martes, 18 de octubre de 2016
AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 2
Hacía calor en la sala de conferencias y el periodista sentado junto a Paula tenía sobrepeso y sudaba profusamente mientras hacía malabares con su bolígrafo y una taza de café. Se le cayó el bolígrafo al suelo y, al agacharse para recogerlo, derramó un poco de café ardiendo sobre el regazo de Paula.
—Oh, vaya, lo siento —murmuró mientras Paula daba un brinco y se ponía en pie, tratando de limpiarse la mancha con un pañuelo de papel.
—Sí, la señorita del fondo —dijo el agente de Pedro desde el escenario.
—Se refiere a usted —le susurró otro periodista a Paula. Ella se sonrojó y volvió a sentarse.
—No tengo ninguna pregunta —murmuró, y el periodista suspiró impacientemente.
—Pues piense en una, por el amor de Dios, antes de que Alfonso se harte y ponga fin a la rueda de prensa. No es conocido por su paciencia.
Dado que estaba atrayendo miradas curiosas, a Paula no le quedaba más remedio que hablar, y preguntó lo primero que se le ocurrió.
—Señor Alfonso, ¿su interés y su ayuda económica a la unidad de lesiones de columna de Wellworth tiene que ver con las lesiones que sufrió su hermano en el Grand Prix de Hungría?
Un murmullo recorrió la sala y mucha más gente se giró para mirarla. Paula se hundió más en su asiento con la esperanza de haber disimulado la voz lo suficiente para que Pedro no la reconociera. Habían pasado cuatro años. Con un poco de suerte, daría una respuesta escueta y seguiría con la rueda de prensa.
—La ha hecho buena —dijo el periodista que tenía al lado—. ¿No ha oído al agente de Alfonso decir al principio de la rueda de prensa que Pedro no toleraría ninguna pregunta sobre su vida personal? Y mucho menos nada que tuviera que ver con su hermano.
—He llegado tarde —dijo Paula, tratando de defenderse—. No lo sabía.
En el escenario, Pedro se había girado hacia su compañero y los dos hombres estaban inmersos en una acalorada discusión, hasta que su agente miró a Paula y dijo:
—El señor Alfonso le pide que repita la pregunta, pero, primero, levántese y diga su nombre, por favor.
Todo el mundo la estaba mirando y Paula supo que no tenía escapatoria. Comenzó a levantarse e, incluso entonces, se aferraba a la vaga esperanza de que Pedro no la reconociera en la distancia. Pero, cuando levantó la mirada, la sala pareció vaciarse, dejando sólo a Pedro.
Sus ojos negros la estudiaron con detenimiento y fueron desnudándola capa por capa hasta dejarla expuesta. Se sentía como si Pedro le hubiera arrancado el alma.
—Paula Chaves, de la gaceta de Wellworth —dijo ella, tratando de tragarse el nudo que sentía en la garganta—. Me preguntaba si el apoyo económico a Greenacres tenía que ver con el accidente que dejó paralítico a su hermano.
—El señor Alfonso desea aclarar que realiza donaciones a varias organizaciones benéficas —contestó el agente de Pedro—, pero, como se aclaró al principio de la rueda de prensa, no contestará a ninguna pregunta sobre su vida personal.
Paula se dispuso a sentarse de nuevo, pero fue detenida por una voz que, incluso con el paso del tiempo, tenía el poder de producirle escalofríos.
—Señorita Chaves, me halaga su fascinación por mi vida privada, y es cierto que hay varios... motivos personales para mi apoyo a la unidad de lesiones de Greenacres, que realiza un excelente trabajo.
Sin poder dejar de mirar a Pedro, Paula era consciente de las especulaciones de los demás periodista a su alrededor.
—Paula Chaves... Escribía para uno de los grandes periódicos nacionales, ¿verdad? Fue atrapada en un golpe militar en África hace un par de años.
—Sí, ¿pero no tenía una aventura con Alfonso...?
