domingo, 7 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 22




Pedro renunció finalmente a dormir y apartó la sábana. 


Llevaba casi toda la noche dando vueltas en la cama. Desde las tres de la madrugada, había mirado el reloj cada media hora, impaciente por que amaneciera de una vez.


Ahora que el cielo empezaba a clarear, se prepararía para el viaje de regreso. No quería pensar en sus planes hasta que se subiera al avión. Se había comprometido con Paula. Y mantendría su compromiso.


Se negaba a mirar más allá de la boda. Paula estaba lejos de ser una extraña. No había razón para creer que cambiaría de personalidad al convertirse en su esposa.


«Mi esposa.» Siempre había creído que no llegaría a utilizar esas palabras en toda su vida. Desde niño le espantaba la idea de quedar atrapado por una mujer, pero tenía la sensación de que, en su caso, era él quien había tendido la trampa. Así que ¿por qué sentía que se había traicionado a sí mismo?


Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente relajara sus músculos. Se pondría el traje y la corbata que llevaba en el maletín. Quería mostrarle a Paula el mayor respeto.


Sin embargo, no estaba seguro de que casarse con ella fuera precisamente una muestra de respeto. Paula merecía un marido que la quisiera y que le diera una familia. Él era incapaz de lo uno y contrario a lo otro. Sabía que su acuerdo no era justo, la vería en la empresa y por las noches se iría a casa con él.


La tendría en su cama cada noche. Su cuerpo respondió inmediatamente a aquel pensamiento, y eso lo irritó. Cerró el grifo, se secó y se vistió procurando no pensar en el día que tenía por delante.


—No creo que la señora Crossland vuelva a darte problemas —le dijo a Marcelo cuando iban en el Jeep, de camino a Asheville.


—Fue una auténtica genialidad por tu parte convencerla de que se fuera con su marido —contestó Marcelo.


Paula iba sentada justo detrás de él. Pedro no podía verla, pero estaba seguro de que Marcelo se comunicaba con ella a través del retrovisor. Le dieron ganas de darse la vuelta y mirarla, pero no se le ocurrió ninguna razón lógica para hacerlo.


Paula se había levantado temprano y había aparecido en la cocina vestida con su traje, una blusa nueva y sus zapatos de oficina., poco después de que Pedro se sirviera su primera taza de café. Parecía tranquila y descansada.


Pedro esperaba que ella le contara sus planes a Marcelo, pero no lo había hecho. El, por su parte, había pensado decírselo en cuanto lo viera, pero por alguna razón no se le había ocurrido cómo sacar el tema a colación. No quería que se armara un alboroto. Y Paula parecía sentir lo mismo, pues no había dado muestras de que ese día fuera distinto a cualquier otro.


Pedro había pensado que, cuando fueran de camino a Asheville, se sentiría más relajado, pero se había equivocado. La voz de su padre resonaba en su cabeza, pregonando machaconamente su desprecio hacia el matrimonio y todo lo que implicaba. Pedro había crecido escuchando sus comentarios despectivos y a menudo groseros acerca de la institución matrimonial. 


«¿Quién quiere vivir en una institución?», era uno de los dichos favoritos de Harold.


Pedro se recordó por enésima vez que su boda no era más que un acuerdo formal. Pero lo cierto era que ni siquiera él se lo creía. Si era un simple acuerdo formal, ¿por qué no dejaba de pensar en lo hermosa que estaba Paula con los pechos desnudos y expuestos a su mirada; en su boca, que tan bien se amoldaba a la de él y en lo dúctil y complaciente que se había mostrado en sus brazos? Y lo que era más chocante, ¿por qué desde entonces se encontraba en un estado de semiexcitación?


Paula le dio una palmadita en el hombro. Él volvió la cabeza.


— Marcelo te ha preguntado tres veces si piensas llamar al señor Crossland —le gritó al oído.


Pedro miró a Marcelo, que tenía los ojos fijos en la carretera.


—Ah, lo siento. Creo que tenía la cabeza puesta en Dallas.


Pedro se pasó el resto del viaje a Asheville hablando de algunos de los cambios que proponía la señora Crossland y de cuánto les costarían. La conversación le resultó tranquilizadora hasta que, al acercarse a la ciudad, comprendió que no podía seguir posponiendo el momento de decirle a Marcelo adonde se dirigían. Se aclaró la garganta dos veces antes de decir:
—No vamos directamente al aeropuerto, Marcelo —le dio la dirección del juzgado —. ¿Sabes... eh... dónde queda?


Marcelo se quedó pensando un momento.


—Creo que está cerca del juzgado.


— ¿Es que sabes dónde está el juzgado?


— Sí —contestó Marcelo.


—Pues déjanos allí. Me parece que nos viene bastante bien —contestó Pedro sintiéndose como si lo hubieran amnistiado.


