viernes, 8 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 17





Entraron en su suite, deshicieron el equipaje y, en menos de quince minutos, Pedro sacó a Paula del hotel, alejándola de la cama gigante para no ceder a la tentación.


–Este lugar es increíble –comentó Paula, cuando paseaban por los jardines del hotel.


Pedro entendía lo que quería decir. Él había sentido lo mismo la primera vez que había ido allí un año atrás.


Rico había construido una especie de Disneylandia para adultos. Había incontables piscinas, spas privados y vistas espectaculares del océano desde todas las habitaciones. Era un hotel relativamente pequeño, para que siguiera siendo exclusivo. Solo tenía ciento cincuenta habitaciones. Sin contar los bungalós privados escondidos entre los bosquecillos que había esparcidos por los jardines.


Las habitaciones eran decadentes, el servicio impecable y, para los que podían permitírselo, King´s Castle era una fantasía hecha realidad.


Los omnipresentes vientos de la isla mantenían los insectos al mínimo y transportaban el aroma de flores tropicales. El océano estaba a solo unos pasos y en el interior de la isla había bosques llenos de higueras de Bengala que parecían sacadas de cuentos de hadas y transportadas a la isla para crear ambiente.


–Es impresionante –asintió Pedro.


Paula lo miró.


–¿Lo que has dicho antes de Jean Luc iba en serio? ¿De verdad crees que vendrá aquí?


Pedro frunció el ceño y miró la zona de las piscinas. Había mujeres adorables echadas en tumbonas de colores, un par de personas nadando en el agua y algunos camareros moviéndose entre los caminos de baldosas sirviendo bebidas heladas.


Aquel era el tipo de atmósfera que prefería un hombre como Jean Luc. Solo se había hecho ladrón de joyas para satisfacer su hambre por las cosas buenas de la vida. La familia Alfonso trataba su oficio como el trabajo que era. Le dedicaban concentración, práctica y respeto. Jean Luc, sin embargo, lo trataba como un juego. Un juego que estaba decidido a ganar. A Jean Luc lo empujaba a correr lo que Pedro consideraba riesgos innecesarios. A intentar, por ego, trabajos que no era capaz de completar.


–Sí –comentó–. Lo creo.


–Si viene aquí, no traerá el Contessa consigo.


Pedro la miró.


–No. Lo dejará en casa. No hay necesidad de acarrear trofeos viejos cuando estás pensando robar otros nuevos.


–O sea que todavía tendremos que ir a Mónaco a por el collar.


–Después de la exposición, sí.


Paula asintió.


–Pero si lo atrapamos aquí, eso lo haría todo mucho más fácil, ¿no?


–¿Atrapamos? –preguntó él.


Ella alzó la barbilla y lo miró a los ojos.


–Recuerda que he sido policía. Y también experta en seguridad. Puedo ayudar


–Y yo he sido ladrón –le recordó él–. Y creo que mi experiencia será útil esta semana. Los empleados de seguridad de Rico son los mejores del mundo.


–Eso no significa que dos ojos más no puedan ayudar –argumentó ella–. Así que, en vez de enseñarme las piscinas, ¿qué tal si me muestras dónde va a ser la exposición de joyas?


Él ya conocía la expresión que veía en ella en ese momento.


 Una mezcla fiera de determinación y terquedad. Y sabía también que, si no le mostraba el salón de la exposición, ella lo encontraría sola. Era mejor tenerla a su lado.


Sacó el móvil y marcó el número de Rico.


–Voy a preguntar dónde la hacen.


–Bien –el rostro de ella se iluminó y una hermosa sonrisa le curvó los labios. Pedro sintió un tirón en la entrepierna.


–Rico –dijo–. Queremos examinar el salón de la exposición.


–Le diré a Franklin Hicks que vas para allá. Es mi jefe de seguridad. Es fácil reconocerlo. Treinta y cinco años, un metro noventa y tiene la cabeza afeitada y penetrantes ojos azules.


–Suena peligroso.


–Lo es –Rico soltó una risita–. No pasa por alto muchas cosas. Pero seguro que recibirá bien las ideas de un hombre como tú.


–Quieres decir un ladrón.


–Quiero decir un ladrón muy bueno. Teresa me ha dado una descripción del tal Jean Luc y la estamos circulando entre los hombres. La dejaremos en la oficina principal de seguridad.


–Eso está bien –contestó Pedro–. ¿Puedes enviar la descripción al otro hotel de la isla?


–Ya lo he hecho.


–¿Descripción? –preguntó Paula–. ¿De Jean Luc? –movió la cabeza–. ¿No habéis oído hablar de los disfraces?


Pedro hizo una mueca.


–Sí, Paula acaba de recordarme que Jean Luc puede aparecer disfrazado.


–Perfecto –contestó Rico–. De todos modos, haremos lo que podamos para detenerlo.


–Todos lo haremos.


–De acuerdo. Le diré a Franklin que vais para allá.


–Gracias.


Cuando Pedro colgó el teléfono, se encogió de hombros.


–Parece que han despejado el comedor principal para usarlo en la exposición. Podemos ir a verlo ahora.


Paula sonrió.


–Estupendo. Vamos.




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