Tenía que salir de allí. Pero, de pronto, dos guardias de seguridad se materializaron a ambos lados y Paula tuvo que enfrentarse a la vergüenza de ser escoltada fuera de la sala bajo la atenta mirada del único hombre al que había querido evitar a toda costa.
—Por aquí.
Era una orden más que una petición, y sería más fácil obedecer antes que montar una escena. Mientras caminaba entre los guardias de seguridad, se preguntó por qué diablos se habría acercado a menos de diez kilómetros de Pedro Alfonso. No debía haber escuchado a Cliff ni haberse dejado convencer para asistir a la rueda de prensa.
Pero no podía culpar a Cliff. Ella se había sentido incapaz de dejar pasar la oportunidad de volver a ver a Pedro después de tantos años. Aunque, si había querido demostrar su inmunidad ante él, había fracasado.
Al llegar al vestíbulo del hotel, supo que haber ido allí aquel día no había sido una decisión acertada. Cuando se dirigía hacia la puerta, uno de los guardias de seguridad le puso una mano en el brazo y la condujo hacia el ascensor.
—¿Le importa? —preguntó ella secamente—. Usted ya ha hecho su trabajo y me gustaría marcharme.
—¿Perdón? —preguntó el guardia encogiéndose de hombros, aunque Paula intuía que la había entendido perfectamente—. El señor Alfonso la verá en su habitación —añadió el guardia tras meterla en el ascensor.
—¡Y un cuerno! —exclamó ella mientras las puertas del ascensor se abrían en el último piso—. Puede decirle al señor Alfonso que no deseo verlo.
—¿Perdón?
—Dígale al señor Alfonso que...
—¿Por qué no se lo dice usted misma?
Paula no había advertido la llegada del otro ascensor, pero, de pronto, Pedro apareció en el pasillo. Paula sintió un vuelco en el corazón al verlo y, un instinto de supervivencia hizo que pulsara el botón para que se cerraran las puertas de su ascensor. Pero un zapato de cuero evitó que se cerrara, haciendo que Paula Chaves retrocediera hasta encontrarse aprisionada contra la pared del ascensor.
—Vaya, vaya, Paula Chaves —dijo él con un inglés fuertemente acentuado—. ¡Qué sorpresa! —añadió suavemente, y le dirigió una sonrisa a una pareja de ancianos que esperaban en el pasillo tras él—. Sal del ascensor, Paula. Estás haciendo esperar a estas personas —murmuró.
Paula se dio cuenta de que no le quedaba más opción que salir al pasillo, mientras los guardias se colocaban a ambos lados.
Cuando Pedro apretó el botón para que se cerraran las puertas, ella lo encaró.
—Puedes decirles a tus matones que se aparten. Ya ha sido suficientemente humillante que me echaras de la sala de conferencias sin necesidad de que me arrastraran hasta aquí arriba.
Pedro miró a los dos guardias y comenzó a hablarles en italiano.
—Estás exagerando, Paula —dijo Pedro, volviendo a dirigirse a ella—. Paolo y Romano me aseguran que te han tratado con respeto.
El brillo en sus ojos indicaba que hablaba de un respeto que no creía que mereciera, y Paula se sonrojó mientras Pedro abría la puerta de su suite. Él se echó a un lado, pero Paula se quedó quieta y levantó la barbilla.
—No pienso entrar —dijo.
—Y, sin embargo, has venido al hotel específicamente para verme —replicó él, arqueando las cejas.
La seguridad que tenía en sí mismo no había cambiado ni un ápice, pensaba Paula, aunque, ¿por qué habría de haber cambiado? Las mujeres se le lanzaban encima desde siempre, pero ella estaba decidida a no cometer el mismo error por segunda vez.
—Tan arrogante como siempre, Pedro —dijo ella con frialdad—, pero me temo que la única razón por la que he venido es porque Cliff Harley me pidió que escribiera un artículo para mi antiguo periódico.
