tenido a ese hombre entre mis brazos aunque no recuerde su rostro. Lo único malo de todo esto es que hubiese preferido que tuviese el pelo negro.»


Melbourne le sonrió y, al hacerlo, a diferencia de lo que había ocurrido con el señor Carter en casa de sus tíos, su rostro se transformó para mejor. Mucho mejor. Debía reconocer que era un hombre realmente apuesto, de pelo y ojos oscuros. Sólo un poco más alto que ella, y un poco grueso, no mucho, lo justo, pero le gustaba, y estaba convencida de que podría haber llegado a encariñarse con él una vez casados. «Podría», pensó en pasado, porque después de lo ocurrido no tendría opciones de contraer un buen matrimonio, por muy buena dote que su difunto padre, sir Frederic Chaves, hubiera dispuesto para ella.


—Podrías haber inventado cualquier excusa, y yo hubiese tenido que aceptarla. —Melbourne pareció darse cuenta de que ella continuaba tratándolo de usted—. Espero que no te moleste que te tutee; después de todo, pronto serás mi esposa, por ende, serás mía.


¡Suya! ¡Ay, madre, lo que se complicaban las cosas! Lo había dicho con tal deje de posesión que Paula se detuvo y lo miró a través de sus lentes. Esa palabra, pero dicha por otros labios…


—Por supuesto. —Como siempre hacía con todo el mundo, accedió a que la tuteara ignorando la última frase dicha por el hombre. «¡Ay, Paula, que dócil eres la mayoría de las veces!» La única ocasión en la que había sido ella quien había exigido y tomado algo era la noche que le estaba causando tantos quebraderos de cabeza y que había cambiado su futuro, por eso era mejor adoptar ese papel; estaba convencida de que sería lo mejor para ella misma. 
Una vez hizo todo lo contrario y mira el problema que tenía—. Puede llamarme Paula. Así lo hacen mis amigos y mi familia.


El hombre se lo agradeció colocando una de sus enormes y bien cuidadas manos sobre la que ella tenía depositada en su brazo, provocando que contuviera la respiración ante lo que éste podría estar pensando. Tal vez creyera que, debido a su compromiso, podía tomarse algunas libertades, pero ¿qué haría ella entonces? No le apetecía que la besara y eso le resultó una novedad, porque había temido desear a cualquier hombre.


Paula miró a su alrededor buscando alguna salida por si a Melbourne se le ocurría dar un paso más en ese cortejo apresurado. No obstante, estaban en la parte del jardín donde los rosales eran más altos, casi tanto que resultaba difícil verlos. Melbourne hablaba y hablaba, pero ella no lo escuchaba; parloteaba acerca de su próxima vida juntos, o algo así, pero ella estaba ausente.


Rosas. Se concentró en que nunca le habían gustado las rosas. Sus flores preferidas eran las margaritas; le encantaba esa sencilla flor, y prefería las de color blanco, las azules y las amarillas; sobre todo las amarillas, porque su significado era una pregunta, una muy romántica. Había leído alguna vez que, si alguien te regalaba margaritas amarillas, en realidad te estaba preguntando: ¿me amas? Y como si sus recuerdos cobraran vida propia, se transportó a la noche de intenso placer que era causa de sus desdichas. 


Evocó el olor del hombre, la sensación de plenitud, el ardor, los sofocos…y le puso rostro. «¡Ah, no! Alfonso no, me niego.» Intentó salir de su mundo y prestar atención a lo que su prometido intentaba decirle, pero no sentía ganas de hacerlo. A pesar de que en un principio pensó que le gustaba, ahora le resultaba un poco pesado, la agobiaba con su palabrería, tal vez porque su mente y su cuerpo le gritaban que buscase un lugar solitario donde poder dar rienda suelta a su imaginación.


—… permitiera besarla.


De repente Paula se quedó sin poder reaccionar cuando Melbourne se acercó para tocar sus labios con los suyos, y sintió deseos de salir corriendo de allí. «No estoy preparada aún para esto, primero tengo que averiguar quién fue mi amante. Alfonso…»


Pero recibió el besó e intentó que le gustase.


Fue un beso casto, y dulce. Seguramente el hombre creía que nunca la habían besado y no quería asustarla. Y Paula por poco rompe a reír al pensar que ella sabía besar con más intensidad, alguien la había enseñado, entre otras muchas cosas que una joven e inocente dama no debería conocer hasta después del matrimonio.


«Yo no soy una joven dama, soy una mala mujer. Y, que Dios me ampare, creo que me gusta ser una mala mujer. Pero no con Melbourne.»


