lunes, 1 de agosto de 2016
BAJO AMENAZA: CAPITULO 2
Pedro procuró concentrarse en los informes antes de volver al trabajo con la cuadrilla. A medida que pasaba el día, miraba de vez en cuando el reloj para asegurarse de que no llegaba tarde a la entrevista.
Cuando entró en la cafetería, y a pesar de que se había aseado, su ropa, unos vaqueros gastados, una camisa con las mangas cortadas y unas botas de faena cubiertas de polvo y yeso, evidenciaban lo que era: un trabajador de la construcción. Sí, era el jefe, pero también era consciente de que sus maneras eran demasiado toscas para alternar con la clientela a la que esperaba atraer.
Recorrió con la mirada el pequeño café, dándose cuenta demasiado tarde de que se le había olvidado preguntarle a Paula Chaves cómo era. Se pasó la mano por la cara, frunciendo el ceño. De acuerdo. Tendría que proceder por eliminación. ¿Cuántas mujeres solas había allí? Por desgracia, al menos cinco. ¿Alguna de ellas lo miraba? Bajó la cabeza y se miró las botas, avergonzado. Todas lo estaban mirando, y dos de ellas con cara de lobas.
Una intensa sensación de alivio lo embargó al oír a su espalda una voz conocida que decía:
—Disculpe, ¿es usted el señor Alfonso?
Pedro se dio la vuelta y se encontró con la fría mirada verde de una joven muy atractiva, vestida con un traje sastre del color de sus ojos. Tenía el pelo castaño oscuro, recogido hacia atrás en un moño, y su cara era ovalada. La coronilla de su cabeza llegaba al nivel de la barbilla de Pedro.
—Usted debe ser la señorita Chaves — contestó él, aliviado.
Ella asintió, sonriendo.
—Me he sentado al fondo para que podamos hablar con más tranquilidad.
Pedro estaba tan embebido escuchando su voz que apenas entendió lo que decía. En persona, parecía aún más educada que por teléfono. Paula Chaves era una dama en el sentido clásico. Pedro quedó un tanto intimidado por su belleza, su aplomo y su refinada educación. Deseó haber tenido tiempo de pasar por su apartamento para cambiarse, pero ya era demasiado tarde.
Pedro le indicó que lo precediera y al instante pudo disfrutar de una panorámica de su espalda recta, su paso seguro y su esbelta figura, que el elegante traje casi ocultaba por entero.
Se sentaron frente a frente. La camarera apareció enseguida.
—Hola, Pedro —dijo lanzándole la sonrisa seductora que siempre le dedicaba.
— Hola, Mitzi, tráeme solo una taza de café, por favor.
Mitzi miró a Paula y señaló la taza que tenía delante.
— ¿Quiere otro café?
—No, gracias.
Cuando la camarera se marchó, Pedro miró a Paula preguntándose por dónde empezar. Había entrevistado a docenas de mujeres, pero ese día se sentía como un tímido quinceañero en su primera cita. O como si fuera él a quien iban a entrevistar.
— Debo decirle, para empezar, que tengo muy poca experiencia como oficinista — dijo ella como si confesara un crimen—. El anuncio no pedía experiencia, pero no quiero engañarlo.
— ¿Qué tal se le da aprender? —preguntó él, sonriendo.
Paula estaba más nerviosa que él, aunque procuraba disimularlo. Pedro se relajó un poco, se recostó en la silla y disfrutó de la vista. «Qué mujer tan guapa. Muy por encima de tus posibilidades», se dijo.
Ella asintió rápidamente.
—Dígame qué quiere que haga y lo haré.
Mitzi volvió con el café. Pedro inclinó la cabeza sin apartar los ojos de Paula.
—Gracias —murmuró —. ¿Sabe algo sobre el negocio de la construcción?
—No, señor.
Él dio un respingo.
—Eh, que no soy tan viejo. No hace falta que me llame «señor» —notó que a Paula le temblaba la mano que tenía apoyada junto a la taza de café. Sí, estaba nerviosa. ¿Por él? ¿Por la entrevista? Intentando que se relajara, Pedro le describió la compañía—. Fundé mi propia empresa hace algo más de tres años. Trabajo en la construcción desde que tuve edad para ponerme un cinturón de herramientas. Pero no sé nada de facturas, ni de albaranes, ni de todo ese papeleo que exige la oficina de recaudación de impuestos.
Ella tomó la taza y bebió delicadamente antes de decir:
— Según creo, el anuncio pedía una recepcionista —dijo con un leve tono de pregunta.