—Ya veo —dijo Pedro, aunque Paula esperaba que no fuese así, dado que él siempre había tenido la habilidad de leer su mente—. Ahora que estás aquí, al menos deja que te invite a tomar algo. Pareces... acalorada. Y veo que te has derramado algo en los pantalones.
Al instante, Paula sintió que le ardía todo el cuerpo.
Sabía que debía de tener las mejillas rojas y, al mirar sus pantalones, vio la mancha oscura de café a la altura del muslo.
—Es café —murmuró—. Cortesía del idiota junto al que estaba sentada. Si no me hubiera tirado el café encima, no te habrías enterado de que estaba en la sala de conferencias.
—Sabía que estabas allí —le dijo Pedro mientras le hacía gestos para que se sentara en uno de los sofás de cuero—. ¿Qué te apetece? ¿Vino, zumo, té?
—Zumo de naranja —contestó Paula. Tardaría más tiempo en beberse un té caliente, y estaba desesperada por salir de allí. Y, desde luego, no podía beber alcohol mientras estuviera con Pedro. Tenía que mantener la cabeza despejada—. ¿Qué quieres decir con que sabías que estaba allí? ¿Cómo podías saberlo?
—Sentí tu presencia —contestó Pedro—. Si no hubieras llamado la atención sobre ti misma, habría escudriñado la habitación hasta encontrarte.
Un silencio incómodo inundó la habitación y Paula se quedó mirando a la alfombra y tratando de controlar los latidos de su corazón. Él era increíblemente guapo, y ella había estado deseándolo durante demasiado tiempo.
—Deberías comprobar que el café no te haya quemado la pierna —dijo él mientras le entregaba el vaso de zumo—. Hay un albornoz de sobra en el cuarto de baño. Puedes ponértelo mientras te lavan los pantalones.
—No, estoy bien, gracias —dijo Paula.
—Pero, si no haces algo rápido, puede que los pantalones se echen a perder.
—Pues me compraré otros. Déjalo ya, Pedro —ordenó ella al ver que Pedro se disponía a contradecirla—. No nos hemos visto en cuatro años y no tengo intención de quitarme la ropa en los primeros cinco minutos.
—¿Y cuánto necesitas? ¿Diez minutos? ¿Quince? Recuerdo que hubo un tiempo en el que estabas deseando quitarte la ropa —añadió, ignorando su cara de indignación mientras se sentaba frente a ella en uno de los sofás, estirando los brazos por el respaldo.
Las fotografías no le hacían justicia, ni los recuerdos de Paula, y la imagen que había guardado encerrada en su subconsciente durante los últimos cuatro años se desvaneció para dejar paso a su imponente presencia. Nada la había prevenido para aquel sex appeal, un magnetismo que los rodeaba y hacía que Paula se sintiera prisionera.
Sus descaradas insinuaciones la enviaron directamente de vuelta al pasado, de modo que tuvo que mirarlo con desprecio para dejar de lado los recuerdos.
—Eso fue hace mucho tiempo, cuando era joven e ingenua, aunque me quitaste la inocencia con mucha rapidez, ¿verdad, Pedro? Yo no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir frente al gran Pedro Alfonso, ¿no es cierto?
—Fuiste una alumna aventajada —contestó Pedro—. Tan buena, que decidiste centrar tu atención en mí hermano.
—Eso es mentira.
—Os vi con mis propios ojos —dijo él, mirándola con odio mientras se ponía en pie—. Gianni y tú abrazados. ¿Estás diciéndome que lo que vi junto a la piscina fue una ilusión?
Había habido un tiempo en que le daba miedo su temperamento. No era que temiese que pudiera ser violento, pero Pedro poseía una lengua cruel y sus ácidas palabras le habían hecho daño.
—No estoy diciéndote nada —contestó ella con calma, negándose a echarse atrás—. ¿Por qué iba a gastar saliva? No me escuchaste hace cuatro años y no creo que ahora seas más razonable.
