viernes, 30 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 34




Paula les observó marcharse sintiendo la dolorosa arremetida de unos celos brutales. La mujer que iba con su exvecino no se parecía en nada a Alicia; era alta, morena y muy atractiva. En otras circunstancias, si no hubiera sabido que estaba con Pedro, le hubiera gustado, pero solo de pensar en que seguramente sería su nueva conquista tenía ganas de asesinarla. Sorprendida por esas violentas emociones, Pau trató de calmarse; no permitiría que la súbita aparición de Pedro después de tantos meses acabara con su tranquilidad. Había sido un auténtico shock volverlo a ver; lo había encontrado algo más delgado, pero seguía tan atractivo como siempre y en cuanto se acercó a saludarla supo, sin lugar a dudas, que no había conseguido olvidarlo. 


A pesar del tiempo transcurrido, aunque había procurado volcarse en su pintura, no había conseguido borrar la imagen de su exvecino, que volvía a su mente para atormentarla, una y otra vez. Disgustada consigo misma, Paula sacudió la cabeza decidida a no pensar más en él, al menos de momento, y se volvió de nuevo hacia el hombre con el que estaba hablando, tratando de concentrarse en sus palabras.


Cuando acabó todo, Diego se ofreció a acompañarla hasta su casa y se despidieron en la calle frente a su portal.


—Buenas noches, Pau, y enhorabuena. La exposición ha sido un éxito, has vendido más de la mitad de los cuadros.


—Muchas gracias, Diego, no lo habría logrado sin tu ayuda.


—Que descanses, ángel mío. Recuerda que somos un equipo, nos vamos a hacer muy, muy ricos. —Diego le guiñó un ojo y la joven soltó una carcajada.


—A ver si es verdad, buenas noches.


Diego se inclinó y depositó un suave beso sobre sus labios. 


Paula se lo quedó mirando hasta que su amigo se subió al coche y se alejó, luego empezó a buscar las llaves en su enorme bolso.


—Paula... —La voz profunda y viril la sobresaltó, y el pesado llavero que había conseguido encontrar al fin cayó al suelo con un alegre tintineo.


—¡Pedro! ¿Qué haces aquí?


—Os he seguido —confesó mirándola con el ceño fruncido—. Quería saber dónde vivías, ninguno de tus amigos ha querido decírmelo.


—Quizá sea porque yo no quería que te enteraras —respondió Paula, molesta, y se inclinó para recoger las llaves.


—¡Quieta! Ya las cojo yo. —Pedro se agachó con rapidez y se las entregó.


Pau no pudo evitar que sus pupilas se engancharan con esos helados ojos grises que, paradójicamente, parecían arder de pura furia y, asustada, retrocedió un paso.


—Haces bien en tener miedo —declaró su exvecino con un tono de voz extrañamente calmado.


—¡Yo no te tengo miedo! —Los ojos castaños de Pau lo miraron desafiantes, pero a Pedro no se le escapó la forma en que se mordía el labio inferior para evitar que temblara.


—Así que corriste a arrojarte a los brazos de tu amante, ¿no es así? ¿Qué opina Fiona de vuestra relación?


Sus acusaciones la sorprendieron y la hirieron al mismo tiempo.


—No dices más que tonterías. Para tu información, aunque no tengo por qué darte explicaciones, un amigo me prestó una casita en el sur de Francia y me fui unos meses a pintar.  —Sin tratar de ocultar la expresión desdeñosa de su rostro, Paula se volvió para abrir la puerta.


—Un amigo... qué conveniente. —Ciego de ira, Pedro la agarró del brazo y la obligó a volverse hacia él una vez más.


—¡Ay, me haces daño!


—No me importa y, si no fuera por tu estado, te juro que te sacudiría hasta que se te descolocaran todos los huesos del cuerpo —susurró entre dientes con violencia y sin hacer ningún amago de aflojar el apretón.


