miércoles, 26 de octubre de 2016

PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 3






Pedro aparcó en la recepción del motel Luna Azul, situado a las afueras de Kankakee, a las doce y media. Era un antro, como mínimo, pintoresco. El tipo de sitio al que las prostitutas se llevaban a los clientes. Si la doctora Chaves buscaba un sitio de perfil bajo, desde luego lo había encontrado.


Pedro salió cautelosamente del coche. Se ajustó la pistola que tenía en la parte baja de la espalda y observó el aparcamiento vacío y las filas de habitaciones también desocupadas que había a ambos lados de la recepción.


Sin dejar de mirar, subió las escaleras que llevaban a la puerta. El calor y la humedad de julio resultaban insoportables. Y la recepción no parecía disfrutar de una mejor temperatura. Un pequeño ventilador mantenía el aire fétido en movimiento, pero no conseguía enfriar el ambiente.


Un hombre bajo y calvo con un cigarrillo colgado de la comisura de la boca dejó de mirar un instante el pequeño televisor que tenía delante.


-¿Puedo ayudarlo? -preguntó con absoluto desinterés.


Ni siquiera hizo amago de levantarse de su desvencijada silla.


Pedro entornó los ojos y apretó los labios. Era un movimiento estudiado que dejaba entrever la impaciencia que se escondía tras el gesto y que debería servir para motivar al dependiente más perezoso.


-Eso espero.


El hombre pareció entonces sorprendido. Se puso de pie a toda prisa. Parecía como si nada más ver a Pedro hubiera presentido que allí podría haber problemas. El detective era consciente de que daba una imagen peligrosa y eso le parecía muy bien, especialmente en ocasiones como aquélla. Pedro tenía el cabello largo, a la altura de los hombros, y lo llevaba atado en una coleta. Un pequeño aro de plata brillaba en el lóbulo de su oreja. Pero lo que más imponía era su envergadura. Medía dos metros y pesaba noventa kilos de puro músculo. No todo el mundo estaba dispuesto a meterse con él, y eso le gustaba.


-Necesito una habitación. Me llamo Pedro Alfonso. Espero que no haya problemas por no haber reservado -dijo con cierta sorna.


El hombre apretó los labios para sujetar mejor el cigarro y primero negó enérgicamente con la cabeza para después asentir.


-Ya... ya tiene habitación -balbuceó agarrando una llave-. La ciento catorce. Está al final del pasillo.


Pedro no se sorprendió. Se suponía que la doctora Chaves, si realmente era ella, lo estaba esperando. No podía arriesgarse a utilizar su verdadero nombre si lo que pretendía era esconderse. Pedro supuso que aquélla era la razón por la que había utilizado el de él.


-Una cosa más -dijo el detective dejando un par de billetes sobre la recepción-. Yo nunca he estado aquí. ¿Queda claro?


-Yo nunca lo he visto -respondió el recepcionista guardándose el dinero.


Tal y como el hombre le había dicho, la ciento catorce estaba al fondo. Las seis habitaciones que había antes parecían vacías, tal y como había sospechado al llegar. Pedro no tenía ninguna duda de que los otros siete dormitorios que había al otro lado de la recepción también lo estaban. Tras mirar una vez más a izquierda y derecha, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.


Para su sorpresa, dentro estaba oscuro pero por suerte fresco. Las cortinas estaban completamente echadas. Buscó a tientas el interruptor de la luz, pero una voz inequívocamente femenina lo detuvo.


-Cierre la puerta primero.


Haciendo un movimiento de defensa, Pedro cerró tras de sí y sacó la pistola.


-Ya puede encender la luz.


Él obedeció, parpadeó una vez por la claridad y apuntó con el arma en dirección a la voz.


Una mujer con aspecto de no tener más de diecisiete o dieciocho años, vestida con pantalones vaqueros de talle bajo y camiseta estaba al fondo de la habitación. No era muy alta, tal vez mediría un metro sesenta, y era delgada. 


Cabello rubio y largo, ojos azul claro, facciones de hada. 


Pedro no podía asegurar que se tratara de la doctora Chaves, pero desde luego se parecía a la niña de la fotografía tomada cinco años atrás que él había visto. Con una notable excepción. Esta mujer sujetaba entre las manos una pistola de pequeño calibre que le apuntaba directamente al corazón.


-Necesito que se identifique, señor Alfonso -dijo mojándose los labios antes de exhalar un suspiro tembloroso-. Pero primero necesito que baje el arma.


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