miércoles, 28 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 28





Más de dos horas después, Pau se volvió y pareció percatarse por primera vez de la presencia de Pedro.


—¡Dios mío, Pepe! Me temo que he sido horriblemente maleducada. ¿Te has aburrido mucho? —preguntó contemplando la figura masculina sentada sobre la hierba, con los fuertes brazos bronceados que asomaban por las mangas de su polo azul rodeando una de sus largas piernas. 


A pesar de ir vestido de manera informal y de su pelo gris revuelto por la brisa marina, seguía teniendo ese toque aristocrático que le distinguía del resto y, una vez más, Paula no pudo evitar pensar que su vecino era el hombre más atractivo con el que se había cruzado jamás.


Los ojos grises de Pedro relucían al recorrer la melena despeinada de Paula, su bonito rostro que lucía varias salpicaduras de pintura y su vieja camiseta en la que ahora se podían contar casi tantos colores como el lienzo.


—No me he aburrido ni un poquito. No recuerdo la última vez que me sentí tan a gusto. Además, verte pintar es todo un espectáculo.


Pau se derrumbó a su lado.


—Estoy cansada. Llevo mucho tiempo de pie y cuando pinto, me quedo muy tensa.


—¿Quieres que te dé un masaje?— preguntó su vecino, solícito.


La joven le sonrió con picardía.


—No gracias, querido vecino. —Al ver su expresión de exagerado desencanto soltó una carcajada—. ¿Puede saberse qué llevas en esa cesta tan grande, Caperucita?


—Soy un empresario previsor, así que antes de salir le pedí a la cocinera que nos preparase alguna cosa rica. ¿Tienes hambre?


—¡Estoy famélica!


—Si quieres, vete sacando cosas de la cesta y yo iré a recoger las bebidas que he dejado enfriando.


Paula extendió una manta que encontró dentro de la cesta y sobre ella colocó unos platos de porcelana, dos copas de cristal, los sándwiches y los pasteles. Al mirar la comida se le hizo la boca agua, por fortuna, en ese momento llegó Pedro con las botellas.


—He traído agua y vino blanco, pero te prometo que es de baja graduación y que no te serviré más de una copa. ¿De acuerdo?


—De acuerdo, confío en ti.


—¿Seguro? No sé si me gusta esa declaración. Me da la sensación de que me dejas con las manos atadas —protestó su vecino.


Pedro, no empieces, recuerda que los dos preferimos ser amigos —lo reconvino la joven, divertida, y le sirvió unos cuantos emparedados en su plato.


—Bueno, pero recuerda también que estamos prometidos —respondió Pedro, al tiempo que se abalanzaba hambriento sobre uno de los sándwiches.


—Mejor recuerda tú, que solo es una farsa para embaucar a tu madre y librarte de las terribles garras de la honorable Pamela Atkinson —replicó Paula, antes de dar un mordisco al suyo.


—Hace tanto tiempo que una mujer no pone sus garras, terribles o no, sobre mí, que no sé si eso me alegra o me entristece —se lamentó Pedro muy serio.


—Pobrecito mío —respondió Pau, burlona—, pero si eso es lo que quieres puedo anunciar la ruptura de nuestro compromiso y dejarle las manos libres.


—Sabía que aprovecharías cualquier ocasión para intentar quitarte del medio —gruñó el hombretón a su lado.


—Aclaremos la situación de una vez —pidió Pau con la boca llena—. ¿Quieres que la bella Pamela ponga sus garras sobre ti, sí o no?


Pedro fingió atragantarse:
—¡Cielos no! Solo digo que no me importaría que tus garras se posaran de vez en cuando sobre mí...


—¡Pedro Alfonso, no sigas por ese camino!


—¡Paula Chaves, eres una marimandona!


Los dos se miraron y se echaron a reír.


—Prometo que mientras pueda te protegeré —dijo al fin la Paula cogiendo un pastelillo de limón—, aunque solo sea para agradecerte este maravilloso banquete; está todo riquísimo.


—Sí, la verdad es que Doris es una estupenda cocinera.


Tras la abundante comida, a Pau le invadió una agradable modorra. Después de meter los restos de comida y los cacharros sucios en la cesta la joven, somnolienta, anunció:
—Creo que dormiré una siesta.


—Muy bien, yo voy a explorar un poco.


Cuando Pedro regresó una hora más tarde de su paseo, se la encontró profundamente dormida sobre la manta. De repente, le entraron unas tremendas ganas de tumbarse junto a ella y besarla para que abriera los ojos. La estuvo observando un buen rato, preguntándose por qué demonios la deseaba tanto; había conocido a mujeres bellísimas pero ninguna lo había alterado hasta el punto en que lo hacía Paula Chaves. En ese momento, los párpados de la joven temblaron y abrió los ojos.


—Menuda siesta —dijo desperezándose de forma ostentosa.


—¿Nunca te han dicho que estirarse en público es de mala educación? —preguntó Pedro, severo, aunque sus pupilas grises relucían risueñas.


—Si algún día tengo alguna duda sobre etiqueta y protocolo le avisaré, señor Alfonso —respondió Paula muy digna—. Uf, estoy sudando...


—¿Quieres darte un baño?


—¿Estás loco? El agua debe estar congelada, además, no he traído traje de baño.


—Esta cala es como si fuera privada, solo se puede llegar andando desde muy lejos o en barco, por lo que casi siempre está desierta. Podemos darnos un chapuzón.


—¡Pedro Alfonso! ¿No estarás sugiriendo tú, precisamente, que nos bañemos desnudos?


—¿Qué significa eso de «tú, precisamente»? —preguntó, molesto, imitando el modo en el que la joven había enfatizado las palabras. Pau abrió la boca para contestarle, pero él alzó una mano para detenerla y no la dejó seguir—. ¡No respondas! Prefiero no saberlo. Por supuesto que no pretendía que nos bañáramos desnudos. —Solo de pensarlo notó una repentina excitación—. Podemos bañarnos en ropa interior, yo lo he hecho muchas veces, claro que siempre estaba solo, pero prometo no mirar.


—Desde luego, es el tipo de cosa que haría si estuviera con una amiga sin pensarlo dos veces... —comentó Pau como si hablara consigo misma, lo cierto es que se sentía pegajosa después de la siesta y la idea de darse un baño en las tranquilas aguas azules le atraía poderosamente.


—Siempre dices que soy tu amigo. —Pedro confió en no estar mostrándose demasiado insistente.


—Ya, pero no es lo mismo. Además, una vez confesaste que querías seducirme —le recordó Paula con sequedad.


—Te doy mi palabra de caballero de que no me aprovecharé de ti —declaró su vecino y levantó la palma de su mano como si acabara de hacer un juramento solemne.


—¿Tu palabra de caballero vale tanto como tu palabra de boy scout? —interrogó la chica, maliciosa.


—¡Caramba, Paula, eres un ser desconfiado y suspicaz y, para más inri, tienes una buena memoria irritante! —exclamó su vecino, fingiendo indignación.


—La verdad es que me apetece un montón bañarme —confesó la joven mirando anhelante hacia las límpidas aguas.


—Te prometo que me quedaré aquí hasta que estés dentro del agua, luego da un grito y me meteré yo ¿de acuerdo?


—De acuerdo —dijo Paula cediendo a la tentación.


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