—¡Déjame en paz! ¡No puedes venir aquí amenazándome! 
—Furiosa, Pau se revolvió intentando soltarse.


—¿Ah, no? —Sus grandes manos la sujetaron con más fuerza de los brazos y la zarandeó ligeramente.


—Suéltame o gritaré —lo desafió la joven mirándolo airada.


—Veo que no estáis casados, ¿por qué?


—¿Casados? Sigues diciendo tonterías —respondió Paula con un mohín petulante.


—¿Acaso no quiere reconocer a su hijo? —Pedro la sacudió de nuevo, rabioso.


Pau lo miró desconcertada, como si no tuviera ni la menor idea de qué demonios hablaba. De repente, al ver su expresión, una idea se dibujó con nitidez cegadora en la cabeza de Pedro.


—Porque es suyo ¿no? ¿De cuánto tiempo estás? —preguntó muy pálido.


—De unas veinte semanas.


Pedro hizo unos rápidos cálculos y su rostro tomó un tinte cerúleo.


—No será...


—¿Qué? —Pau lo miró retadora.


—¿No será... mi hijo?


Sin afirmar ni negar, Paula clavó sus pupilas en él. 


Estupefacto, Pedro extendió el brazo y colocó su mano sobre el vientre levemente abultado.


—¡Déjame, no se te ocurra tocarme! —gritó Pau apartándose de él en el acto.


—Es mío —afirmó Pedro como si no pudiera creérselo todavía.


—No te preocupes, no te voy a pedir nada.


—¡¿Cómo has podido...?! —Pedro tuvo que inspirar con fuerza un par de veces antes de poder continuar; los ojos plateados tenían una mirada enloquecida y la joven empezó a sentirse realmente asustada—. ¡¿Cómo has podido ocultarme una cosa semejante?!


A pesar de que procuraba mantener un tono moderado, sus palabras salían como disparos de entre sus dientes apretados.


—No es asunto tuyo —contestó Pau en voz tan baja que era apenas audible. En el fondo sabía que llevaba meses tratando de acallar su mala conciencia.


Lleno de ira, Pedro apretó sus brazos aún más, sin reparar en el dolor que le causaba.


—Ah, ¿no? ¿Entonces de quién si no? —Paula, incapaz de aguantar su mirada furiosa y dolida, dirigió la vista al suelo—. Lo que no comprendo es que... ¿No pensaste en...? —Pedro no fue capaz de terminar la frase; solo de pensarlo se le revolvía el estómago.


Paula trató de ocultar el pesar que le causaba esa pregunta.


—¿Abortar? Ni por un instante se me pasó por la cabeza. Ya soy mayorcita para hacerme responsable de mis actos; pero es mi hijo y de nadie más, así que no te preocupes.


—También es mi hijo, tengo derecho a preocuparme. Yo también soy responsable de mis acciones.


—Mira, Pedro, estoy cansada y quiero irme a la cama. No me apetece mantener esta conversación en este momento. —De pronto, Pedro reparó por vez primera en el aspecto fatigado de Paula y en las leves ojeras bajo sus ojos, y la soltó despacio.


—Está bien. Vete a dormir, pero te prometo que vamos a hablar de esto largo y tendido. Esta vez no escaparás de mí con tanta facilidad —le advirtió en un tono sereno. Luego, dio media vuelta y se alejó en dirección a su coche.


Profundamente aliviada, Pau abrió a toda prisa la puerta de la vivienda y desapareció tras ella. Pedro se quedó un rato sentado tras el volante; notaba que aún respiraba con dificultad.


Paula iba a tener un hijo suyo.


Pedro se pasó una mano nerviosa por el pelo. No estaba seguro de estar preparado para ser padre; desde luego, era la última noticia que esperaba recibir esa noche y se sentía como un boxeador noqueado que no sabía de dónde le llovían los golpes. Después de varios minutos, cuando consiguió calmarse un poco y cesó el temblor de sus manos, arrancó y se alejó de allí a toda velocidad.






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