viernes, 19 de febrero de 2016
ANIVERSARIO: CAPITULO 14
Había sido una cena maravillosa, pensó Paula mientras preparaba el café. En aquella ocasión, había sido capaz de hacer las cosas bien.
Mientras sacaba las tazas del armario, estuvo intentando encontrar la mejor forma de tratar el tema del ostracismo al que la habían condenado los rancheros. Para que Pedro tuviera privacidad en el teléfono, Paula se quedó en la cocina lavando los platos hasta que estuvo listo el café.
Preparó entonces una bandeja con las tazas, los platos, las galletas y el azúcar y la llevó al cuarto de estar.
—¿Quieres tomar ya el café? —Rodeó el sofá y dejó la bandeja en la mesita del café—. Espero que no estés acostumbrado a tomarlo con crema, porque se me ha terminado.
Pedro no respondió y Paula entonces lo miró.
Estaba tumbado en el sofá, con la cabeza sobre un cojín y las piernas cuidadosamente apoyadas, de manera que las botas no rozaran la tapicería.
Y al parecer se había dormido.
—¿Pedro? —lo llamó suavemente.
Pero Pedro estaba profundamente dormido. Debía estar tan fatigado que había caído rendido en cuanto había tenido un momento de descanso. Afortunadamente, el sueño lo había atrapado en el sofá de Paula, en vez de en su camioneta.
Necesitaba dormir, era evidente, así que Paula se sentó en una silla y se dedicó a observarlo en silencio.
Aquel hombre llevaba una carga muy pesada sobre sus hombros. Tenía un horario de trabajo agotador, y se preocupaba de hasta los más pequeños detalles del rancho y del criadero de avestruces.
Por otra parte, también ella se había convertido en responsabilidad de Pedro. Este le había prometido encargarse de todo y estaba agotándose intentado cumplir su promesa. Y lo peor de todo era el tiempo que había tardado ella en darse cuenta de algo que tanto los rancheros como sus esposas habían advertido prácticamente desde el principio. No era extraño que estuvieran resentidos con ella.
Justificadamente o no, la culpaban del cansancio de Pedro.
¡Pero ella no tenía ninguna culpa!
Si a cualquiera de ellos le dejaran de pronto en el centro de Nueva York, tampoco le resultaría nada fácil adaptarse.
—¿Pedro? —susurró, arrodillándose frente a él.
Pero el vaquero respiró más profundamente todavía.
—Pobre hombre —murmuro Paula—. Te hemos hecho responsable de demasiadas cosas, ¿verdad? —y en un impulso, acarició suavemente el pelo de su frente y dejó que sus dedos vagaran por su rostro, descubriendo la textura de
aquellas hermosas facciones.
Cuando comprobó que Pedro continuaba completamente ajeno a sus caricias, posó los labios en su boca.
En un principio, pretendía que fuera un beso rápido, pensaba apartarse en cuanto hubiera satisfecho su curiosidad, pero en cuanto rozó su boca, supo que no iba a ser suficiente.
Pedro movió sus labios bajo su boca y Paula tuvo oportunidad de saborearlos a placer antes de apartarse. Casi inmediatamente, el vaquero susurró algo ininteligible, deslizó la mano hasta su brazo, y le hizo inclinarse de nuevo para besarla otra vez.
Paula no sabía si estaba dormido o despierto, pero tenía que reconocer que tampoco le importaba demasiado en ese momento.
Cerró los ojos, se olvidó de pensar, y se dedicó a disfrutar de sus besos.
Si aquel hombre era capaz de besar de forma tan sensual estando dormido, ¿cómo serían sus besos cuando estuviera despierto?
Se estrechó contra él, pero en ese momento Pedro desvió la cabeza, susurró algo parecido a un «buenas noches, cariño» y dio media vuelta.
Caramba. Paula giró sobre sus talones y esperó a que su corazón se hubiera recuperado para levantarse.
Definitivamente, tenía que volver a intentarlo cuando
Pedro estuviera despierto. Y hasta entonces… dulces sueños, vaquero.
En silencio, se incorporó sobre sus temblorosas piernas sin apartar la mirada de Pedro que, obviamente, continuaba fuera de combate. La joven volvió a la cocina con la bandeja del café. Era posible que Pedro se enfadara con ella, pero pensaba dejarlo dormir hasta que se despertara.
Una vez en la cocina, se preguntó si debería ir a echar un vistazo a los avestruces. Probablemente, Pedro pensaba hacerlo antes de marcharse. De modo que agarró la linterna y salió a comprobar que todo andaba bien.
