lunes, 5 de septiembre de 2016

ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 10




Vestida con aquel atuendo de seda que debía haber costado una fortuna, Paula salió a la terraza.


Se sorprendió ante lo que vio. La mesa estaba puesta. Unas velas ardían en la oscuridad y el aire olía a verano y calor. Y sabía que Pedro lo había preparado para ella.


—¿Quieres beber algo? —le ofreció él.


—No sé si debo… —Paula aceptó la copa.


—No es alcohol. No soy tan estúpido. Aunque debo admitir que te transformas bajo la influencia del alcohol.


—Me ha gustado bailar… —ella se puso colorada.


—Lo he observado. Quiero saber por qué anoche ha sido tu primera salida a un club nocturno. Quiero saber por qué no has ido de compras…


Ella buscó inspiración.


—¿Siempre te gastas todo lo que ganas?


—No… —él sonrió.


—Por eso. No sé por qué crees que el dinero es sólo para ir de tiendas…


—Quizás porque suele ser así para las mujeres. Pero tú me estás enseñando que las mujeres son más complicadas de lo que pensaba —hizo una seña hacia la mesa—. Sentémonos… —dijo él con cortesía, algo nuevo para ella.


—¿Has cocinado tú?


—No exactamente. Debo confesar que la mayoría de los platos los compro preparados.


—Tienen buen aspecto —ella se inclinó y miró uno de los platos—. Jannis también prepara esta comida. Es mi favorita.


—¿Quién es Jannis? —le preguntó Pedro con desconfianza.


—Jannis es tu chef.


—Claro…


—Me ha enseñado a preparar platos griegos. Me gusta…


Le gustaba cocinar, y era estupendo no tener que pensar en el gasto de los ingredientes, pensó ella.


—¿De qué otra manera has estado pasando el tiempo en mi ausencia? —preguntó él.


—He explorado Atenas.


—¿Y? ¿Te ha gustado?


—Es una ciudad fascinante.


—¿Cómo es que no has estado antes en Atenas? Tu abuelo tiene una casa cerca de la mía. Tienes que haber estado allí.


—Yo… No. Sólo lo he visto en su casa de Corfú —tomó la iniciativa y empezó a hacerle preguntas a él—: ¿Y tú? Sé que tienes varias casas.


—Sí, tengo varias casas, ágape mou. Pero un solo hogar. Éste —se quedó callado un momento, mirando el mar—. El hogar es un sitio donde puedes ser tú mismo. Un lugar privado, donde no tienes que darle cuentas a nadie.


—Pero tú eres rico. Tú no tienes que rendir cuentas a nadie…


—Dirijo una empresa muy complicada, que maneja millones de dólares. Y hay días que pareciera que tengo que rendir cuentas al mundo entero. Las decisiones que tomo repercuten en mucha gente, a los empleados, a su vida…


¿Y eso le importaba a él?, se preguntó Paula.


—Mi abuelo ha dejado a mucha gente sin trabajo…


Pedro se puso serio.


—Y esa gente tiene familias y responsabilidades. El echar a la gente es el resultado de una mala organización y de planear mal todo. Si contemplas el futuro puedes anticipar los movimientos del mercado y reaccionar a tiempo. Mi empresa nunca ha tenido que echar gente.


—Sin embargo tienes la misma fama de empresario despiadado que mi abuelo…


—Bueno, no soy blando, ágape mou. Yo recompensó justamente a la gente, y a cambio espero de ellos que trabajen duro. Es una fórmula muy simple.


—He leído que cuando terminaste la universidad no te uniste a la empresa de tu padre —comentó ella.


—No es agradable meterse en el terreno de otro. Yo quería demostrarme que podía valerme por mí mismo.


—¿Y entonces creaste tu propio negocio?


—El negocio de mi padre es muy tradicional —le explicó él—. Yo quería probar otras cosas, así que desarrollé software para ordenadores con un amigo de la universidad y se lo vendimos a empresas. En el primer año hicimos cincuenta millones de dólares de ganancia. Mantuvimos la empresa durante varios años y luego la vendimos. Para entonces yo ya estaba dispuesto a unirme a la empresa de mi padre. Y ya está bien de hablar de mí. Quiero saber de ti. He oído hablar de internados ingleses…


Paula sonrió y se sirvió más comida.


—En realidad, me encantaba.


Había sido el único hogar que había tenido.


—¿Es cierto que estuviste allí desde los siete años?


—Sí.


—Es una edad muy temprana…


Pero ella no había tenido un hogar. Su padre había muerto. 


Su madre estaba gravemente enferma. Y su abuelo la había desheredado.


—A mí me gustaba…


—¿Nunca te has sentido tentada de vivir con tu abuelo?


Ella casi se rió.


—Yo me lo pasé bien en el colegio.


—¿Y luego fuiste a la universidad directamente?


—Estudié música y francés.


Pedro le sirvió el plato por tercera vez.


—Tienes mucho apetito… —sonrió él.


