lunes, 15 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 3




Paula no se lo podía creer. Pero Pedro tampoco tenía ningún motivo para mentir.


Aun así, llamó a los abogados para que le confirmaran que, fuera ella o no la heredera del rancho, había suficientes asuntos pendientes que justificaban un viaje a Texas.


Ese era el motivo por el que en aquel momento se encontraba atravesando los campos de Texas al lado de Pedro.


Estaban al final de la primavera y a ambos lados de la carretera se extendían los campos cubiertos de flores de infinitos colores.


Aparte de la novedad de las flores, el paisaje era tal como Paula lo recordaba.


Suaves colinas, pequeños arbustos y robles enormes. Cada cierto tiempo, aparecía un arco en la carretera, señalando la entrada a alguno de los múltiples ranchos de la zona. La casa de cada uno de los ranchos, nunca demasiado espectacular, aparecía siempre construida cerca de los escasos grupos de árboles que había en kilómetros a la redonda.


Aunque todavía estaban en abril, hacía un calor insoportable. Paula se había puesto un traje negro de falda larga y unas botas de gamuza que le llegaban por encima de la rodilla. Había sido una tortura decidir cómo debía ir vestida.


Evidentemente, las apariencias eran algo de suma importancia para Pedro y el resto de los amigos de su abuelo. Habiendo caído ya en desgracia por no haber asistido al funeral, había pensado que vestirse de negro podía al menos interpretarse como una muestra de respeto. Pero, por otra parte, tampoco quería que la acusaran de estar fingiendo un dolor que no sentía.


En cualquier caso, el negro le hacía más delgada. Tenía mucha ropa negra.


Entre otras muchas prendas, aquellas botas que le daban un aspecto elegante y moderno, muy a la moda.


Y estaban consiguiendo que los pies le sudaran de forma escandalosa. El aire acondicionado del jeep estaba activado, pero no era capaz de contrarrestar el efecto del sol que se filtraba por la ventana. Paula se inclinó contra la puerta, intentando atrapar hasta la última gota de aire.


—¿Tienes calor? —preguntó Pedro, rompiendo el silencio que los había acompañado durante kilómetros.


—Estoy bien —mintió Paula.


La chaqueta del traje de Pedro descansaba en el asiento de atrás, debajo de su sombrero. Iba vestido con una camisa blanca, cortada al estilo del oeste, y en vez de corbata, llevaba un lazo que sujetaba con un broche de plata. Por supuesto, completaba el atuendo con botas de cuero y unos vaqueros. Parecía estar muy cómodo, y encontrarse perfectamente en su lugar.


Paula, por su parte, se sentía absolutamente neoyorkina. 


Cuando era una niña, había vivido en muchos lugares, casi todos en el norte y el noreste. Estaba acostumbrada a los hombres con traje y corbatas formales, y a que las estaciones se ajustaran a los parámetros habituales. No le parecía lógico que la temperatura subiera más allá de los dieciocho grados en abril.


Miró a Pedro de soslayo, preguntándose qué pensaría de ella. Probablemente, que era una mujer despiadada que andaba en busca de dinero, cosa que no podía ser más falsa. O quizá pensara que era una urbanita irredenta, algo completamente cierto.


Sinceramente, Paula no tenía ningún interés en el rancho de su abuelo.


Pretendía continuar viviendo en Nueva York, o, si conseguía la beca, en París. Quería ser una diseñadora de moda y le había costado mucho llegar donde estaba.


Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la ventanilla del coche. Aquel viaje a Texas, a pesar de las circunstancias, podría ser un agradable descanso antes del verano. Audrey tenía una clientela regular que cada año buscaba algo único y original para las vacaciones y estaba dispuesta a pagar por ello. Paula siempre recibía algún dinero extra durante esas fechas, dinero que incorporaba al fondo destinado a financiar sus estudios en París.


Desgraciadamente, pagar el viaje a Texas había su puesto una severa disminución en sus ahorros. Aquel año tendría que trabajar más que nunca para reparar el gasto, pensó con un suspiro.


—Puedes utilizar mi chaqueta como almohada —la voz de Pedro interrumpió bruscamente el curso de los pensamientos de la joven.


Abrió los ojos y volvió la cabeza hacia él.


—¿Por qué será tan cansador viajar, si lo único que se hace es ir sentado?


Pedro rió divertido. Tenía una risa muy agradable. Y había que reconocer, se dijo Paula, que su rostro también lo era. Y no podía dejar atrás su porte atlético. De hecho, estaba empezando a pensar que hasta su aspecto de vaquero era atractivo.


Debía de ser por culpa del calor de Texas.


Se desabrochó los dos últimos botones de la falda, con la esperanza de refrescarse un poco.


Pedro alargó la mano y aumentó la intensidad del aire acondicionado.


—Gracias —le dijo Paula, renunciando a seguir fingiendo que estaba perfectamente.


—Deberías haberme dicho que estabas pasando calor.


—No quería ser una molestia.


—No has sido ninguna molestia —por su tono, quedaba claro que esperaba todo lo contrario. Miró hacia ella—. Y te agradezco que hayas venido a poner las cosas en orden.


—Aun a riesgo de que te suene a pregunta infantil, ¿cuánto falta para llegar?


—Unos treinta o cuarenta minutos —contestó Pedro.


Paula miró por la ventana. En ese momento estaban pasando por una zona de campos arados.


—No reconozco nada de esto.


—¿Cuándo estuviste aquí por última vez?


—Cuando tenía trece años, así que han pasado ya quince desde entonces —si Pedro se molestaba en hacer la cuenta, sabría la edad que tenía. Él debía de ser mayor, o al menos lo parecía. Pero a pesar de la curiosidad que sentía por saber los años que tenía, no se le ocurría ninguna forma discreta de averiguarlo.