El sol estaba ocultándose y el cielo estaba más claro de lo que esperaba. Pero empezaban a asomarse ya las primeras estrellas. Paula tenía costumbre de dar un paseo todas las noches antes de irse a la cama. Aquel cielo negro tachonado de estrellas la fascinaba. En Nueva York, las luces de la ciudad y los rascacielos las ocultaban casi por completo.
Prácticamente ya se había olvidado de que existían.
Aquella noche, el cielo era una cúpula maravillosa, un increíble muestrario de tonos rosas, violetas y azules.
Pero de pronto Paula dejó de ver el cielo de Texas y visualizó un vestido de noche con los colores del atardecer.
Contuvo la respiración y, en vez de correr hacia la casa a buscar un papel, como habría hecho en otras ocasiones, permaneció mirando hacia el cielo, absorbiendo aquella luz.
Sabía que jamás olvidaría la primera idea que se le había ocurrido en Texas. Suspiró aliviada. Durante aquellos días, había llegado a temer que se le hubieran agotado para siempre las ideas.
Antes de que hubiera llegado al criadero, la noche ya había extendido su manto azul en el cielo. Se acercó a ver a Phoebe y a Phineas, parecían encontrarse perfectamente, aunque no se imaginaba tampoco qué aspecto tendrían en el caso de que no lo estuvieran.
Antes de entrar en la casa, pasó por delante de la ventana del cuarto de estar y vio que Pedro estaba exactamente en la misma postura en la que lo había dejado. Para no molestarlo, entró por la puerta de la cocina.
En cuanto terminara de fregar los platos, se pondría a trabajar en el diseño que acababa de idear.
Estaba enjuagando una cazuela, pensando en posibles telas para el vestido cuando un timbrazo la sobresaltó. Era el teléfono. No lo había oído desde que se había mudado al rancho. ¿Quién podría ser?
Sin molestarse en secarse las manos, corrió a contestar.
—¿Diga?
—¿Paula?
—Sí.
—Hola. Soy Pablo Steven. ¿Está Pedro por allí?
—Sí, pero está dormido. Déjame ir a ver si se ha despertado.
Miró en el cuarto de estar, pero Pedro continuaba durmiendo como un niño.
—Mira, Pablo, ya he intentado despertarlo una vez, pero no lo he conseguido — no pensaba explicarle cómo.
—Entonces, será mejor que le dejes dormir. Eso hombre está trabajando demasiado. Sólo llamaba para saber dónde estaba.
—Tumbado en el sofá —contestó Paula, aprovechando la ocasión para evitar cualquier posible malentendido.
—Bueno, pues quítale las botas, ponle una manta encima y seguro que pasa una noche perfecta.
Paula se echó a reír.
—Mira Pablo, ya que está él aquí, no te molestes en enviar a nadie mañana por la mañana. Ya nos ocuparemos nosotros de los avestruces.
—De acuerdo —lo dijo con un tono de aprobación que Paula no había percibido en la voz de Pete hasta entonces.
Mientras colgaba el teléfono, se preguntó qué ocurriría si Pedro se despertaba y se marchaba durante la noche.
Porque, en ese caso, tendría que ser ella la que se
encargara de dar de comer a los avestruces.
Cuando terminó en la cocina, fue a buscar una colcha para Pedro en un baúl que había a los pies de la que había sido la cama de su abuelo.
Fue con ella al cuarto de estar y la estaba extendiendo para echársela por encima cuando se fijó en las botas de Pedro. Pablo le había dicho que se las quitara, pero ella no quería arriesgarse a despertarlo. Aunque, por otra parte, estaría mucho más cómodo sin las botas.
Dejó la colcha en el sofá, agarró una de las botas y empujó.
Y volvió a empujar; y la torció, y tiró de ella, y al final consiguió quitársela. Pero entonces la pierna de Pedro cayó sobre el sofá como un peso muerto. Paula contuvo la respiración. Estaba segura de que se había despertado. Y al principio así lo creyó, porque, ayudándose con el pie, Pedro se quitó él mismo la otra bota. Pero, inmediatamente, volvió a quedarse completamente inmóvil.
Paula le colocó entonces la colcha y se despidió de él.
—Buenas noches, vaquero —susurró, y se fue a dibujar.
Y, aunque estuvo trabajando hasta altas horas de la madrugada, se puso el despertador muy temprano. Quería levantarse antes de que Pedro se marchara.
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