jueves, 26 de mayo de 2016

DURO DE AMAR: CAPITULO 18




El por qué acepté la cita con Guillermo Wyndham III estaba más allá de mí compresión. Fue un momento de debilidad, mi madre me había pillado bajando de las alturas por pasar el tiempo con Pedro, y acepté.


La primera vez que conocí a Guillermo fue el año pasado en una fiesta de navidad en la oficina de mi padre. La misma fiesta en la que me habían presumido por ahí como si yo fuera una preciada posesión desde el día en que cumplí los dieciocho. Como si yo quisiera un gordo y poco atractivo contador como marido. Afortunadamente, Guillermo era diferente. Tenía veinticuatro, recién salido de la escuela de negocios, y se sentía tan fuera de lugar con los contadores de mediana edad y sus cónyuges tanto como yo.


Pasamos la noche sentados en un balcón, yo con la chaqueta de su traje sobre mis hombros desnudos, hablando sobre nuestros campos favoritos de la Universidad, el mío, la filosofía, el suyo, la economía.


Mis padres quedaron encantados al ver que nos llevábamos tan bien. Era una buena imagen para sus ojos, todo lo que ellos querían para mí, un hombre blanco de entre veinte y treinta años, buena genética, bien educado, de una familia de clase media-alta de New Hampshire. Saludable como un vaso de leche. E igual de emocionante.


Su sola emoción hizo que me retorciera. Evité sus llamadas y sus débiles intentos para quedar durante gran parte de estos seis meses. Razón por la cual me resultaba desconcertante que estuviera rizándome el pelo, y planchando mi camisola marinera, para mi cita.


Hicimos planes para jugar al tenis en el club de campo del que mi padre y él eran miembros. Empaqué mi traje de tenis en mi bolso grande, el cual Martina nombró la bolsa de Mary Poppins, y fui a esperar a Guillermo.


Cuando se detuvo en su elegante Lexus plateado, corrí a su encuentro.


Guillermo salió del coche, todo pelo rubio engominado y dientes blancos y rectos que indicaban años de ortodoncia. 


Me recibió en la puerta del coche, vestido en vaqueros casuales y una camiseta abotonada y me besó el dorso de la mano antes de ayudarme a entrar en el coche. El rico olor del cuero me envolvió y me acomodé en el asiento.


Algo sobre Guillermo me era familiar, como un par de pantalones vaqueros gastados, o tus cómodas sandalias, pero nada sobre su presencia, y ciertamente no su beso, me llevó a ningún lugar cerca de los fuegos artificiales. Era más como una tolerable indiferencia. Pedro, por otro lado… bueno, mis pezones se endurecían con sólo pensar en él.


Después de un aburrido partido de tenis, en el que predeciblemente me dejó ganar, almorzamos en el espacioso patio de piedra del club. Ordené una ensalada de fresas y champán y Guillermo el risotto de trufa. Bebimos agua con gas durante la comida y Guillermo contó elaboradas historias diseñadas para impresionarme. Empezó con las aventuras en el velero de su padre, fiestas locas con sus amigos de la preparatoria, y finalmente sus ambiciones profesionales, hacer de socio a la edad de treinta y cinco. Ni una sola vez me preguntó sobre la mía. O nada de mí, en realidad. Encontré a mi mente vagando entre Pedro y Lily. Me pregunté qué hacían los fines de semana. Me imaginaba que comían desayunos de panqueques con chispas de chocolate en pijama mientras veían los dibujos animados. El pensamiento me hizo sonreír. No pude evitar las ocasionales miradas a mi reloj, contando los minutos que quedaban para que terminara esta cita y pudiera irme a ver a Pedro y Lily.


Después de nuestra cita, Guillermo me acompañó hasta mi coche, abriendo la puerta mientras me instalaba en el asiento del conductor.


—Eso fue divertido. Deberíamos hacerlo de nuevo. Mi familia hace este tour de vino cada otoño, deberías venir.


—Me lo pensaré —dije, luego cerré la puerta del coche.



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