— Sí, porque cuando abra la oficina necesitaré a alguien que conteste al teléfono. No quiero ni pensar en los trabajos que pierdo por no revisar el contestador de mi casa más a menudo. Me meto en un proyecto y me olvido de todo lo demás, pero sé que no puedo seguir así o perderé la buena racha que tengo.
—Sí, comprendo —dijo ella lentamente. Hizo una pausa, como si buscara las palabras adecuadas. Por fin dijo—: Respecto al salario... —empezó, pero se detuvo cuando él agitó la mano, como si el salario fuera una cuestión sin importancia.
Sabía que aquella era la parte más complicada. La perdería en cuanto le dijera cuál era el sueldo. Tenía que convencerla de que aquel empleo ofrecía grandes posibilidades de ascenso. Su padre, un artista del timo, le había dado innumerables ejemplos de cómo convencer al más pintado de que el mundo era de color de rosa.
—Lo cierto es —dijo con lo que esperaba fuera una sonrisa segura— que tengo más encargos de los que puedo asumir, y eso que trabajo casi las veinticuatro horas del día. Los trabajos están ahí, ¿entiende?, pero de momento dispongo de escasa liquidez. Si está dispuesta a trabajar para mí, podemos establecer un sueldo inicial con la promesa en firme de que la suma aumentará regularmente a medida que crezca la empresa — aunque ella no se movió, Pedro tuvo la impresión de que se encogía en la silla. Suspiró —, ¿Cuánto esperaba ganar? —preguntó, casi conteniendo el aliento.
—No lo sé con certeza. Acabé la universidad en mayo. Necesito encontrar trabajo. Mi madre tiene ciertos problemas de salud y no puede seguir trabajando. Sacrificó una vida cómoda para asegurarse de que mi hermano, mi hermana y yo recibiéramos una buena educación. No quiero que se preocupe por el dinero. Ya ha hecho suficiente — parecía tranquila, pero la expresión dolorosa de sus ojos dejaba entrever sus emociones
— ¿Quiere decir que nunca ha trabajado? —preguntó él, frotándose la mejilla y dándose cuenta de que debería haberse afeitado.
Ella esbozó una sonrisa amarga.
—Oh, sí que he trabajado, señor Alfonso. Pero no en una oficina. Empecé a cuidar niños a los trece años, trabajé limpiando mesas cuando estaba en el instituto y ascendí a camarera en la universidad. Así que sí, he trabajado con anterioridad —añadió suavemente.
Pedro procuró que no se le notara el asombro. Si le hubieran pedido que adivinara, habría dicho que Paula Chaves había nacido con una cuchara de plata en la boca y que nunca había tenido que mover un dedo para trabajar.
— ¿A qué universidad fue? —preguntó, lleno de curiosidad.
— A la Universidad Metodista del Sur. Quería estar cerca de casa y por suerte me concedieron una beca que me permitió hacerlo.
—Entonces me saca muchísima ventaja. Yo tuve una educación más bien precaria. Iba a la escuela nocturna y trabajaba durante el día —en cuanto dejó de hablar, le sorprendió haberle hablado de sus orígenes. Él nunca hablaba de su pasado. Sería como arrojar piedras sobre su propio tejado. Se apresuró a añadir—. ¿Qué estudió?
Ella sonrió una vez más.
—Le parecerá raro, teniendo en cuenta que solicito un puesto de recepcionista, pero estudié Ciencias Empresariales: contabilidad, derecho financiero, dirección de empresas...
Siguió haciéndole la lista de las asignaturas que había cursado, de las que él apenas sabía nada. Pedro tuvo que pellizcarse para asegurarse de que no estaba soñando.
Cuando Paula acabó, dijo:
—Haré un trato con usted.
—Adelante.
— Si trabaja para mí desde el lunes que viene, podrá usted decidir su salario. Revise los libros de contabilidad. Cobrará usted lo que quede tras descontar los gastos. ¿Qué le parece?
—No puede hablar en serio —la desaprobación heló sus palabras. A Pedro no le sorprendió. Su reacción demostraba que había elegido a la candidata perfecta para el puesto.
— Necesito a alguien con sus conocimientos —dijo para intentar convencerla de que no era un farsante —. ¿Piensa usted aprovecharse de mí?
Ella lo miró con reproche.
—Desde luego que no.
—Entonces no veo cuál es el problema.
—Nunca había oído tal cosa —por primera vez, lo miró con recelo.
Él sonrió.
—Sí, sé lo que está pensando, pero no, no me drogo y, aparte de una cerveza de vez en cuando, tampoco bebo.
— ¿Cómo ha adivinado lo que estaba pensando? —preguntó, asombrada.
