viernes, 30 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 35





Dos días después, Pau salía de su casa cuando se encontró a Pedro de pie al lado de su deportivo de color negro.


—Buenos días, Paula, sube, te llevo —dijo con voz tranquila.


—¿A dónde me vas a llevar si puede saberse?


—He hablado con tu madre y sé que tienes cita con el ginecólogo. Vamos, te acompañaré.


—¿Has hablado con mi madre? —La joven lo miró boquiabierta.


—Por lo visto, se te había olvidado contarle el pequeño detalle de que el padre de tu hijo no tenía ni idea de que estuviera en camino. Creo que te espera una buena bronca.


Paula lo miró furiosa.


—No sé por qué demonios tienes que hablar con mi madre, nadie te ha dado vela en este entierro y no quiero que me acompañes a ningún lado.


—Sube —Paciente, Pedro mantuvo la puerta del vehículo abierta.


La mirada severa que acompañó la orden no le dio opción a Paula para negarse; al fin y al cabo, Pedro parecía decidido y no podía hacer una escena en mitad de la calle. Muy enfadada, Pau se sentó en el asiento del copiloto.


—Creí que había dejado claro que no te quería en mi vida.


—Siento desilusionarte, querida Paula, estoy aquí para quedarme y no podrás impedírmelo. —Su expresión, resuelta y despiadada, le hizo comprender a la joven el secreto del éxito de su antiguo vecino en los negocios, así que, impotente, a Pau no le quedó más remedio que indicarle el hospital a donde debían dirigirse y, después, no dijo ni una palabra más durante el resto del trayecto.


De reojo, Pedro miraba de vez en cuando su hermoso perfil, mientras ella, muy digna, no apartaba la vista de la calzada. A pesar de la actitud de Paula, ardía en deseos de alargar la mano y coger entre los suyos esos dedos esbeltos, que se retorcían con nerviosismo.


—Pase Paula, tiéndase en la camilla y desabróchese el botón del pantalón. —La sonriente enfermera la hizo pasar a un pequeño habitáculo que contenía una camilla y un ecógrafo—. Hoy le harán la ecografía de las veinte semanas. Me imagino que su esposo querrá estar presente también.


Antes de que la joven pudiera negar el parentesco, Pedro dijo:
—Por supuesto, no me lo perdería por nada del mundo.


Paula notó que la enfermera acusaba el impacto de la sonrisa de su exvecino y soltó un bufido indignado. En cuanto se quedaron a solas, Pau se volvió hacia él, enojada.


—No me gusta que te hagas pasar por mi marido.


—No hace falta que te preocupes, más temprano que tarde será una realidad. —La chica lo miró con la boca abierta, pero antes de que se le ocurriera alguna contestación, Pedro añadió—: Venga, Paula, haz lo que te ha dicho la enfermera y túmbate de una vez.


Incapaz de articular palabra, Pau obedeció por fin y, tendiéndose en la camilla, se desabrochó el botón del pantalón y se subió la blusa. Pedro contempló fascinado ese vientre levemente abultado —la única señal, salvo un
ligero aumento del tamaño de los senos, de que la joven estaba embarazada— y sintió un intenso deseo de acariciarlo. La entrada de la doctora interrumpió sus pensamientos.


—Buenos días, Paula, ¿qué tal se encuentra?


—Perfectamente, al menos ya no me voy quedando dormida por las esquinas. Eso sí, desde que se me pasaron las náuseas tengo hambre a todas horas —respondió Pau, sonriente.


—Eso entra dentro de la más absoluta normalidad —declaró la doctora devolviéndole la sonrisa, mientras extendía un gel transparente sobre el abdomen de la joven. A continuación, cogió la sonda exploratoria y la fue deslizando por encima de su piel.


—¿Qué es eso? —preguntó Pedro, asustado al escuchar un ruido atronador.


—Es el corazón del feto.


—¿No va demasiado rápido? ¿Es eso normal? ¿Tiene algún problema? —Nervioso, el pobre hombre fue disparando una pregunta tras otra.


—Siempre es así, todo parece estar bien. Ya mide 14 centímetros y pesa unos 250 gramos —contestó la doctora con amabilidad, procurando tranquilizarlo—. ¿Desea conocer el sexo de su bebé, Paula?


