domingo, 11 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 13




Después de varios días, Pedro se vio obligado a aceptar el hecho de que había subestimado a Paula cuando pensó que no era nada más que una niña mimada y rica que estaba de paso en el rancho. Tenía la cabeza bien asentada sobre los hombros y una habilidad real con los caballos. 


Parecía tener un don mágico para aquellos animales. 


Aunque todavía no había conseguido resolver el problema de Señorita Molly, le iba muy bien con Medianoche. El semental se acercaba a ella inmediatamente en cuanto la veía, algo que Pedro podía entender perfectamente. El caballo era macho, ¿no? Y Paula era una hembra de los pies a la cabeza.


Se sentía más impresionado por el modo en que se ponía a trabajar sin que nadie se lo pidiera. No le importaba mancharse, ni se quejaba nunca del calor, de las uñas rotas o de la paja que se le enredaba en el cabello.


Al final de la primera semana que pasaron trabajando juntos, se acercó a él y, con las manos en las caderas, los vaqueros muy sucios, la blusa húmeda y las mejillas arreboladas, le dijo:
—¿Algo más?


Pedro no pudo resistirse.


—Solo esto —murmuró.


Entonces, le dio un beso que subió la temperatura del establo a niveles peligrosos.


En el minuto en que la soltó, Pedro se dio cuenta de que había cometido un error. Un hombre que cruzaba esa clase de línea y descubría que la tentación era tan espectacular como prometía ser, estaba más o menos destinado a repetir la experiencia.


—¿A qué ha venido esto?


—Ojalá lo supiera —susurró él.


Como el deseo de volver a besarla era irresistible, se dio la vuelta antes de poder repetir la experiencia.


Trabajó hasta el agotamiento durante el resto del día. 


Desgraciadamente, nada pudo borrar de su memoria el recuerdo de los labios de Lauren ni de la suavidad de sus curvas.


—Idiota —murmuró


A medida que la noche fue pasando, las lamentaciones de Pedro se fueron haciendo aún mayores. El sabor de los labios de Paula seguía dentro de él, igual que ocurría con la pasión, con el anhelo. Iba de un lado a otro de su casita de tres habitaciones, lleno de inquietud. Por fin, se acomodó en el porche. Cuando el balancín no consiguió relajarlo, se dirigió a la casa principal, decidido a verla. Tal vez un enfrentamiento con ella, el intercambio de unas palabras algo caldeadas le recordaría por qué no había debido besar a Paula en primer lugar. Dado que casi nunca tenían una conversación civilizada, se dio cuenta que la posibilidad de una discusión era bastante alta.


Encontró a Paula sentada en los escalones del porche, con unos vaqueros y una camiseta de hombreras que deberían haber estado prohibidos para alguien con un cuerpo como el de ella. ¿Cómo podía pensar un hombre cuando una mujer iba vestida de aquella manera?


—Esteban está dentro —dijo ella, cuando lo vio.


—No he venido a ver a Esteban.


—¿Cómo?


—Sobre lo de esta mañana… —comenzó, metiéndose las manos en los bolsillos, mientras se mantenía a una prudente distancia.


—¿Sí?


—No tenía ningún derecho a hacer lo que hice.


—¿Te refieres a lo de besarme?


—Claro que me refiero a eso —le espetó—. ¿Por qué si no me iba a estar disculpando?


—¿Eso lo que estás haciendo? —preguntó ella, con una ligera sonrisa en los labios —. ¿Estás disculpándote?


—Sí, maldita sea.


—Eso debe de ser una experiencia completamente nueva para ti —comentó, entre risas.


—¿Por qué?


—Porque no se te da muy bien —replicó Paula—. No importa —añadió, cuando vio que Pedro estaba a punto de darse la vuelta y marcharse—. No tienes por qué disculparte, pero no te acostumbres.


—Créeme, no lo haré —prometió él.


Decidió que, en lo sucesivo, mantendría las distancias con ella.


—¿Te apetece un poco de té helado?


—¿Cómo dices?


—No es una pregunta muy difícil —respondió ella, entre risas—. Es una noche muy calurosa. Te he preguntado si te apetecía un poco de té helado. Tengo aquí una jarra. Puedo entrar en la cocina a buscar otro vaso.


Pedro consideró aquel gesto de amistad. ¿Qué mal podría haber en ello, especialmente cuando acababa de dejar todas las cartas encima de la mesa? Paula sabía que no iba a haber más besos. Además, había planeado mantenerse alejado de ella en lo sucesivo. Mientras tanto, no había razón para no compartir con ella unos minutos de cortés conversación.


—Claro —dijo él, por fin—, pero iré yo a buscar el vaso. Sé dónde están…


Así tendría la oportunidad de disfrutar de unos minutos para despejarse y olvidarse de la tentación de volver a besarla. Se imaginó que sentaría un muy mal precedente si la besaba cinco minutos después de haber prometido que no volvería a hacerlo.


—Como quieras —replicó ella, como si no le importara en absoluto.


Por alguna razón, aquello molestó a Pedro casi tanto como todo lo que Paula hacía.


