viernes, 8 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 18




El comedor había sido transformado.


Pedro lo recordaba como un espacio elegante con iluminación suave, ventanales que ofrecían una vista magnífica del océano y camareros tan eficientes como discretos


Normalmente había docenas de mesas pequeñas redondas, cada una con un jarrón de flores tropicales en el centro.


Pero ese día el comedor mostraba varias mesas largas antiguas, cubiertas de terciopelo rojo, con lo que conseguían una atmósfera de opulencia del viejo mundo. Las luces eran suaves, pero arrancaban brillos a los suelos dorados de bambú. Había sillones colocados detrás de biombos, donde los diseñadores podían pasar a los clientes que quisieran examinar más detenidamente algunas joyas.


En un extremo de la habitación había una zona de conversación, con sofás rojos y sillones instalados alrededor de mesas de bambú y cristal, donde los diseñadores podrían hablar cómodamente con los clientes. La belleza por la que era conocido el hotel resultaba evidente desde en el barniz brillante del suelo hasta en los candelabros de bronce de las paredes o en la vista abierta e ininterrumpida del océano a través de la pared de cristal.


–¿Crees que las paredes de cristal y las ventanas tienen alarmas? –preguntó Paula.


–Conociendo a Rico, seguro que sí. Deja muy poco al azar.


Pedro podía ver que había mucha seguridad, con cámaras discretas por todas partes. En un momento contó al menos doce, cada una ofreciendo distintos ángulos.


–Cuento doce ojos abiertos –dijo Paula.


–Estoy de acuerdo –Pedro señaló un rincón lejano–. Y sin duda hay muchos más menos obvios. Por ejemplo, creo que veo una cámara oculta en aquella maceta de hibisco.


–Muy buena esa –ella sonrió–. Y la que se asoma detrás del cuadro enmarcado de la pared sur, también.


Pedro le sonrió. Nunca había conocido a una mujer como ella.


–¿Puedes ver algún punto que hayan pasado por alto? –preguntó.


–Es difícil saberlo a menos que entres en el despacho de seguridad y veas las tomas de las cámaras –repuso ella–. Siempre es difícil alinear cámaras de modo que los ángulos que cubran se sobrepongan sin dejar puntos ciegos. Pero supongo que no han pasado mucho por alto.


–Probablemente no. Pero siempre hay agujeros. La seguridad perfecta no existe. Como tú has dicho, los ángulos de las cámaras solo se extienden hasta un punto y un buen ladrón no necesita mucho margen.


–Cierto –ella lo miró–. Tú eras un buen ladrón, ¿verdad?


Él sonrió.


–Un ladrón de joyas maestro.


–Bien, maestro. Si tú fueras a robar este lugar, ¿cómo lo harías?


Una inyección familiar de adrenalina le recorrió las venas a Pedro en cuanto dejó volar su imaginación. Miró la pared de cristal y las mesas cercanas. Las ventanas a cada lado de la estancia y el techo. Siempre había un modo.


–Hay muchas posibilidades –murmuró.


–Lo echas de menos.


Él la miró sorprendido.


–Supongo que sí –musitó–. La emoción de burlar sistemas de seguridad. El reto de planear el plan de ataque perfecto. Colarse en una casa o en una empresa y volver a salir sin que se enteren. Caminar por el borde de un tejado en una noche tan oscura que no puedes ver tu mano extendida y tienes que confiar en tu instinto para no matarte –sonrió–. Es un mundo que poca gente conoce.


–Hablas como si solo se tratara de la planificación y el trabajo –musitó ella–. Entonces, ¿no era el robo lo que te atraía? Me refiero a los objetos que robabas.


Pedro tendió la mano y le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja, dejando que sus dedos le rozaran la piel en una breve caricia. Aquel contacto le quemó la piel como si hubiera tocado un cable eléctrico pelado.


–Mentiría si dijera eso y creo que tú lo sabes.


Paula asintió y guardó silencio.


Pedro se dio cuenta de que quería que ella entendiera aquello desde su punto de vista.


–Un ladrón no entra en lugares protegidos solo por el placer de poder hacerlo –dijo–. Tiene que haber una recompensa al final del trabajo, por supuesto.


Le tomó la mano izquierda y le pasó el pulgar por el anillo que llevaba. Uno de sus trofeos.


–No sé bien cómo explicarte lo que es eso, Paula. Nadie puede conocerlo a menos que lo haya vivido.


–Inténtalo –susurró ella, apretándole el dedo.


Pedro miró sus hermosos ojos verdes y dijo con suavidad:
–Este anillo por ejemplo. Abrí la caja fuerte armado solo con una linterna de bolsillo.


–¿También abres cajas fuertes? –preguntó ella.


–Todos los Alfonso aprendemos los trucos del oficio desde una edad temprana. Abrir cerraduras, cajas fuertes, robar carteras…


–¿De verdad?


–Si quieres vivir como un ladrón y no como un preso, tienes que tener dedos ágiles e inteligentes –él se encogió de hombros–. Todo el mundo estaba abajo en la fiesta. El segundo piso estaba vacío y el despacho en el que se encontraba la caja fuerte estaba oscuro, salvo por unos hilos de luna que asomaban a veces entre las nubes. Yo me daba prisa porque siempre es mejor no perder tiempo.


