martes, 28 de junio de 2016

EL PACTO: CAPITULO 12





Solo el derrumbamiento del edificio podría empeorar la mañana de Pedro.


Las acusaciones de explotación, si bien infundadas, mantenían al departamento legal de Al ocupado. El que fueran falsas no parecía preocupar a los trabajadores de Al, que vieron la oportunidad de hacer unas cuantas reclamaciones.


Y para colmo su secretaria le anunció que se iba. Esa mujer era su vida. De haberse solucionado con dinero, le había duplicado el sueldo, pero la joven se trasladaba a Alemania para casarse.


Tras tres horas de reunión con el departamento de marketing, elaboraron un plan. La idea de Paula había dibujado no pocas sonrisas en el comité ejecutivo, y la nota de prensa resultó, como poco, brillante.


En ella se destacaban las exitosas líneas lanzadas por Al. 


Desgraciadamente, apuntaba la nota, el éxito de Al contrastaba con el de Alfonso, que solo podía enorgullecerse de una línea de trajes de noche y que tampoco había despertado demasiado interés fuera de los círculos más jóvenes. Todo era cierto, aunque evitaban mencionar que el precio medio de uno de esos vestidos era de quince mil dólares, lo que ayudaba a sanear la economía de Alfonso.


La última línea estaba consagrada a la dedicación que Al dispensaba a sus trabajadores, sobre todo en la fábrica de Manhattan.


A las cinco de la tarde, Pedro ya llevaba más de diez horas trabajando y la mente empezaba a nublársele. Ese era sin duda el motivo por el que solo era capaz de concentrarse en los recuerdos del masaje que Paula le había dado la noche anterior.


La velada había resultado agradable, sin expectativas, como debía ser. Eran dos amigos que habían mantenido un romance en el pasado.


Debería comprar algo de comer y dejarse caer por el hotel. 


Ella misma lo había sugerido. Podrían hablar sobre la nota de prensa mientras cenaban. Evitó reconocer que había pensado en ella todo el día y que su mente estaba repleta de imágenes del cuerpo de la joven.


Imágenes que, desde luego, no despertaría una amiga.


A las seis decidió marcharse. De todos modos, era incapaz de seguir trabajando.


Paula abrió la puerta vestida con una blusa y una falda de tubo. Debería haber parecido una profesora, pero la camisa estaba desabrochada hasta la mitad del escote, y la raja de la falda subía hasta el muslo. Un movimiento en falso y mostraría todos sus secretos al mundo.


Pedro tragó nerviosamente mientras la erección contra la que había luchado todo el día tomaba vida de nuevo.


Al fin consiguió posar la mirada en el rostro de Paula, demasiado tarde para fingir que no la había devorado ya de pies a cabeza.


—Falta la comida —ella enarcó una ceja.


—Lo olvidé —Pedro soltó un juramento y apretó los puños.


—¿Distraído pensando en otra cosa? —Paula sonrió traviesa.


—¿Por qué dices eso? —él sintió que las manos le empezaban a sudar.


—No sé. Quizás porque estás aquí, en mi hotel, sin nada para cenar. Me ha hecho pensar que quizás estuvieras más interesado en otra cosa que en comer.


Pedro rebuscó en su mente una respuesta que no incluyera deslizar la lengua por esos pechos, o la mano por el suave muslo que asomaba bajo la falda. Tampoco podía decir nada sobre silenciar esa descarada boca con un beso que la dejara sin aliento.


—Podríamos salir a cenar —una improvisación perfecta—. Es lo que había pensado.


La carcajada de Paula derribó lo que quedaba de su fuerza de voluntad.


—Buenos reflejos —asintió ella—. Ambos sabemos que no pensabas en eso, pero lo pasaré por alto.


Por supuesto, era evidente que se lo había inventado sobre la marcha.


—Eres demasiado amable.


—El asunto de la explotación laboral ha sido el tema más comentado hoy en Alfonso—Paula agitó una mano en el aire—. Debes estar agotado.


—Sí —Pedro se aferró a la oportuna excusa que debería habérsele ocurrido de no tener el cerebro entre los muslos—. Por eso estoy tan distraído. El trabajo ha sido infernal.


—Pues entonces, vámonos —ella tomó el bolso y se lo colgó del hombro—. Me muero por saber cómo ha ido la reunión de marketing, y me muero de hambre. ¿Adónde me llevas?


La respuesta fue interrumpida por un tono de llamada que surgía del bolso de Paula. Al mirar la pantalla del móvil, toda alegría se esfumó del bonito rostro.


—Es Valeria —susurró—. ¿Contesto?


—Por supuesto —Pedro se cruzó de brazos y contuvo la respiración.


—Claro. Sin problema. Estaré allí en cinco minutos —Paula colgó la llamada con rabia—. Quiere que vuelva a la oficina. Tiene algo que ver con ese proyecto secreto suyo.


—Genial —él contuvo la oleada de desilusión—. Qué oportuna.


Le apetecía mucho llevar a Paula a cenar, a pesar de que todo hubiera surgido como una excusa.


Había considerado ir a un lugar discreto, pedir una mesa reservada, encargar una botella de vino y dedicar dos horas a pensar en otra cosa que no fuera el circo mediático de Al Couture. Reirían y coquetearían. Lo cual se parecía mucho a una cita. La idea era mala y Valeria, en efecto, había sido muy oportuna.


—¿Y cuándo comemos? —Paula hizo un mohín.


—Esto es más importante —Al y Alfonso no iban a reagruparse espontáneamente y Pedro había trabajado mucho para echarlo todo a perder—. Te diré lo que haremos. Te llevo y espero en el coche. Cuando hayáis terminado, nos iremos a cenar.


¿Cómo se le había ocurrido algo así? Debería despedirse de ella, pero parecía tan alicaída que no había podido contenerse.


Y estaba demasiado cansado para fingir que no ansiaba su compañía.


—¿Harías eso? —Paula ladeó la cabeza—. Y yo que pensaba que me llevabas a un lugar público para que no pudiera aprovecharme de ti. De no conocerte mejor, pensaría que la invitación a cenar es una cita.


—No es una cita —rugió él. Esa mujer parecía capaz de leerle la mente—. Y sí, te esperaré, porque quiero saber cada palabra que mi hermana pronuncie. Cuanto antes mejor.


—Por supuesto —ella le tomó del brazo y se dirigieron al ascensor—. Y yo solo trabajo aquí por la ropa —le susurró al oído.








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