Hacía cuatro años, ella era tremendamente insegura, pero eso se había acabado. En sólo cinco minutos, Pedro la había probado, había actuado como juez y jurado y la había condenado; y Paula se negaba a dejarle ver que aún estaba cumpliendo una sentencia de por vida.
—¡Razonable! Te pillé medio desnuda en brazos de mi hermano. ¿Realmente esperabas que fuera razonable?
Tras deleitarla con otra de sus miradas de odio, Pedro comenzó a caminar por la habitación, pasándose la mano por el pelo. A ella le encantaba su pelo, le encantaba deslizar los dedos por él mientras lo besaba. El recuerdo era tan fuerte que dolía, y tuvo que aguantarse un gemido mientras apartaba la mirada. No quería recordar nada, por su propio bien. Tenía que salir de aquella habitación.
—Eso fue hace mucho tiempo —murmuró Paula—. El tiempo ha seguido hacia delante, y yo también.
Aunque no se lo parecía. En ese momento se sentía tan joven e inmadura como la primera vez que lo había visto, hacía cinco años. Aquel primer encuentro también había tenido lugar en un hotel, pero entonces, lejos de no querer verlo, había trepado por una tubería y se había colado por la ventana de su suite, aterrizando frente a sus pies.
A pesar de que trató de evitarlo, sus labios se curvaron al recordar aquello, y Pedro le dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Algo te divierte?
—Sólo estaba recordando la primera vez que nos vimos —explicó ella rápidamente—. Tu habitación estaba en el segundo piso y yo trepé por la pared.
—Estaba en el tercer piso —añadió Pedro—. Y nunca he olvidado la imagen mental que tuve de ti si te hubieras caído al suelo.
Paula parpadeó para contener las lágrimas que amenazaban con abochornarla. Pedro no tenía necesidad de sonar como si realmente le importara, cuando Paula tenía pruebas irrefutables de que jamás había sentido por ella algo que no fuera deseo.
—No imagino lo que pensaste de mí —murmuró ella. Se había tropezado al colarse por la ventana y Pedro Alfonso la había ayudado a levantarse. El campeón mundial de Fórmula 1 y el hombre al que estaba ansiosa por conocer. Pero, sólo con mirarlo a los ojos, se había quedado sin palabras, incapaz de disimular su admiración ante su imponente físico.
Por aquel entonces, él tenía veintiocho años y estaba en plena forma, lo que sin duda había ayudado a que se proclamara campeón del mundo por tercer año consecutivo. Su vida más allá de los circuitos era tan legendaria como sus habilidades al volante, y rara era la semana en que no aparecía una noticia sobre su vida amorosa en las revistas o en los periódicos. Era sexy y sofisticado, y ella no había podido resistirse ante su encanto italiano.
—Pensé que eras guapa —dijo él—. Eras diferente de las otras mujeres que había conocido. Eras dulce, tímida, pero, a la vez, tremendamente decidida. Arriesgaste tu vida subiendo hasta mi habitación, sólo para informarme de que no eras una fan y de que sólo querías conocerme por tu hermano.
Paula disimuló su bochorno con una sonrisa y Pedro entornó los ojos al recordar el roce de aquellos labios.
—Simon era un admirador devoto —convino ella—, y yo le había prometido que intentaría conseguir tu autógrafo, incluso aunque no pudiera convencerte para que fueras a la unidad de lesiones de columna.
Incluso entonces, la seguridad que rodeaba al heredero de los millones de la familia Alfonso había sido estricta y la recepcionista del hotel le había informado fríamente de que el señor Alfonso no vería a nadie, y mucho menos a una reportera del periódico local. Pero la recepcionista no había advertido que bajo la apariencia débil de Paula yacía una voluntad de hierro.
—Pero me convenciste —señaló Pedro, y Paula asintió al recordar su sorpresa y la excitación de Simon cuando la estrella mundial de la Fórmula 1 había aparecido en la unidad de lesiones. Y tampoco había sido una visita fugaz. Pedro se había quedado toda la tarde y había pasado horas hablando con los niños y adolescentes confinados a una silla de ruedas. Simon había estado semanas hablando de la visita de Pedro y había llenado las paredes de su habitación con más pósters de su ídolo.