Pasó a su lado, entró en la cocina y tomó un vaso. Iba camino del porche cuando Esteban lo sorprendió.


—¿Necesitas algo, Pedro?


—Solo he entrado por un vaso.


—¿Es que no tienes ninguno en tu casa?—le preguntó Esteban, con cierta sorna.


—Es que Paula me ha invitado a que me tome un vaso de té helado con ella —respondió, apretando los dientes.


—Entonces, ¿os lleváis ya los dos mejor?


—Es una prueba constante para nuestro instinto natural, pero lo estamos intentando.


—Me alegro. Bueno, que os divirtáis.


—Podrías salir y unirte a nosotros —dijo Pedro, desesperado por tener más compañía.


—No. Yo tengo planes y no os incluyen a vosotros. Karen está arriba.


—Sí, claro —musitó Pedro. ¿Cómo no se lo habría imaginado?—. Bueno, hasta mañana.


—Nos vemos al alba. Tenemos que llevar la manada a los pastos del oeste.


Pedro se le había olvidado completamente que se había ofrecido a ayudarle.


—¿Y Paula?


—¿Qué pasa con Paula?


—Tal vez sea mejor que le diga que se pase el día de compras o algo por el estilo.


—Claro, ¿por qué no? —dijo Esteban, con una enorme risotada—. Creo que, después de todo, voy a aceptar tu invitación.


—No crees que le parezca bien, ¿verdad?


—Creo que te cortará en trocitos si le sugieres algo como eso —comentó Esteban alegremente.


—Solo era una idea. No quiero que esté con Medianoche a solas sin nadie para echarle una mano.


—Entonces, cuéntale lo que te preocupa y deja que sea ella quien decida.


—¿Ella? Paula es impulsiva y testaruda. Se pasará todo el día con ese maldito caballo solo para molestarme.


—Será su elección.


—¿Y si regresamos y la encontramos tumbada en el suelo con un par de costillas rotas o algo peor? ¿Será eso también su elección?


—Estás realmente preocupado, ¿verdad, Pedro? ¿Es que no van tan bien las cosas como yo había esperado?


—Hasta cierto punto, pero Paula es la clase de mujer que siempre va al límite, y tú lo sabes.


—Habla con ella. Paula es mucho más sensata de lo que tú te piensas. No va a hacer ninguna locura.


—Está bien —dijo Pedro, en tono sombrío—. Hablaré con ella, aunque no creo que sirva de nada.


Con eso, abrió la puerta y salió al porche tras dar un buen portazo. Así, ella no podría acusarlo de moverse solapadamente.


—Me alegra saber que tienes una impresión tan favorable de mi sentido común —dijo Paula, suavemente.


Pedro lanzó un gruñido. No se le había ocurrido pensar que ella podría escucharlo todo.


—Lo siento…


—¿De verdad? ¿O es que sientes que te haya oído?


—Más bien lo último —contestó él, con cierto candor—. Trato de no insultar a las mujeres en su cara.


—¿Y por la espalda?


—Si vamos a tener un enfrentamiento verbal, ¿te importa darme un poco de té?


—Ahí está la jarra. Sírvete tú mismo.


Muy a su pesar, Pedro reprimió una sonrisa. Debería haberse imaginado que Paula no iba a servirle. Se sirvió él té, dio un largo trago y trató de encontrar una excusa para defenderse.


—Dado que has oído todo lo que hemos dicho, supongo que no habrá posibilidad alguna de que consideres irte mañana a Winding River para pasarte el día de compras, ¿verdad?


—No. La constancia es algo muy importante cuando se trabaja con un caballo. Necesito quedarme aquí.


—¿Me prometes al menos no meterte en el corral? —sugirió él, sabiendo que Paula tenía razón.


—Medianoche no va a hacerme ningún daño.


—Maldita sea, eso no lo sabes. Hace unas pocas semanas era completamente salvaje.


—Y cada día confía más en mí. Lo has visto tú mismo.


—No quiero que confíes y que corras riesgos, especialmente cuando no hay nadie para ayudarte.


—Esta no es una típica orden machista, ¿verdad? —preguntó ella. De repente, la expresión de su rostro se había suavizado—. Estás realmente preocupado por mí.


—No estoy seguro que el seguro de Esteban y Karen tenga suficiente cobertura como para repararte la cabeza —respondió, sin admitir que realmente le preocupaba.


—No. Estás realmente preocupado por mí, ¿verdad, Pedro? Admítelo.


—De acuerdo —confesó él, tras una pequeña pausa—. Sí, estoy preocupado por ti.


—¿Por qué?


—Porque todo lo que tenga que ver con los caballos de por aquí es responsabilidad mía.


—Entonces, esto es puramente una preocupación egoísta por tu parte —afirmó ella, desafiándolo para que lo negara.


—Sí.


—Es mentira, pero esta vez lo dejaré pasar.


Paula se puso de pie. El movimiento fue suficiente para que Pedro pudiera aspirar el aroma de su perfume. 


Entonces, ella le colocó la mano en la mejilla y luego la retiró muy lentamente.


—Gracias por preocuparte de mí.


Se marchó antes de que a Pedro se le ocurriera una respuesta satisfactoria.



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