—Sí, por favor. —La joven había permanecido hasta entonces en silencio, observando maravillada la imagen en blanco y negro del monitor.


La doctora examinó atentamente la pantalla durante un buen rato y anunció:
—Van a ser padres de una niña. Felicidades a los dos.


—¡Una niña! —La voz masculina, algo ronca, resonó en la habitación.


Incapaz de contener su emoción, Pedro cogió una de las manos de Pau entre las suyas, las pupilas de ambos se encontraron y Pedro percibió en los grandes ojos castaños de Paula el brillo de las lágrimas. Sin poder evitarlo, ambos se sonrieron al mismo tiempo y algo, cálido y delicado, pasó entre los dos.




MAS QUE VECINOS: CAPITULO 34




Paula les observó marcharse sintiendo la dolorosa arremetida de unos celos brutales. La mujer que iba con su exvecino no se parecía en nada a Alicia; era alta, morena y muy atractiva. En otras circunstancias, si no hubiera sabido que estaba con Pedro, le hubiera gustado, pero solo de pensar en que seguramente sería su nueva conquista tenía ganas de asesinarla. Sorprendida por esas violentas emociones, Pau trató de calmarse; no permitiría que la súbita aparición de Pedro después de tantos meses acabara con su tranquilidad. Había sido un auténtico shock volverlo a ver; lo había encontrado algo más delgado, pero seguía tan atractivo como siempre y en cuanto se acercó a saludarla supo, sin lugar a dudas, que no había conseguido olvidarlo. 


A pesar del tiempo transcurrido, aunque había procurado volcarse en su pintura, no había conseguido borrar la imagen de su exvecino, que volvía a su mente para atormentarla, una y otra vez. Disgustada consigo misma, Paula sacudió la cabeza decidida a no pensar más en él, al menos de momento, y se volvió de nuevo hacia el hombre con el que estaba hablando, tratando de concentrarse en sus palabras.


Cuando acabó todo, Diego se ofreció a acompañarla hasta su casa y se despidieron en la calle frente a su portal.


—Buenas noches, Pau, y enhorabuena. La exposición ha sido un éxito, has vendido más de la mitad de los cuadros.


—Muchas gracias, Diego, no lo habría logrado sin tu ayuda.


—Que descanses, ángel mío. Recuerda que somos un equipo, nos vamos a hacer muy, muy ricos. —Diego le guiñó un ojo y la joven soltó una carcajada.


—A ver si es verdad, buenas noches.


Diego se inclinó y depositó un suave beso sobre sus labios. 


Paula se lo quedó mirando hasta que su amigo se subió al coche y se alejó, luego empezó a buscar las llaves en su enorme bolso.


—Paula... —La voz profunda y viril la sobresaltó, y el pesado llavero que había conseguido encontrar al fin cayó al suelo con un alegre tintineo.


—¡Pedro! ¿Qué haces aquí?


—Os he seguido —confesó mirándola con el ceño fruncido—. Quería saber dónde vivías, ninguno de tus amigos ha querido decírmelo.


—Quizá sea porque yo no quería que te enteraras —respondió Paula, molesta, y se inclinó para recoger las llaves.


—¡Quieta! Ya las cojo yo. —Pedro se agachó con rapidez y se las entregó.


Pau no pudo evitar que sus pupilas se engancharan con esos helados ojos grises que, paradójicamente, parecían arder de pura furia y, asustada, retrocedió un paso.


—Haces bien en tener miedo —declaró su exvecino con un tono de voz extrañamente calmado.


—¡Yo no te tengo miedo! —Los ojos castaños de Pau lo miraron desafiantes, pero a Pedro no se le escapó la forma en que se mordía el labio inferior para evitar que temblara.


—Así que corriste a arrojarte a los brazos de tu amante, ¿no es así? ¿Qué opina Fiona de vuestra relación?


Sus acusaciones la sorprendieron y la hirieron al mismo tiempo.


—No dices más que tonterías. Para tu información, aunque no tengo por qué darte explicaciones, un amigo me prestó una casita en el sur de Francia y me fui unos meses a pintar.  —Sin tratar de ocultar la expresión desdeñosa de su rostro, Paula se volvió para abrir la puerta.