A sus dieciséis años, Simon había pasado media vida siendo parapléjico tras caerse de un árbol y romperse la columna.
Tal vez no fuese capaz de caminar, pero lo suplía hablando sin parar, riéndose y llevando la alegría a todos aquellos que lo rodeaban.
—¿Sigue Simon yendo al centro? —preguntó Pedro—. Hice una donación, pero no lo vi en Greenacres.
—No —dijo Paula, tragando saliva—. Simon murió por un problema cardiaco pocos meses después de que nosotros... de que yo...
—De que me engañaras con mi propio hermano —concluyó Pedro—. Debió de ser muy duro para todos vosotros, particularmente para tu madre; recuerdo lo devota que era de él.
—La muerte de Simon fue una de las razones por las que mi padre aceptó el puesto de pastor de la iglesia en África. Pensaba que ir a un sitio en el que mi madre y él se sintieran útiles ayudaría a que ella asimilara la muerte de mi hermano.
—Sé lo duro que es —añadió él—. Yo también he perdido a un hermano.
—Sentí mucho lo de Gianni. El accidente... fue terrible; me sentí fatal por los dos.
—Tan mal que ni siquiera te molestaste en llamar —dijo Pedro—. Madre de Dios, Paula. Estabas unida a él y ni siquiera te molestaste en enviar una tarjeta.
—Eso no es justo —susurró Paula—. Fui al hospital. Volé hasta Italia en cuanto me enteré de la noticia.
—Estás mintiendo. Salió en todos los periódicos que las lesiones de Gianni eran tan graves que nunca podría volver a caminar. Tú, de todas las personas, debiste darte cuenta del infierno por el que estaba pasando, sobre todo después de haberlo vivido con tu propio hermano. Simplemente no querías involucrarte cuando oíste que Gianni se había quedado paralítico.
—Fui al hospital —insistió ella, inclinándose hacia delante—. Vi a tu padre y me dijo que... —se detuvo al recordar el desagradable encuentro con Fabrizzio Alfonso, en el cual él había dejado clara su opinión sobre ella—. No importa lo que me dijera. Basta con decir que me convenció de que mi presencia en el hospital no era bien recibida por Gianni y, sobre todo, por ti.
—Mi padre no mencionó nada de una visita —dijo Pedro furiosamente.
—No sé por qué Fabrizzio no mencionó mi visita, aunque imagino que tendría sus razones para no hacerlo.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que no soy una mentirosa. Sí que fui al hospital. Esperaba verte a ti al igual que a Gianni. Pensé que necesitarías a alguien con quien hablar—añadió rápidamente, recordando las acusaciones de los medios de comunicación de que Pedro había provocado el accidente de su hermano.
—¿Realmente pensabas que hablaría contigo después de todo lo que había ocurrido? —preguntó Pedro—. ¡Dios! Encima de todo, eres periodista.
A juzgar por su tono de voz, ella podría haber sido una asesina en serie, pero los medios de comunicación habían extendido el rumor de que él era el causante del accidente de su hermano y habían escrito tales mentiras sobre él, que Paula suponía que tenía razones para odiar a la prensa en general.
—Fui a Italia como amiga, no como profesional —respondió ella, ignorando el dolor que sentía—. Pero obviamente me equivoqué, porque no me necesitabas en absoluto.
Se hizo el silencio, un silencio cargado de tensión, y Paula dejó su vaso. Era el momento de marcharse. Se puso en pie y recogió su bolso, quedándose rígida cuando se abrió una puerta al otro extremo de la habitación y entró una mujer en el salón.
—Pedro, cariño, me pareció oírte. ¿Vas a tardar mucho? Llevo esperándote toda la mañana.