—Tiene una cara muy expresiva —contestó él, sin dejar de sonreír—. Así que... ¿se lo pensará? Puedo llevarla a la oficina. Todavía quedan muchas cosas por hacer, pero le prometo que el lunes tendrá un sitio donde trabajar —hizo una pausa, rezando para que aceptara.
— De acuerdo —aceptó ella al fin, un tanto indecisa.
—Estupendo —dijo él poniéndose en pie inmediatamente—. ¿La llevo en mi coche?
Ella se levantó más despacio y con mucha más elegancia.
—Es más fácil que lo siga yo en el mío, ¿no cree?
Él sonrió.
— Claro. Como prefiera —dejó una propina en la mesa, pagó los cafés y la acompañó fuera del local—. ¿Dónde está su coche? —ella le señaló un coche barato muy viejo, y también muy bien cuidado —. El mío está ahí —dijo Pedro, señalando su camioneta desvencijada, cuya pintura descolorida disimulaba eficazmente el polvo.
Después de acompañarla al coche, se acercó a su camioneta y entró. Esperó hasta que ella desaparcó y luego arrancó. Se dirigió a una parte antigua de la ciudad y estacionó en el aparcamiento de un edificio de ladrillo rojo de los años treinta. Algún día tendría su propio edificio, o una gran oficina en algún prestigioso rascacielos. Se quedó junto a la camioneta y esperó a que la señorita Chaves aparcara a su lado. Había tres plazas de aparcamiento marcadas con señales que decían Reservado Construcciones Alfonso.
Aquella era la prueba física de que había ascendido en el mundo empresarial. Con la ayuda de la señorita Chaves, nadie podría detener el crecimiento de su empresa.
Naturalmente, aquel porvenir no se reflejaba aún en sus libros de cuentas, pero él sabía que el dinero llegaría a raudales en los años siguientes.
Tomaron el ascensor y subieron hasta el tercer piso sin dirigirse la palabra. La oficina estaba en el piso superior, desde el que se divisaba una agradable panorámica del centro de Dallas.
Pedro recorrió el pasillo hasta el fondo y abrió una puerta con una ventana de cristal esmerilado. Haciendo una ligera inclinación de cabeza, dio un paso atrás y le indicó que pasara. Ella entró en la oficina recién reformada y al instante se detuvo.
— Vaya... No esperaba que fuera tan grande.
Él se encogió de hombros.
— Bueno, pensé que, como voy a estar aquí algún tiempo, era preferible alquilar todo el local mientras aún estuviera disponible. Además, tendré que poner despachos para los inspectores de obra, cuando los tenga, y yo también necesitaré un despacho, igual que usted. Y tiene que haber sitio para la recepcionista y...
Ella se dio la vuelta y lo miró con las cejas enarcadas.
—Pensaba que yo iba a ser la recepcionista.
Él asintió.
— Sí, claro, al principio. Pero, según lo veo yo, algún día será mi asistente administrativa y tendrá su propia secretaria. Si es que quiere invertir su tiempo y su energía en este trabajo, claro.
Ella se acercó a una de las ventanas y miró afuera. Los dos hombres de la cuadrilla de Pedro que estaban acabando la reforma habían dejado las herramientas esparcidas por todas partes, creyendo que nadie vería aquel desaguisado.
Pedro estaba tan acostumbrado al desorden de la obra que hasta ese momento no había reparado en él. Al ver el local a través de los ojos de Paula, entendió que ella no se mostrara tan impresionada como esperaba.
Paula se apartó de la ventana y miró el local alzando levemente las cejas.
— ¿Está seguro de que estará acabado para el lunes? Queda menos de una semana.
— Eso no es problema. Acabaremos un par de habitaciones ahora y dejaremos el resto como almacén. Como mis clientes nunca vienen a la oficina, no hay razón para ponerla elegante.
Ella asintió, pensativa, y siguió inspeccionando la oficina.
Pedro aguardó, no quería presionarla. Le había hecho la mejor oferta que podía hacerle. La decisión le correspondía a ella, pero deseaba poder mostrarle de alguna forma su visión del porvenir de la compañía. No podía ofrecerle garantías, desde luego, pero sabía que el trabajo duro producía resultados asombrosos.
Pedro la observó mientras ella daba vueltas por el local. Sin girarse, Paula preguntó:
—Supongo que habrá muebles.
Él se echó a reír.
—Los traerán el lunes. Son de segunda mano, pero están en muy buen estado.
Ella continuó paseándose hasta que lo vio todo. Luego se acercó a él y le preguntó:
— ¿A qué hora quiere que venga el lunes?
Él lanzó un suspiro de alivio al comprender que aquello iba por el buen camino
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