—Un amigo... qué conveniente. —Ciego de ira, Pedro la agarró del brazo y la obligó a volverse hacia él una vez más.


—¡Ay, me haces daño!


—No me importa y, si no fuera por tu estado, te juro que te sacudiría hasta que se te descolocaran todos los huesos del cuerpo —susurró entre dientes con violencia y sin hacer ningún amago de aflojar el apretón.


—¡Déjame en paz! ¡No puedes venir aquí amenazándome! 
—Furiosa, Pau se revolvió intentando soltarse.


—¿Ah, no? —Sus grandes manos la sujetaron con más fuerza de los brazos y la zarandeó ligeramente.


—Suéltame o gritaré —lo desafió la joven mirándolo airada.


—Veo que no estáis casados, ¿por qué?


—¿Casados? Sigues diciendo tonterías —respondió Paula con un mohín petulante.


—¿Acaso no quiere reconocer a su hijo? —Pedro la sacudió de nuevo, rabioso.


Pau lo miró desconcertada, como si no tuviera ni la menor idea de qué demonios hablaba. De repente, al ver su expresión, una idea se dibujó con nitidez cegadora en la cabeza de Pedro.


—Porque es suyo ¿no? ¿De cuánto tiempo estás? —preguntó muy pálido.


—De unas veinte semanas.


Pedro hizo unos rápidos cálculos y su rostro tomó un tinte cerúleo.


—No será...


—¿Qué? —Pau lo miró retadora.


—¿No será... mi hijo?


Sin afirmar ni negar, Paula clavó sus pupilas en él. 


Estupefacto, Pedro extendió el brazo y colocó su mano sobre el vientre levemente abultado.


—¡Déjame, no se te ocurra tocarme! —gritó Pau apartándose de él en el acto.


—Es mío —afirmó Pedro como si no pudiera creérselo todavía.


—No te preocupes, no te voy a pedir nada.


—¡¿Cómo has podido...?! —Pedro tuvo que inspirar con fuerza un par de veces antes de poder continuar; los ojos plateados tenían una mirada enloquecida y la joven empezó a sentirse realmente asustada—. ¡¿Cómo has podido ocultarme una cosa semejante?!


A pesar de que procuraba mantener un tono moderado, sus palabras salían como disparos de entre sus dientes apretados.


—No es asunto tuyo —contestó Pau en voz tan baja que era apenas audible. En el fondo sabía que llevaba meses tratando de acallar su mala conciencia.


Lleno de ira, Pedro apretó sus brazos aún más, sin reparar en el dolor que le causaba.


—Ah, ¿no? ¿Entonces de quién si no? —Paula, incapaz de aguantar su mirada furiosa y dolida, dirigió la vista al suelo—. Lo que no comprendo es que... ¿No pensaste en...? —Pedro no fue capaz de terminar la frase; solo de pensarlo se le revolvía el estómago.


Paula trató de ocultar el pesar que le causaba esa pregunta.


—¿Abortar? Ni por un instante se me pasó por la cabeza. Ya soy mayorcita para hacerme responsable de mis actos; pero es mi hijo y de nadie más, así que no te preocupes.


—También es mi hijo, tengo derecho a preocuparme. Yo también soy responsable de mis acciones.


—Mira, Pedro, estoy cansada y quiero irme a la cama. No me apetece mantener esta conversación en este momento. —De pronto, Pedro reparó por vez primera en el aspecto fatigado de Paula y en las leves ojeras bajo sus ojos, y la soltó despacio.


—Está bien. Vete a dormir, pero te prometo que vamos a hablar de esto largo y tendido. Esta vez no escaparás de mí con tanta facilidad —le advirtió en un tono sereno. Luego, dio media vuelta y se alejó en dirección a su coche.


Profundamente aliviada, Pau abrió a toda prisa la puerta de la vivienda y desapareció tras ella. Pedro se quedó un rato sentado tras el volante; notaba que aún respiraba con dificultad.


Paula iba a tener un hijo suyo.


