Pedro tuvo un fuerte impulso de tirar por la ventana el árbol de Navidad que estaba en la sala de estar de la suite. La bebida que tenía en la mano no lo anestesiaba lo suficiente.
Con cada hora, su mente oscilaba cada vez más entre el enojo y la depresión. Se culpaba a sí mismo por haber soltado de forma impulsiva la propuesta de matrimonio. Si hubiera esperado, si hubiera tenido un anillo y lo hubiera hecho como se debe…
Pero no. El Pedro impulsivo se había lanzado al ruedo de «fueron felices y comieron perdices» y ahora Paula estaba fuera de su alcance.
Resultaría gracioso si no se sintiera tan desgraciado. Paula había rechazado su oferta de matrimonio porque pensaba que era un perdedor sin un centavo, sin nada que ofrecer.
Aquello era condenadamente irónico. Considerando que había llamado al maldito mecánico que estaba reparando su pedazo de chatarra descompuesto y casi le había dado un cheque en blanco. Mientras conducía, alejándose de su apartamento, había pensado que podrían volver a ser lo que eran antes. Amigos.
Pero no había vuelta atrás, y no había oportunidad de avanzar. Maldita sea. Él y Paula ni siquiera podían seguir como antes. Dejó caer la cabeza sobre sus manos.
El teléfono de su habitación sonó, sorprendiéndolo. Cuando se puso de pie para ir a atender, la habitación comenzó a dar vueltas.
Pedro miró el reloj de pared. Eran las seis de la tarde, y todavía llevaba la ropa que se había puesto en medio de la noche para ir a llevar a Damian al hospital. El teléfono no dejaba de sonar.
—Ya voy —le gritó al teléfono.
Cuando atendió la llamada, a Pedro casi se le cayó el teléfono antes de que lo consiguiera llevar a la oreja.
—¿Qué?
—Bueno, eres todo claridad —ronroneó una voz femenina al otro lado de la línea.
—¿Cata?
—¡Por Dios, Pedro! ¿Son como qué… las seis allí? ¿No es un poco temprano para andar de juerga?
Pedro se sentó para evitar caerse.
—No eres la única que tiene derecho a la autocomplacencia.
—Además, había tenido un mal día.
—Primero, me entero de que no vienes a casa para Navidad, ahora estás borracho a mitad del día.
—No, no estamos a mitad del día.
—Lleva un tiempo aprender a hablar bien con la borrachera, Pedrito. ¿Qué demonios te sucede?
«¡Mujeres!».
—Nada. Estoy bien.
«Borracho, pero bien». Mientras se mantuviera sentado e inmóvil, la habitación solo se movía cuando inhalaba… o exhalaba. La voz arrogante de Catalina se suavizó.
—¿Quién es la chica?
«Maldita mujer».
—Voy a colgar ahora.
—Pedro. No te atrevas. Seré la…
Levantó el teléfono a la altura de sus ojos y apretó el botón de «Terminar» dos veces. Después, como el dormitorio estaba demasiado lejos, Pedro se echó hacia atrás en el sofá y cerró los ojos.
****
Las siguientes veinticuatro horas fueron una nebulosa para Paula. La fiebre de Damy oscilaba, pero al caer la noche, le pareció que lo peor ya había pasado. A la mañana siguiente, sería difícil mantenerlo quieto.
Damy preguntó muchas veces por Pedro, demasiadas para contarlas. ¿Dónde estaba? ¿Iba a volver? ¿Por qué se había ido? ¿Lo verían para Navidad? Cada pregunta era un clavo que se hundía en el ataúd en el que había transformado su vida. Mónica regresaría por la noche, y Paula deseaba desesperadamente que su hermana llegara a casa para poder llorar en su hombro y escuchar lo tonta que había sido. Sin lugar a dudas, Mónica le diría de todo por haber rechazado a Pedro.
Discutirían. Paula pondría en palabras por qué había tenido que dejar ir a Pedro y Mónica trataría de hacerla cambiar de opinión. Pero Paula era mayor que ella. Sabía más.
Su teléfono sonó. Paula tenía el corazón en la garganta. ¿Y si era Pedro?
Esperó a que el contestador automático respondiera.
—Es un mensaje para Paula Chaves. Señora. Chaves, habla Phil Gravis de Upland Toyota…
Su auto. Se apresuró a levantar el teléfono.
—¿Hola?
—¿Señora Chaves?
—Sí, soy yo. Disculpe, estaba en la otra habitación —mintió—. No se oía el teléfono. —Mentira número dos.