Ella estuvo tentada de decir que nunca había visto tanta comida en su vida, pero se reprimió a tiempo.


—Me encanta la comida griega —sonrió ella.


—Me alegro de que te guste —respondió él.


Se echó hacia atrás y le hizo preguntas acerca de sus cursos de música y cuando ella terminó de comer le sugirió:
—Quiero que toques el piano, pethi mou. Un concierto para mí solo…


Se miraron un momento, y ella se olvidó del piano. El deseo la envolvió con un calor intenso.


Pedro asintió como si comprendiera y le dijo:
—Más tarde. Ahora quiero que toques para mí.


Paula se sentó al piano. Se quedó mirando las teclas un momento.


Y luego empezó a tocar. Primero Chopin, luego Mozart, Beethoven y finalmente Rachmaninov. Sus dedos volaban sobre el teclado. Hasta que la pieza final terminó y sus manos cayeron en su regazo.


Siguió el silencio.


—Ha sido impresionante, de verdad. No sabía que tocabas tan bien. ¿Cómo es que no ganas millones en recitales públicos?


—No soy famosa…


—Pero podrías serlo…


—No lo creo… —ella desvió la mirada, incómoda y contenta de que a él le hubiera gustado su interpretación.


—Has terminado tus estudios, ¿y ahora qué? ¿Qué planes tenías antes de aceptar este matrimonio?


—No lo había pensado…


—Tu abuelo no me comentó nada sobre tu talento…


Paula apretó los dedos.


—No creo que mi abuelo esté interesado en la música.


—Me encanta como tocas —le dijo Pedro seductoramente, haciéndola poner de pie y agarrándole la cara con las manos—. Eres muy apasionada y sensible… Y eso te hace muy excitante en la cama.


Pedro… —ella se puso colorada.


—Y me encanta que te pongas colorada tan fácilmente —murmuró Pedro bajando la cabeza y besándola.


Fue un beso que la excitó de los pies a la cabeza. Paula gimió y se apretó contra él. Pedro le susurró algo en griego y la levantó en brazos.


Siempre lo hacía, pensó ella, mareada aún del beso y con los miembros temblando de deseo.


Pedro la dejó en medio de la cama.


—Nunca me sacio de ti —gimió él, bajándole los tirantes del vestido y dándole un ardiente beso en el hombro—. No nos vamos a ir de esta isla hasta que por lo menos pueda estar en una reunión de negocios sin pensar en ti.


Ella recordó que se había dicho que no lo iba a dejar hacer aquello otra vez. Pero los dedos maestros de Pedro la desnudaron y su boca acarició uno de sus pezones, y Paula se olvidó de todo, entregada a aquel placer tan intenso, mientras susurraba su nombre.


—Ninguna mujer me ha excitado tanto como tú —dijo él mientras acariciaba su cuerpo—. Es muy difícil refrenarse…


—Entonces, no lo hagas…


—No quiero hacerte daño…


Ella cerró los ojos, tratando de controlar el deseo. Pero su cuerpo se derretía por él.


Pedro, por favor…


Pedro hizo un sonido gutural y giró con ella hasta ponerla debajo con un suave movimiento. Él se colocó entre sus piernas antes de volver a besarla y la hizo suya.


Ella sintió un calor dentro. Lo sintió fuerte y profundamente.


Gimió, abandonada a aquella sensación; y él la acalló nuevamente con su boca.


El se adentró en ella con poderosos empujes. Hasta que ambos llegaron al punto más alto del placer y se desmoronaron.


Después de hacerlo, Paula se quedó con los ojos cerrados, esperando que él la soltara. Pero no lo hizo. Rodó con ella y la puso encima. Le acarició el cabello despeinado, y lo apartó de sus mejillas encendidas.


—Ha sido increíble… —comentó, mirándole la cara—. Eres increíble. Podemos hacer que este matrimonio funcione, Paula.


Ella tragó saliva.


—¿Por qué el sexo es bueno?


—No sólo por eso, pero por supuesto ésa es una razón. Cada vez descubro más cosas de ti. Y me gustan…


Consumida por la culpa, Paula quiso apartarse de él, pero Pedro no la dejó.


—No, esta vez no voy a marcharme. Ni te diré nada horrible. Vamos a pasar la noche juntos. En la misma cama. Pienso que los niños se merecen padres felices juntos —le dio un beso suave en la boca—. Y yo creo que nosotros podemos ser felices juntos.


Ella volvió a sentirse culpable. No podía darle hijos, y cuando él lo supiera… ¿Cómo podía decírselo?


—Crees que soy una mujer interesada en tu dinero…


—Al menos, has sido sincera en eso. Yo respeto la sinceridad. Y lo que compartimos en la cama no tiene nada que ver con el dinero, ágape mou…


Paula cerró los ojos, aterrada con la idea de que él descubriese la verdad.


Pero, ¿tenía que enterarse? Al fin y al cabo, no era la primera mujer que no podía tener hijos. Quizás no se enterase de que ella lo había sabido siempre



No hay comentarios.:

Publicar un comentario