Pedro se pasó una mano nerviosa por el pelo. No estaba seguro de estar preparado para ser padre; desde luego, era la última noticia que esperaba recibir esa noche y se sentía como un boxeador noqueado que no sabía de dónde le llovían los golpes. Después de varios minutos, cuando consiguió calmarse un poco y cesó el temblor de sus manos, arrancó y se alejó de allí a toda velocidad.






MAS QUE VECINOS: CAPITULO 33





Cinco meses después, Pedro Alfonso se encontraba trabajando en su despacho cuando entró su secretaria con un ejemplar de The Times en una de sus manos.


—Gracias, Janet, déjalo ahí, por favor —dijo sin levantar la vista de los documentos que repasaba en ese momento.


Al terminar, abrió el periódico y le echó un rápido vistazo para ver las noticias del día. Acababa de pasar una página cuando leyó de pasada uno de los numerosos anuncios de la sección de cultura; incrédulo, se quedó inmóvil y volvió a leerlo detenidamente.



HOY MIÉRCOLES, A LAS 19:00 H.
INAUGURACIÓN DE LA EXPOSICIÓN DE PINTURA
«PAISAJES INTERIORES»
DE PAULA CHAVES
GALERÍA TORRES


Pedro permaneció un buen rato mirando con fijeza el anuncio del periódico sin verlo en realidad. El dolor agudo que atravesó sus entrañas le sorprendió; estaba convencido de que el tiempo transcurrido había conseguido mitigar el daño que la desaparición de Paula, sin darle ningún tipo de explicación, le había causado. Su primera idea fue rasgar la página, estrujarla entre sus dedos y arrojarla a la papelera, pero, de inmediato, cambió de opinión.


Durante toda su vida se había enfrentado con los problemas cara a cara y esta vez no sería una excepción.


A pesar de que ya no creía albergar ningún sentimiento profundo hacia Paula, pensaba que sería mejor asegurarse. 


Pedro reflexionó durante un buen rato y tomó una decisión: acudiría a la galería y la saludaría como un ser civilizado saluda a otro con el que ha compartido algunos momentos especiales.


Nada más.


Satisfecho al comprobar lo tranquilo que se sentía después de haber tomado esa resolución, decidió llamar a la mujer de Harry para que lo acompañara.


En cuanto entró en la galería, Pedro descubrió a Paula en un rincón hablando con Diego Torres y una pareja desconocida. A pesar de saber que iba a encontrarse con ella, Pedro no estaba preparado para la oleada de emoción que lo recorrió al verla. Pau estaba todavía más hermosa de lo que la recordaba; lucía unos pantalones ajustados y una camisola suelta color rosa y estaba radiante, como si una lámpara la iluminara desde dentro. Alfonso se detuvo incapaz de dar un paso más y Lisa, que caminaba a su lado, lo miró con curiosidad.


—¿Te ocurre algo, Pedro?


Pedro inspiró con fuerza antes de contestar.


—Nada, Lisa. Ven, vamos a saludar a la artista. —Con el brazo alrededor de la cintura de la mujer se acercó a Pau, que en ese momento se reía de algo que había dicho Diego.


—Hola, Paula.


—¡Pedro! —Cualquier vestigio de color desapareció súbitamente de sus mejillas y Pedro, testigo de su palidez, se sintió como un fantasma del pasado que hubiera venido a atormentarla de nuevo—. No... No esperaba verte por aquí...


Se notaba que a Paula le costaba encontrar las palabras, lo que le produjo una cierta satisfacción. Con disimulado interés, la mirada de Lisa pasaba del uno al otro, como si presintiera las tumultuosas corrientes ocultas que circulaban entre los dos.


—Vi el anuncio de la exposición en el periódico y decidí pasar a saludarte. —La ventaja que llevaba Pedro sobre ella le permitió dirigirse a su exvecina con aparente indiferencia.


—Me... me alegro de verte. —La voz de Pau sonó entrecortada, era evidente que seguía bajo los efectos de la conmoción que le había causado verlo una vez más.


—Yo también me alegro de verte, Paula. Te veo muy bien. —La mirada masculina se deslizó arrogante sobre su cuerpo, como si tasara cada centímetro de su carne y encontrara que no estaba a la altura. Pau empezaba a sentirse enferma y se mordió el labio inferior con nerviosismo.


