jueves, 12 de mayo de 2016

CENICIENTA: CAPITULO 29







Paula se despertó sintiendo como si flotara en un sueño. 


¿Había sucedido de verdad lo de la noche anterior? El sol
de la mañana se filtraba a través de las ventanas del dormitorio de Pedro.


Paula se subió la sábana al pecho. La sábana de Pedro. La cama de Pedro.


Se escuchó el inconfundible sonido de unas patas en el suelo de madera y Moro apareció por la puerta. En cuanto la vio, se acercó a ella.


–Buenos días, amigo –Paula se puso de lado para mirarle.


El perro bajó la cabeza para que le acariciara detrás de las orejas, y ella así lo hizo.


–Menuda pareja hacéis –dijo Pedro a su espalda.


Paula miró atrás, atraída por su tono de voz soñoliento. Se quedó sin respiración al verlo con aquellos pantalones de pijama grises y sin camisa. Llevaba dos tazas de café en la mano.


–Buenos días –Paula no pudo evitar sonreír al verlo tan sexy.


Pedro apoyó la rodilla en la cama y se inclinó para darle un beso en la frente.


–Buenos días, preciosa –le pasó una taza–. Leche y una de azúcar, ¿verdad?


Ella asintió sin dar crédito a que se acordara.


Sopló suavemente el café y le dio un sorbito. Se sentía bien, pero algo turbada. La noche anterior había sido absolutamente maravillosa, le había encantado rendirse por fin a él, pero no cabía duda de que se había tratado de un momento de debilidad.


Lo que más le preocupaba era el contrato que tenía con su padre. Había hecho un pacto consigo misma para honrar aquel acuerdo, y lo había roto.


Odiaba tener que poner excusas, pero era la única manera de lidiar con lo que había hecho.


–Ojalá pudiéramos pasar la mañana en la cama –Pedro dejó la taza de café en la mesilla y se metió bajo las sábanas con ella–. Pero tengo una tonelada de reuniones que empiezan a las nueve.


–Reuniones –a Paula le latió el corazón con fuerza–. Oh, Dios mío, ¿qué hora es?


–Poco más de las siete. No me digas que llegas tarde a algo, es muy temprano.


–Yo también tengo una reunión a las nueve en punto. Pero tengo que llegar a mi apartamento, ducharme, cambiarme y luego ir a la oficina y preparar café. Si no me voy ahora mismo no llegaré – Paula apartó las sábanas y se dio cuenta al instante de que estaba desnuda.


Agarró una almohada y se cubrió el cuerpo, escudriñando el suelo en busca de las braguitas y el sujetador.


–Es un poco tarde para el recato, Suero de Leche. No queda en tu cuerpo un solo centímetro que no haya explorado anoche.


–¿Puedes, por favor, ayudarme a encontrar mi ropa interior?


Pedro buscó en su lado de la cama y sacó las prendas.


–¿No me puedo quedar esto de recuerdo?


Ella se las quitó de la mano.


–Muy gracioso –se sujetó la almohada en el pecho con la barbilla y agarró la ropa interior. No sabía muy bien por qué
no quería que Pedro la viera desnuda ahora. Tal vez se sentía culpable–. Tengo que encontrar mi vestido.


Dejó a un lado la almohada y corrió al salón. Pedro la siguió. 


Ver el vestido y los zapatos tirados en el suelo hizo que
recordara todo de golpe, el calor de su mano en la espalda desnuda, sus besos, el glorioso modo en que la había
llenado.


–Espera un momento –le pidió Pedro mientras ella trataba de ponerse el vestido–. Por el amor de Dios, deja que te ayude con la cremallera. Dime qué te pasa. Sé que tienes miedo, y necesito saber por qué. No creo que sea por esa reunión.


Al escuchar su voz, el cuerpo de Paula solo quería estar desnudo junto al suyo todo el día, sobre todo cuando el cálido aliento de Pedro le acariciaba la oreja. Pero su cerebro estaba a la defensiva.


–Yo… –Paula aspiró con fuerza el aire.


–¿Tú qué? ¿Estás preocupada? ¿Crees que lo que hicimos anoche no está bien?


Ella exhaló.


–Sí –no había nada más que decir.