—No hay problema. Mmm, acerca de su auto.
Oh, por favor…, no más malas noticias. Realmente no podría soportarlo.
—¿Sí?
—Tuvimos un pequeño contratiempo aquí en el garaje.
—¿Contratiempo?
Seguro que no era nada bueno.
—Un incendio, en realidad.
Su auto. Con el estado en que estaba, su auto solo se podía asegurar para cubrir a terceros. Maldita sea, su mundo estaba volando en pedazos y Paula estaba justo en el ojo del huracán.
—¿Un incendio?
—Sí. Un accidente. No se preocupe, su auto está…
—¿Está bien? ¿Mi auto está bien?
El señor Gravis se rio.
—Su auto está para el desguace.
Rayos, remolino de nubes y la casa de Dorothy volando por el aire.
—No es gracioso.
—Bueno, el auto necesita muchas reparaciones. —Su voz era inexpresiva.
—Es mi único medio de transporte —dijo, comenzando a alzar la voz, a entrar en pánico.
—Oh, señora Chaves, por favor…, no se preocupe. Toyota se hace completamente responsable y queremos invitarla a que venga a buscar un vehículo para reemplazarlo.
—¿Un vehículo para reemplazarlo? —De nuevo estaba repitiendo sus palabras, como un loro.
—Permítame comenzar de nuevo. La noto molesta.
Eso sí que era un eufemismo.
—Hubo un incendio, su auto quedó siniestrado de forma total, pero le estamos ofreciendo un auto nuevo en su lugar. A menos que sienta algún tipo de apego emocional a la versión antigua del Celica, esto acabará por ser ventajoso para usted.
Gracias a Dios que estaba sentada, porque cuando comprendió sus palabras, Paula se sintió mareada.
—¿Un auto nuevo para reemplazar ese peligro ambulante averiado?
Probablemente había sido su auto el que había provocado el fuego.
—Así es. ¿Cuándo le parece que puede pasar por aquí?
Esto no estaba sucediendo. Estaba soñando y realmente necesitaba despertar.
—¿Señora Chaves?
Pero no despertaba.
—¿Sí?
—¿Puede venir mañana?
—¿Mañana? —Se quedó mirando la pared de la habitación.
—Sí.
—Claro.
—¿Sí, puede venir mañana?
Paula comenzó lentamente a asentir con la cabeza.
—Sí, puedo ir mañana. —Parecía que el cielo comenzaba a despejarse—. ¿Es demasiado temprano a las nueve?
—A las nueve estaría perfecto. Pregunte por mí —dijo en tono gracioso.
—Esto no es una broma, ¿verdad, señor Gravis? Porque he tenido un par de días realmente desastrosos, y no sería capaz de soportar una broma en este momento.
Él rio.
—No es una broma, señora Chaves. Piense en qué tipo de auto le gustaría conducir. Cuatro puertas, dos puertas, camioneta pickup, un crossover, ¿o tal vez le gustaría un híbrido? Usted decide.
Pensó por un momento acerca de la Navidad, Damy, las facturas que llegarían del hospital.
—¿Puedo quedarme con el dinero y elegir un automóvil de segunda mano?
—Lo lamento. Me dieron instrucciones precisas de que le ofreciera cualquier auto nuevo de los que tenemos en el local.
—¿Instrucciones? —el loro que repetía todo había regresado.
Vaciló, tosió, y luego dijo:
—De mi jefe.
—Ah, bien. No quiero parecer grosera. Estoy muy agradecida. De verdad.
Lo estaba. No era la nueva bicicleta que Damy quería, pero un auto nuevo podría compensarlo un poco. El dinero que ahorraría en reparaciones la ayudaría a darle más a su hijo a largo plazo.
—Lo veré a las nueve.
Cuando colgó, la puerta del apartamento se abrió. Y entró Mónica, enfundada en una parka.
Al ver a su hermana, Paula se acordó de Pedro. Mónica la miró a los ojos. Abrió la boca para decir algo y luego su sonrisa se desvaneció.
—¿Qué ha pasado?
Las lágrimas aparecieron, de la nada.
—Me acosté con Pedro. Me pidió que me casara con él. Le dije que no. Se fue y no ha llamado. Es posible que haya cometido un gran error.
Mónica apoyó sus maletas junto a la puerta y caminó hacia Paula.
—Oh, Paula.
El abrazo de su hermana hizo que las lágrimas volvieran a brotar.
Ayyyyyyyy, cuando se entere la verdad Pau, qué desastre se va a armar
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