—Gracias —susurró Paula. De pronto, la joven parecía apagada y sin rastro de su viveza habitual.


Pedro consiguió al fin apartar los ojos de su bonito rostro y, haciendo un enorme esfuerzo por seguir aparentando indiferencia, se despidió sin que su tono sereno traicionara su agitación.


—Bueno, te dejamos que sigas charlando. Daremos una vuelta por ahí.


—Perfecto. —Paula seguía algo pálida, pero se notaba que empezaba a recobrar el dominio de sí misma.


Pedro y Lisa recorrieron la exposición con calma y se detuvieron ante cada obra, examinándola con atención antes de dirigirse a la siguiente.


—Tu amiga es muy buena —afirmó Lisa mientras contemplaba el cuadro de la pequeña cala de Cornualles que tantos recuerdos le traía a Pedro.


—Sí. —Se limitó a contestar él siguiendo con la mirada la figura de Paula que ahora charlaba con otro grupo de personas.


En ese instante, Diego Torres se acercó a la joven por detrás y colocó una de sus manos sobre su vientre, Pedro observó cómo Pau volvía la cabeza y le sonreía con dulzura. De repente, como si un rayo acabara de liberar toda su carga electrostática sobre su cabeza, Pedro se quedó petrificado.


—¿Qué te ocurre, Pedro? Te has quedado lívido. —Preocupada, Lisa apoyó su mano sobre el brazo masculino y, al instante, notó su rigidez.


—Perdona, Lisa, pero tengo que llevarte a tu casa ahora mismo. Prometo que te lo explicaré más adelante. —Las palabras parecían salir a duras penas de entre las apretadas mandíbulas de su amigo y, muy sorprendida, la mujer se dejó arrastrar hacia la salida sin protestar.




jueves, 29 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 32




Un par de horas después, Pedro se despertó con una sensación de felicidad que no recordaba haber experimentado jamás. Con una sonrisa en los labios, alargó la mano tanteando el otro lado del colchón y le decepcionó encontrarlo vacío y helado. Sin preocuparse, abrió los ojos pensando que Paula estaría en el baño.


«Lástima», se dijo, «me muero de ganas de tenerla de nuevo entre mis brazos».


Sin perder la sonrisa, Pedro empezó a repasar en su mente los acontecimientos de la noche anterior. Nunca le había hecho a nadie el amor con semejante intensidad, y lo más sorprendente era que todavía no se había saciado. Desde luego, su perversa vecinita había hecho un buen trabajo; las defensas que tanto le había costado erigir a lo largo de su vida yacían hechas pedazos a sus pies. Jamás se había sentido tan vivo, hasta tenía ganas de cantar en voz alta. De repente, sus ojos tropezaron con una hoja de papel doblada sobre la mesilla de noche y su sonrisa se borró en el acto. 


Inquieto, como si tuviera un mal presentimiento, arrojó las sábanas a un lado y se levantó para cogerla. La abrió despacio, con dedos nerviosos. Tuvo que leerla varias veces hasta que consiguió entender su significado y, cuando por fin lo consiguió, se derrumbó sobre el colchón como si alguien le hubiera golpeado con una barra de hierro y permaneció sentado en el borde de la cama mirando al vacío.


Paula se había marchado.


La única mujer a la que había amado en su vida —por primera vez era capaz de reconocer sin ambages que amaba a Paula con una pasión que iba mucho más allá de un mero apetito sexual— había desaparecido dejándole tan solo una nota garabateada a toda prisa a modo de despedida. Furioso, Pedro hizo una bola con el papel y la arrojó airado al otro extremo de la habitación.


Maldita fuera, ¿cómo podía haberlo dejado así después de los momentos que acababan de compartir? ¿Acaso la noche anterior no había significado nada para ella? Lleno de rabia, Pedro se dirigió a su habitación y se vistió a toda velocidad; esto no quedaría así, se prometió vengativo. Bajó corriendo la escalera y se encontró con el mayordomo que en ese momento se dirigía al comedor con una enorme cafetera de plata. Pedro inspiró con fuerza, tratando de serenarse, y preguntó:
—Bates, ¿ha visto a la señorita Chaves esta mañana?