Los tres guardaron silencio hasta que Marcelo detuvo el coche en una zona prohibida frente a la puerta del juzgado.


— ¿Queréis que os espere?


Pedro salió y ayudó a Paula a bajar del coche.


—No hace falta. Tomaremos un taxi para ir al aeropuerto.


Marcelo le hizo un rápido saludo militar.


— Gracias por venir a rescatarme, jefe. Nos mantendremos en contacto.


Pedro esperó hasta que Marcelo se incorporó al denso tráfico matutino antes de volverse hacia el juzgado.


— Lo haces a menudo, ¿sabes? —dijo Paula suavemente.


Pedro la miró con el ceño fruncido preguntándose qué querría decir.


—Hacer ¿qué?


—Rescatar a la gente.


—No vine a rescatar a Marcelo —dijo él poniéndose a la defensiva—. Lo único que pretendía era salvar el trabajo. Si he hecho este viaje, ha sido estrictamente por cuestión de negocios.


—Ah —dijo ella—. Y casarte conmigo también es un asunto de negocios, ¿no?


Él se quedó mirándola unos segundos antes de contestar:
— ¿Es que te sientes ofendida?


Ella sonrió. Sus ojos brillaron alegremente, aunque Pedro no entendía qué demonios le hacía tanta gracia.


—En absoluto —dijo Paula con desenfado—. En realidad, lo prefiero así.


Pedro intento disimular un suspiro de alivio y, tomándola por el codo, la condujo escaleras arriba. Una vez en el interior del despacho de la funcionaría de turno, al oír que Paula daba los nombres completos de sus padres, Pedro comprendió que no había prestado atención a la información que se exigía para cumplimentar la licencia matrimonial.


Apretó los dientes y aguardó su turno. Cuando la mujer le preguntó el nombre de sus padres, respondió con voz crispada, evitando mirar a Paula. En cuanto les entregaron la licencia, preguntó a la funcionaría dónde podían encontrar un juez que los casara.


Siguieron las indicaciones de aquella mujer risueña, el eco de cuyas felicitaciones resonó a su espalda, y por fin encontraron el despacho del juez de paz. Pedro le explicó que estaban de paso en el Estado y que querían casarse lo antes posible. Ya fuera por su nerviosismo, pues las manos le sudaban y tenía la mandíbula tensa, o por la calma de Paula, el caso es que el juez pareció creer que realmente deseaban casarse.


Pedro le sorprendió descubrir que las formalidades de una boda eran muy sencillas. El juez se apresuró a declararlos marido y mujer y le urgió a besar a la novia. Pedro se inclinó y besó fugazmente a Paula antes de darle las gracias al juez y de pagarle sus honorarios. En cuanto salieron del despacho, tomó de la mano a Paula y recorrió el pasillo a toda prisa, ansioso por salir de aquel edificio que parecía mofarse de él.


Una vez fuera, se detuvo en lo alto de la escalinata y miró a su alrededor.


—Pensaba que habría algún taxi por aquí cerca.


— Quizá deberíamos llamar a uno —sugirió Paula.


Pedro se sacó del bolsillo el teléfono móvil. Llamó a información telefónica, pidió el número de un teletaxi, marcó y pidió que los llevaran al aeropuerto. Mientras esperaban que llegara el taxi, se puso a pasear de un lado a otro. 


Cuando pasó junto a Paula por tercera vez, esta le preguntó:
— ¿Te pasa algo?


Su voz parecía tan normal, tan como siempre, con aquel leve acento de escuela privada que había heredado de su madre... Pedro se detuvo frente a ella y se metió las manos en los bolsillos del pantalón.


—Lo he hecho todo mal —dijo, irritado, sintiéndose un necio —. Tú mereces algo mejor. Podía haberte traído un anillo, o haber planeado una fiesta o algo así —movió la mano vagamente, sabiendo que sus palabras sonaban ridículas.


Ella sonrió con aquella sonrisa serena que, invariablemente, le hacía relajarse.


—No hay plazo para comprar un anillo o celebrar una fiesta. Tenemos tiempo, Pedro. No te preocupes.


—La verdad es que no sé cómo voy a explicar todo esto en la empresa. Supongo que tendremos que anunciarlo en cuanto lleguemos, ¿no crees?


— ¿Por qué?


—Bueno, yo... eh... porque se enterarán tarde o temprano.


—Pues cuanto más tarde, mejor. Procuremos mantener separada la vida privada del trabajo, si es posible. Hasta que nos acostumbremos a vivir juntos, no veo razón para decírselo a nadie. Pero, naturalmente, esa es solo mi opinión.


Qué manera tan sensata y lógica de contemplar una situación en la que él se sentía completamente perdido. Pedro comprendió de repente que podía dejar que las cosas siguieran su curso y que no había necesidad de tomar un montón de decisiones precipitadas acerca de una situación que, al menos para él, era potencialmente un campo de minas



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