—Por aquí nada ha cambiado mucho, pero Chaves sí lo encontrarás diferente.


—¿Y eso por qué?


Pedro se encogió de hombros.


—Beau redujo sus cabezas de ganado después de la sequía. Casi todos lo hicimos.


Paula rebuscó en su memoria alguna información sobre aquella sequía. Lo único de lo que podía acordarse era de algunas cartas de su abuelo en las que le comentaba que había tenido un mal año.


—No me acerqué demasiado a las vacas aquel verano —le explicó a Pedro—. Eran tan grandes… bueno, y la verdad es que no puede decirse que sea una amante de los animales.


No sabía si se lo había imaginado, pero le pareció ver que Pedro respingaba al oírla. Por si acaso, decidió renunciar a cualquier tema relativo al rancho de su abuelo.


—¿Tú siempre has vivido en tu rancho?


—Sí, excepto el tiempo que estuve estudiando —se estiró en el asiento—. Mis abuelos se establecieron en este lugar. Ya no están con nosotros, pero mi madre todavía vive allí y trabaja tan duramente como siempre.


Pedro no estaba lamentándose, simplemente exponía los hechos. Era posible que no se hubiera movido del rancho en su vida, pero parecía un hombre capaz de enfrentarse solo a cualquier cosa. Aunque quizá para otras se hubiera buscado ya compañía.


Paula inclinó la cabeza y le miró las manos. No llevaba alianza, pero eso podía no significar nada. Nadie tenía la obligación de llevar un anillo de casado, aunque lo
estuviera…


—Háblame de tu rancho. ¿Está muy lejos del de mi abuelo?


—Somos vecinos.


—¿Pero vecinos cercanos?


Pedro sonrió.


—Todo lo cercanos que pueden llegar a ser unos vecinos aquí.


Sonaba prometedor. Si el rancho de Pedro limitaba con el de su abuelo, era bastante probable que estuviera dispuesto a comprarlo. Lo estudió con la mirada; quizá hubiera volado hasta Nueva York para impedir que otro pudiera quedarse con el rancho.


Pero a Paula no le importaba. Probablemente, debía ser la propietaria más dispuesta a vender que habían visto nunca en Texas. Si Pedro quería comprar, mejor para él. Lo único que ella quería era volver a Nueva York cuanto antes.


—¿Y tu rancho es muy grande?


—Tengo una propiedad bastante grande. Alfonso Rose es unas dos veces más grande que el rancho de tu abuelo, pero la tierra de Chaves es de primera calidad.


Ajá. Calidad sobre cantidad. Una extensión pequeña pero muy fértil. Tendría que recordarlo cuando la pusiera en venta. Aunque si Pedro estaba interesado en ser el
comprador, quizá ni siquiera tuviera que sacar el rancho al mercado.


El sonido de una llamada de teléfono interrumpió el curso de sus pensamientos.


—¿Puedes sacar el teléfono del bolsillo de mi chaqueta? —le pidió Pedro.


Paula se quedó mirándolo fijamente.


—¿Tienes un teléfono móvil?


El teléfono volvió a sonar, haciendo que la pregunta pareciera completamente estúpida.


—Claro. Me parece un instrumento muy útil. ¿Tú no tienes?


—No —no podía asumir el gasto ni de comprárselo ni de mantenerlo.


Paula se retorció en el asiento hasta que consiguió alcanzar la chaqueta. Al abrir la solapa, descubrió que era una creación de un moderno diseñador. Quizá no fuera el tipo de indumentaria más adecuada para la época, pero había que reconocer su calidad. Mientras le pasaba el teléfono a Pedro, se decía que quizá Texas no fuera un lugar tan retrasado como recordaba.


Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que no prestaba atención a Pedro mientras éste hablaba, y de pronto, se dio cuenta de que le estaba preguntando algo.


—Paula, entonces, ¿estás de acuerdo?


—¿Qué?


—Si estás dispuesta, el equipo de abogados puede reunirse contigo a las cuatro y media de la tarde. Se han ofrecido a trasladarse a Chaves.


—Por supuesto que se han ofrecido, al fin y al cabo, cobran por horas, ¿no? — Dios santo, pensó Paula, si ésa era la forma de hacer negocios de los rancheros no comprendía cómo su abuelo había podido llegar a dejarle algo en herencia.


Pedro arqueó la ceja, y Paula comprendió que al otro lado de la línea debían haberla oído. Avergonzada, asintió, mostrando su acuerdo con la cita.


—A las cuatro y media entonces, Aaron —cerró el teléfono y lo dejó en el pequeño espacio que había entre ellos.


Paula miró de reojo a Pedro y suspiró al advertir su severa expresión.


Probablemente los abogados fueran amigos suyos, se dijo.
—Si te he ofendido, lo siento —le dijo—. Me imagino que he escuchado demasiadas conversaciones entre abogados cuando trabajaba en el restaurante. Había un grupo que comía siempre allí. Comentaban sus casos y después se reían de las supuestas horas de trabajo que iban a cobrarles a sus clientes.


—Tú misma te darás cuenta de que Alexander & Hawthorne es una firma muy respetable —comentó Pedro.


Paula comprendió que acababa de ponerla en su lugar.


—Tenemos que pasar por mi casa para ir a buscar unos papeles —dijo Pedro a continuación—. ¿Te importa?


—No —de hecho, Paula tenía ya ganas de conocer Alfonso Rose.


Pedro redujo la velocidad y tomó un desvío.


—Estamos a un par de kilómetros del rancho.






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