—Sí, señorito Pedro. La señorita Chaves se marchó hace un par de horas conduciendo su Range Rover. Me pidió que le dijera que la habían llamado de su casa y que era necesario que regresara enseguida. Espero que no sean malas noticias...


—Eso espero yo también —respondió Pedro sin saber muy bien lo que decía—. En cuanto recoja mis cosas me voy a Londres; por favor, Bates, dígale a James que me traiga a Milo lo antes posible y que lo meta en uno de los coches.


—Muy bien, señorito Pedro.


—¿Ha bajado ya mi madre?


—Sí, señorito, en este momento está desayunando en el comedor.


—Gracias, Bates.


Pedro abrió la pesada puerta de madera y se encontró a su madre impecable, como de costumbre, sentada en un extremo de la mesa examinando con el ceño ligeramente fruncido una bandeja llena brioches y croissants.


—Buenos días, hijo —saludó la mujer con frialdad, mientras Bates, de pie a su lado, llenaba su taza de café—. ¿Puedo saber por qué no me esperaste ayer para volvernos todos juntos?


—Tenía que discutir unas cosas con Paula —contestó Pedro, impaciente.


—Me ha dicho Bates que Pau ha tenido que marcharse de repente. —Su mirada parecía decir: «Ya me parecía a mí que esa muchacha era algo extraña».


—Sí, ha surgido un asunto familiar importante, pero no te preocupes, no es nada grave. Yo también me vuelvo hoy mismo a Londres.


Su madre detuvo en el aire la mano con la que se llevaba un croissant a la boca y lo miró con estupor.


—Pero, querido, mañana nos han invitado los Cameron a cenar.


—Lo siento, madre, discúlpate de mi parte. Debo regresar a Londres sin falta.


—Pero...


Su hijo la interrumpió sin contemplaciones.


—Adiós, madre —Se inclinó y posó levemente sus labios en la mejilla materna y, sin darle tiempo de protestar, desapareció por la puerta a toda prisa.


Diez minutos después, Pedro regresaba a la ciudad a toda velocidad, sin que le preocupara lo más mínimo que pudieran ponerle una multa.



****


En cuanto llegó, se fue derecho al piso de Pau y apretó el timbre con furia. Durante unos segundos pensó que no había nadie dentro pero, por fin, la puerta se abrió y Pedro se quedó paralizado.


—Buenos días, Alfonso —Alberto Winston lo saludó con una sonrisa—. ¡Hola, Milo, hola muchacho!


El hombre se inclinó y acarició con afecto al enorme dogo que ladraba, frenético, al ver de nuevo a su amo.


—No sabía que habías regresado de Italia —comentó Pedro en cuanto se recuperó de la sorpresa de encontrarlo allí.


—Regresé ayer por la noche y no he podido ser más oportuno, la verdad. Mi sobrina llegó como un torbellino esta mañana temprano y me dijo que le había surgido un asunto urgente y que se veía obligada a abandonar el piso en ese mismo instante. Los jóvenes de hoy en día son muy poco responsables. —Winston movió la cabeza con desaprobación.


—¿No te comentó nada más? —preguntó Pedro, sintiendo cómo se apoderaba de él una rabia salvaje.


—Solo me dijo que era un tema de trabajo y que no iba a estar localizable durante un par de meses.


—¡Un par de meses!


Winston le dirigió una mirada indulgente, como si adivinara a qué podía deberse el extraño comportamiento de su vecino.


—Una chica encantadora mi sobrina ¿eh? —Alberto le guiñó un ojo con complicidad, pero Pedro se limitó a encogerse de hombros, lo que al grueso hombrecillo pareció divertirle aún más—. Aunque debo confesar que siempre ha sido un poco alocada. A veces no logro entender qué es lo que pasa por su cabeza en un momento dado...


—Bueno, si vuelve por aquí, dile que me gustaría hablar con ella, por favor —le interrumpió Pedro tratando de parecer lo más calmado posible.


—No te preocupes, lo haré.


—Hasta la vista, Alberto.


—Hasta la vista, Pedro.