—Espero no haberla asustado —se disculpó el hombre sin apartarse de ella.


Negó con la cabeza y ése fue su error, porque éste pareció coger confianza y esta vez intentó apoderarse de su boca por completo, a lo que Paula reaccionó girando el rostro para dificultarle el acceso, en una situación totalmente cómica, que provocó una carcajada en su prometido, y una pequeña sonrisa en su delicado rostro.


Y apareció Alfonso.


—Creo que vuelvo a interrumpir.


Esta vez su voz sonaba pausada. Su acento más marcado. Y hostil.


—Querido lord Alfonso, siento que haya sido testigo de… —Melbourne no se mostraba para nada avergonzado, sino todo lo contrario; parecía estar disfrutando de ser descubierto en tal situación—. Creo que ya conoce a la señorita Chaves, la hermana de lord Hastings, mi prometida. Espero que no malinterprete la situación y sepa ser discreto; después de todo, nos casaremos en dos meses.


El hombre pareció haber dicho aquello para salvar la situación, pero Paula miró a su futuro esposo con cara de asombro. ¡En un par de meses! Ella preferiría esperar un poco, por si su locura daba algún fruto y había que tomar medidas desesperadas. Se ajustó bien los anteojos, apartándose del hombre.


—No tengo más remedio que felicitarlo, señor, y a ti, querida Paula —dijo Pedro con ganas de decirle a ese pobre tonto de qué y cómo conocía a su prometida.


—Gracias —le dijo ella sin mirarlo.


La aludida tragó saliva y se mantuvo en silencio, puesto que, si lo que empezaba a sospechar era cierto, ese hombre era un peligro para ella. No lo conocía bien, pero estaba segura de que no le permitiría olvidar fácilmente lo ocurrido, de ser él el protagonista de esa noche. «Debo reconocer que tampoco me sentiría bien si lo olvidara.»


—Entonces son ustedes amigos —insistió Melbourne para agobio de ella y agradecimiento de él—. A Pau no parece gustarle que la tuteen los desconocidos... —Aquello sonó como una advertencia.


—En efecto —el imponente rubio la miró al decir aquello—, somos amigos.


—Por supuesto —se apresuró a decir antes de que Alfonso añadiese algo inconveniente.


Si Melbourne percibió algo en ese comentario, lo dejó pasar, puesto que podría significar muchas cosas, y, claro, nunca podría imaginarse lo que el marqués había querido decir con aquellas dos palabras. Nunca creería algo así de la joven señorita Chaves.


Por el contrario, Paula sí detectó la insinuación, y pensó que o lord Alfonso era un sinvergüenza incorregible o verdaderamente era el hombre que buscaba.


—Si me disculpan, caballeros, Clara me espera en el salón para que la ayude con algunos temas de mujeres, ya saben, manteles y flores, una cuestión aburrida para ustedes. —Sonrió para que la excusaran y después se marchó, mientras Melbourne la observaba y decidía que no pensaba perderla de vista con tanta facilidad.


Pedro nunca entendería a la hermana de Ricardo. La joven actuaba como si no se conocieran. O incluso como si él le resultara antipático o no le gustase. Pero ¿cómo no iba a gustarle? ¡Por los clavos de Cristo, si le entregó su inocencia! ¡Si estuvo a punto de entregársele de nuevo en ese mismo jardín! Él nunca había tenido problemas con las mujeres; debido a su altura y su complexión física, solía llamar la atención de las féminas, con independencia de la edad que éstas tuvieran, y normalmente, después de un interludio amoroso, éstas siempre buscaban de nuevo su compañía. ¿Por qué a esa extraña muchacha parecía disgustarle tanto? Después de todo, ella fue quien le suplicó que la tomara aquella noche, él sólo había sentido curiosidad, y nunca lo hubiese hecho si ella se hubiera identificado como hermana de Ricardo, su amigo. Y después estaban todas aquellas situaciones en las que se la había encontrado poco tiempo después de que la tuviera en sus brazos. Primero ignorándolo y deseando desaparecer de su compañía, luego borracha en casa de Penfried, esa mañana había sido ella quien dio comienzo a la seducción, y más tarde, ese mismo día, había intentado seducir al pobre Colin en casa de sus tíos, para acabar besuqueándose con su prometido.


Apretó los puños.


«¿A ti que te importa lo que haga la chica? Después de todo, estás prometido con Sofía, y a ésta no le gustas.»


Y ahora apretó los dientes.


«Pues a mí tampoco me gusta.»






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