Los pucheros eran pura interpretación, pero la mujer era despampanante. Pedro siempre había elegido a las mujeres más atractivas, y con una frecuencia que alimentaba su reputación de semental. A través de la puerta, Paula pudo ver una enorme cama deshecha, las sábanas revueltas y una botella de champán abierta en una hielera.
Los recuerdos que creía olvidados se abrieron paso en su cabeza, recuerdos de otro tiempo, de innumerables hoteles donde pasaba los días sentada junto a la piscina fingiendo interés por cualquier novela mientras esperaba a Pedro. Las noches habían sido otra historia. Pedro era un amante experimentado y enérgico y, cada vez que ella estaba en sus brazos, solía pensar que sus días de soledad merecían la pena.
—¡Pedro! —la voz de la mujer tenía un tono petulante, y su acento era claramente escandinavo.
—Estoy ocupado, Misa; déjanos en paz, por favor.
Con un golpe de melena, la mujer se dio la vuelta y volvió a entrar en el dormitorio, cerrando de un portazo tras ella.
—No le digas que se vaya por mí —murmuró Paula—. Tengo otra cita. Supongo que es tu última agente de prensa —añadió al recordar el término con el que Pedro había descrito una vez el trabajo como aliciente para que ella se uniera al equipo Alfonso. Aquel puesto no había sido más que una cortina de humo para ocultar su verdadero cargo como amante, y evidentemente nada había cambiado.
Paula caminó hacia la puerta, pero, cuando se dispuso a echar mano al picaporte, se dio cuenta de que Pedro se le había adelantado, y el ligero contacto con su mano fue suficiente para provocarle un escalofrío por el brazo.
—¿Comes conmigo?
Paula se preguntaba por qué acabaría de invitarla, teniendo en cuenta que no tenían nada que decirse. Tan cerca como estaban, podía oler su aftershave. El calor emanaba de su cuerpo y la rodeaba, despertando sus sentidos y haciendo que el corazón le latiera con fuerza. Pedro estaba contemplando su boca, y ella fue consciente de que quería besarla.
Sacó la lengua para humedecerse los labios, y ese gesto hizo que Pedro se tensara y el silencio se cargara de electricidad. Durante un segundo, Paula imaginó cómo sería el beso, pero sabía que, por su propio bien, no debía ir por ese camino de nuevo, de modo que apartó la mirada de su rostro.
—No, gracias. Ya te he dicho que tengo otra cita.
—Cancélala.
—No me gustan los tríos —añadió ella, mirando hacia la puerta del dormitorio—. De todas formas, no es una cita exactamente. He quedado con una persona para comer.
—¿Quién es él?
—No sé por qué das por hecho que se trata de un hombre, pero se llama Nicolas Monkton, y posee una agencia inmobiliaria en Wellworth.
—Por no mencionar Monkton Hall.
—¿Cómo diablos sabes eso?
—Sé muchas cosas —contestó él fríamente—. ¿Por eso tienes tanto interés, Paula? ¿Quieres llegar a ser la señora de la casa? ¿Tiene algún hermano?
—No sé. ¿Por qué?
Su sonrisa la dejó helada, y se estremeció ante la amargura de sus ojos.
—Creo que debería advertirle de que te gusta que todo quede en familia —murmuró en voz baja.
Paula explotó y levantó la mano para abofetearlo, pero él la detuvo, agarrándole la muñeca.
—Parece que has desarrollado tu mal carácter, cara. Claro que, nunca fuiste la criatura inocente que querías hacerme creer, ¿verdad?
—Fui una estúpida, sobre todo en lo que a ti respectaba, Pedro. Confiaba en ti, ¿pero tú tenías otros planes, verdad? Te convenía pensar que tenía algo con Gianni Por eso te negaste a escucharme —tomó aliento y abrió la puerta—. Era joven e ingenua, y me pisoteaste, pero no volverás a hacerlo. He crecido, Pedro. He visto quien eres realmente y, francamente, no me impresiona.
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