Pedro la giró y la estrechó entre sus brazos.


–Lo entiendo –murmuró acariciándole la espalda en gesto tranquilizador–. Escucha, los dos sabemos que esta no es
la situación ideal, pero no tenemos nada de qué avergonzarnos. Yo te deseo, tú me deseas. Es así de simple.


–Pero tu padre… El contrato…


Pedro la estrechó todavía con más fuerza entre sus brazos.


–No te preocupes por mi padre. No se va a enterar –la besó en la frente–. Y ahora déjame que te acompañe abajo a
tomar un taxi para que no llegues tarde a tu reunión.


Paula negó con la cabeza.


–¿Y si hay alguien en la puerta del edificio? ¿Fotógrafos?


–Llamaré al portal para asegurarme de que no hay moros en la costa. Los porteros son muy profesionales.


–Tú llama, pero bajaré yo sola. Es más seguro así –el estómago le dio un vuelco. No le gustaba la idea de tener que andar escabulléndose.


–¿Qué clase de caballero sería yo si no te acompaño abajo? Te diré lo que haremos. Te acompañaré hasta el vestíbulo. Y no acepto un no por respuesta.


Paula recogió sus cosas mientras Pedro hacía la llamada. 


Luego él se puso una sudadera y unas zapatillas de deporte sin atarse los cordones. Se metieron en el ascensor sin hablar, pero Pedro le tomó la mano y se la acarició suavemente con el pulgar.


A Paula le daba vueltas la cabeza.


¿Qué estaban haciendo? ¿Esto era cosa de una noche? 


Eran preguntas que necesitaban respuestas, pero no había
tiempo, al menos aquella mañana. Y en cualquier caso, Pedro tenía que continuar la farsa con Julia al menos
hasta la gala.


No había nada en aquella situación que presagiara una relación auténtica y duradera. Ya veía a sus hijos preguntándoles cómo se habían conocido: «Bueno, papá tenía una novia falsa porque mamá le dijo que eso le serviría para obtener buena publicidad, y tu abuelo no quería ni que nos acercáramos, así que papá y mamá
cayeron en la tentación, tuvieron una aventura secreta y tórrida y mintieron a todo el mundo».


El móvil de Pedro emitió un sonido y se lo sacó del bolsillo de la sudadera.


Sonrió mirando la pantalla.


–Es mi padre, me felicita por Midnight Hour.


Las puertas del ascensor se abrieron.


–Estuviste increíble –dijo saliendo al vestíbulo mientras Pedro sostenía las puertas–. Estoy segura de que hoy vas a recibir muchas felicitaciones.


El teléfono de Pedro volvió a emitir un sonido. Esta vez no sonrió al leer el mensaje. Se quedó pálido.


–Eh, Carl –le gritó al portero con tono de pánico–. Consíguele un taxi a la señorita Chaves ahora mismo.


–¿Qué ocurre? –preguntó Paula angustiada.


–Tienes que irte –le espetó Pedro pulsando el botón del ascensor–. Mi padre viene de camino.


Las puertas se cerraron.


«Oh, Dios mío, no». El portero sacórápidamente a Paula fuera, pero fue demasiado tarde. Estuvo a punto de
tropezarse con Roberto Alfonso.


–Hola, señorita Chaves –dijo Roberto mirando a través de la puerta de cristal hacia el vestíbulo del edificio de Pedro–. ¿Estaba usted reunida con Pedro?


–Eh… sí. Sí, señor –se sintió fatal–. Ha habido una gran respuesta a la entrevista de anoche. Solo quería asegurarme de sacarle el mayor partido. Asegurarme de que todos los medios hablen de ello. Pedro y yo estábamos repasando algunas cosas.


«Deja de hablar. Estás cavando tu propia tumba».


–Eso es lo que me gusta de usted, señorita Chaves. Siempre pensando, siempre trabajando duro sin dejar pasar
ninguna oportunidad.


Ahora Paula se sintió mil veces peor.


–Gracias, señor.


El portero consiguió por fin parar un taxi y le hizo una señal a Paula.


Ella estaba desesperada por escapar de allí.


–Tengo que irme, señor. Me espera una reunión en la oficina.


–Claro, claro –asintió Roberto–. Que tenga un buen día.



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