–Me lo imagino –comentó ella.


Él sonrió.


–No puedes ir muy deprisa o te vuelves torpe. Ni muy despacio o te pillarán. Bien, pues abrí la caja fuerte, metí la mano en ella y saqué una bolsa de terciopelo negro. Sabía lo que encontraría dentro porque Paulo y yo llevábamos meses vigilando la casa. Sabíamos dónde guardaban las joyas, cuáles estaban en qué caja fuerte…


–¿Había más de una?


–Sí. Pero incluso sabiendo lo que iba a encontrar, tenía que mirar –se encogió de hombros–. Paulo y yo habíamos dedicado mucho esfuerzo a aquel trabajo y yo quería ver el tesoro al final del arco iris. Vacié el contenido en mi mano y un rayo de luna cayó sobre los diamantes y les dio vida.


Ella lo miraba a los ojos mientras él recordaba un trozo de su vida que no había compartido con nadie más.


–Había un collar con setenta y siete diamantes engarzados en platino y este anillo –frotó el dedo de ella con gentileza–. Encerrados en la oscuridad, como si estuvieran condenados al olvido. Cuando cayeron de la bolsa y la luz de la luna brilló sobre ellos, fue como si suspiraran y me dieran las gracias por haberlos rescatado. Los diamantes están hechos para brillar, para estar a la luz, para ser llevados, admirados y envidiados.


Sonrió.


–Cuando vi la luz de la luna sobre esas piedras, fue pura magia. Como si viera que algo frío, olvidado y muerto volvía a cobrar vida.


–Y conservaste el anillo para que te recordara aquel momento –comentó ella.


–Sí. Y para dárselo a mi hermosa prometida.


Ella movió los labios como si reprimiera una sonrisa.


–¿Y el collar? –preguntó Paula.


–Ah –Pedro le soltó la mano–. Paulo y yo lo vendimos por una fortuna.


–No te arrepientes en absoluto, ¿verdad?


–¿De ser un ladrón? –preguntó él–. No. Era muy bueno en lo que hacía. Trabajé en ello durante años y nunca hice daño a nadie, solo a las compañías de seguros –sonrió–. No me arrepentiré de ser quien soy, de venir de donde vengo ni de las decisiones que tomé. ¿De qué serviría? El pasado es pasado, arrepentirse no cambia nada.


–Pero…


–No confundas mi nuevo camino con vergüenza por el pasado –Pedro le puso una mano en la nuca y se inclinó hacia ella–. Soy un Alfonso y nunca me avergonzaré de mi familia ni de mi tradición. Cómo elijo vivir mi vida no tiene nada que ver con el pasado, más allá de un breve momento de revelación que me encaminó en una dirección nueva. En mi corazón soy un ladrón, Paula.


Ella negó con la cabeza.


–No es verdad. En tu corazón eres mucho más que eso.


–No te engañes a ti misma –le advirtió él, aunque le encantaba el calor que leía en sus ojos. Ella lo miraba y veía al hombre, no al ladrón, y eso le gustaba. Pero no podía dejarle creer que ya no existía el ladrón dentro del hombre. 


Pedro siempre sentiría aquel impulso cuando viera diamantes, cuando viera la oportunidad de un trabajo que lo seducía. Ese deseo siempre sería parte de él.


–No creas que soy más de lo que ves –dijo con suavidad–. Soy el hombre cuyo apartamento allanaste. El hombre al que despreciabas.


–Yo no te despreciaba.


Él le puso una mano en la mejilla.


–Sí lo hacías. Y no importa. Seguramente sería mejor que te centraras en ese sentimiento. Te ayudaría a recordar que este compromiso nuestro no es nada más que una farsa.


Ella cubrió la mano de él con la suya.


–No soy yo la que tiene problemas en recordar eso, Pedro.


La verdad de aquella declaración lo sobresaltó lo suficiente como para soltarla y dar un paso atrás.


–¿Señor Alfonso?


Agradecido por la interrupción, Pedro alzó la vista y vio que se acercaba un hombre alto con la cabeza rapada y ojos azules. Sin duda era el jefe de seguridad y Pedro felicitó interiormente a su cuñado. Como ladrón profesional, sabía reconocer el peligro de aquel hombre. 


Sería un enemigo formidable.


–Sí. ¿Franklin Hicks?


–El mismo –el hombre miró a Paula–. Señorita Chaves. El señor King me ha pedido que les enseñe el sistema de seguridad de la exposición y conteste a cualquier pregunta que tengan.


Pedro no le gustó cómo miraba el gigante calvo a Paula. En sus ojos había un brillo que era pura valoración masculina y que hacía que Pedro quisiera colocarla detrás de sí y protegerla de esa mirada.


–Gracias –musitó ella.


Hicks echó a andar por la estancia y Pedro cerró la marcha detrás de los otros dos. Y, por supuesto, posó la mirada en el trasero de Paula.



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