Pedro entró en su casa y marcó de nuevo el número de Paula. Por enésima vez, escuchó una voz femenina avisando de que ese teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Pedro maldijo entre dientes y se sentó en el sofá tratando de pensar a quién más podía llamar. Un segundo después, telefoneó a su secretaria para que le consiguiera el número de los padres de Paula y el de la tienda de su amiga Fiona. Cuando los tuvo en su poder, telefoneó a la madre de su vecina. Marisa, muy amable, le dijo que Pau la había llamado para anunciarle que se iría unos meses fuera de Londres a ver si así conseguía avanzar con sus cuadros, pero no le había dicho a dónde, lo cual no la sorprendía en absoluto porque cuando su hija decidía marcharse a pintar no le gustaba que la molestaran. Pedro se despidió agradeciéndole la información y, en cuanto colgó, llamó a la tienda de Fiona, pero un contestador automático le hizo saber que la tienda continuaba cerrada por vacaciones.


Desesperado, hundió la cabeza entre sus manos sin saber qué hacer. Unos minutos después, decidió darse una ducha a ver si el agua le aclaraba las ideas. Bajo el chorro caliente, ardientes imágenes de ellos dos juntos en la cama se proyectaban en su mente, incontrolables, haciéndole jadear de deseo y provocando que la sensación de vacío que le atenazaba desde que Paula había desaparecido alcanzara unos niveles insoportables.


Quedaban un par de días para el fin de las vacaciones, así que no tendría más remedio que esperar, se dijo. 


Desesperado, se puso a trabajar intentando engañar a su cerebro para que dejara de volver, una y otra vez, a lo ocurrido entre ellos. Durante esos dos días, aunque ella tenía su número de móvil, Pedro no salió de su piso por si Paula decidía llamarlo a su casa o regresar, pero no recibió ninguna noticia de su paradero. La mañana del tercero, se dirigió a la tienda de Fiona antes incluso de que empezara el horario comercial y la sorprendió alzando el cierre metálico.


—Hola, Pedro ¿eres tú? —La pequeña pelirroja tomó nota de las ojeras oscuras bajo los ojos del atractivo vecino de su amiga y de sus mejillas sin afeitar.


—Hola, Fiona, quería preguntarte si sabes algo de Paula.


—¿Pau? Me llamó para decirme que se iba a pintar unos meses y que estaría ilocalizable.


—¿No sabes a dónde puede haber ido? —preguntó Pedro pasándose una mano de dedos ligeramente temblorosos por el corto cabello gris.


Fiona lo miró con lástima.


—Lo siento, Pedro, no tengo ni idea. Cuando Pau decide irse a pintar a algún sitio no le gusta que nada la distraiga, así que no suele llevarse el teléfono.


—Entiendo —comentó Pedro frotándose el puente de la nariz entre el índice y el pulgar en un gesto de agotamiento.


—¿Puedo hacer algo más por ti? —preguntó la joven, deseosa de ayudar en algo al vecino de su amiga; la verdad era que no le gustaba ver sufrir a un hombre tan atractivo.


—Nada, muchas gracias, Fiona.


Abatido, Pedro se despidió de ella y volvió a su casa; pero, en cuanto llegó, salió otra vez y se dirigió a la escuela donde Paula daba clases. Allí le dijeron lo mismo que ya sabía: que Pau había decidido marcharse unos meses a pintar y que les había enviado una sustituta para lo que quedaba de curso. 


Pedro regresó a su casa una vez más, se echó sobre la cama y se quedó allí tirado el resto del día. El profundo malestar que sentía era casi físico; se sentía mareado y le dolía mucho la cabeza. De pronto, recordó como apenas unas semanas antes estaba convencido de que solo tenía que acostarse con Paula Chaves para olvidarla.


¡Menudo estúpido!


Una mueca de desprecio por sí mismo se dibujó en sus labios. Haber hecho el amor con Paula era el peor error que había cometido en su vida. La joven se le había metido tan dentro de la piel que ahora no había forma de saber qué parte de él era suya y cuál le pertenecía a ella.


Con rabia impotente Pedro golpeó la almohada varias veces con el puño. Después la agarró con desesperación, como si fuera el cuerpo de Pau a lo que se aferraba, y hundió su cara en ella sintiéndose el hombre más digno de lástima del universo.