jueves, 18 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 11



Un desagradable chirrido acompañó los intentos de Paula de poner en funcionamiento la camioneta.


Pedro hizo una mueca.


—¿No te importaría pisar con más suavidad el embrague?


—Si lo piso con más suavidad, el motor volvería a callarse —cosa que aun así sucedió. Paula, desesperada, dio un golpe al volante.


—Procura mantener el pie en el acelerador —le aconsejó Pedro, mientras se frotaba el entrecejo.


Pero Paula no había dejado de pisarlo en ningún momento. 


Y lo estaba pisando a fondo. El motor de arranque empezó a rugir, pero cada vez lo hacía con menos fuerza y al final se volvió a parar.


—A lo mejor tiene algún fallo el motor —dijo la joven entre dientes.


—Ni el motor ni la camioneta tienen ningún problema. El único problema es que no sabes conducir —repuso Pedro, intentando mostrarse paciente. Aun así, era evidente que iba a explotar de un momento a otro.


Al principio, cuando Pedro le había dicho que iba a ser él el que le iba a enseñar a conducir, la joven se había mostrado tan sorprendida como complacida. Pero no había tardado en arrepentirse.


Pedro parecía pensar que conducir era lo más fácil del mundo, y la verdad era que Paula también esperaba que lo fuera. ¿No conducían acaso miles de adolescentes?


Quizá fuera ése el problema. Había que aprender a conducir siendo más joven.


Una vez más, Paula giró la llave de contacto y soltó el embrague, y, al igual que en ocasiones anteriores, el motor tosió débilmente y murió.


Pedro no dijo nada; permanecía en silencio, con la mirada fija en los campos que se extendían frente a ellos.


—A lo mejor la maleza que ha crecido alrededor de la camioneta se ha enganchado con alguna pieza, y por eso el motor no funciona —sugirió Paula.


—No —contestó secamente Pedro.


Paula no estaba dispuesta a dejarse ganar por una vieja máquina. Sin darse por vencida, volvió a colocar el pie en los pedales y giró la llave. Para su sorpresa, aquella vez fue capaz de poner en funcionamiento el motor al primer intento.


—¡Se está moviendo! —se volvió hacia Pedro con gesto triunfal.


—¡Gira el volante! —se inclinó para sujetar el volante e impedir que chocaran contra un árbol.


Aun así, no pudo impedir que las ramas más bajas del árbol chocaran contra el parabrisas. Paula, asustada, solió los dos pedales al mismo tiempo y la camioneta se paró en seco.


La joven se llevó la mano en el corazón y dijo con un suspiro:
—Creo que no voy a ser capaz de conducir en mi vida.


—Claro que vas a ser capaz —insistió Pedro, pero a la joven le pareció advertir cierto tono de duda en su voz.


Paula miró hacia atrás y vio el árbol contra el que habían estado a punto de chocar.


—Podríamos habemos matado.


—A esa velocidad es imposible. Pero podríamos habemos cargado la camioneta.


Aquello debía poner fin a cualquier posible duda de Paula sobre sus posibilidades de llegar a convertirse en conductora. Tendría que recordárselo.


Desgraciadamente, sólo había conseguido poner en marcha la camioneta una sola vez, y por una cuestión de suerte. Y después, ni siquiera había sido capaz de girar el volante.


—Probablemente se haya ahogado el motor. No vamos a poder seguir conduciendo durante un buen rato. Pedro se inclinó sobre Paula y, para enfado de la joven, sacó la llave de contacto y se la metió en el bolsillo.


¿Qué pensaba? ¿Que iba a intentar seguir practicando cuando se quedara sola?


Probablemente.


—Tengo que ir a dar de comer a los avestruces —comentó Pedro. Le dirigió una tensa sonrisa y salió de la camioneta.


En cuanto fue capaz de reaccionar, Paula salió tras él.


—Gracias por haber dedicado tanto tiempo a enseñarme a conducir —le dijo cuando lo alcanzó.


—De nada —volvió la cabeza y se llevó la mano al sombrero, dando por zanjada toda posible conversación.


Paula aminoró la marcha y se quedó mirándolo mientras se alejaba.


La soledad comenzaba a ser insoportable. Las conferencias telefónicas con Audrey le resultaban frustrantes y confortadoras al mismo tiempo. Aunque la que había sido su jefa siempre parecía alegrarse de oírla, ella tenía la impresión de que no la echaba de menos tanto como debía. Incluso había sentido en ocasiones el ataque de los celos al oír las alabanzas de Audrey hacia la joven que la había sustituido.


Paula la llamaba esperando oír que sus clientes estaban reclamando sus últimos modelos. Pero Audrey no había mencionado nada y Paula ya se imaginaba la tienda llena de los diseños de su sucesora.


Pero, en cuanto fuera a París y sus diseños se pusieran de moda, todo cambiaría, se decía intentando consolarse.


Como lo último que necesitaba eran motivos para entristecerse, se había obligado a reducir considerablemente sus llamadas a Audrey, de manera que había días que Pedro era la única persona con la que hablaba.


Después de su última discusión, Pedro había procurado pasarse todos los días por la casa antes de abandonar el rancho. Pero nunca había querido quedarse a cenar, a pesar de que siempre había sido con ella meticulosamente educado. Eso le hacía preguntarse si todavía estaría enfadado con ella. Pero en el fondo pensaba que no, que simplemente estaba intentando guardar las distancias.


No había nadie más que le prestara atención, pero Paula estaba trabajando para conseguirlo. Había cambiado la tapicería de alguna de las sillas y estaba a punto de terminar la del sofá. En cuanto recibiera una alfombra que había encargado, invitaría a las mujeres de los rancheros a tomar café. Así verían que pretendía cumplir con su palabra y quedarse allí durante un año y que no había ninguna razón para que no se llevaran bien. Podían aprender las unas de las otras, aunque Paula todavía no estaba segura de que pudiera ofrecerles algo a cambio de su compañía.


Se apoyó contra la barandilla del porche e intentó darse aire con la mano. Si bien las noches eran muy agradables, las tardes estaban siendo insoportablemente calurosas. En los establos debía de hacer un calor asfixiante. Miró hacia la casa y se dirigió decidida hacia su interior.


Su abuelo había dejado una buena reserva de cerveza, y Paula decidió llevarle una botella a Pedro.


Lo encontró ocupándose de Phineas y de Phoebe y, al principio, él no reparó en su presencia, lo que le permitió a estudiarlo detenidamente.


—Hola —saludó en voz no demasiado alta. En el fondo no sabía si quería que Pedro la oyera o no.


Pero Pedro la oyó. Alzó la mirada, dejó de sacar pienso del saco y se quedó mirándola durante unos instantes.


—¿Es para mí? —señaló la botella con la cabeza.


—Sí.


—Gracias —agarró la botella y se la bebió de un solo trago—. Hace mucho calor —comentó, mientras se la de volvía vacía y se ponía a caminar a lo largo de la cerca.


Después de aquel pequeño intercambio, Paula estaba ya dispuesta a regresar a la casa, pero la idea de volver a terminar el día sola, sin nadie con quien hablar, la impulsó a seguirlo.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.


—Voy a ir a buscar los huevos que ha puesto Phoebe, aprovechando que ahora está comiendo. Se pasa el resto del día sentada encima de ellos.


—¿Y cómo es posible que dejen los huevos así? ¿No debería pasarse Phoebe el día sentada en el nido?


Pedro le brindó una media sonrisa.


—No te creas que ella es la única que se ocupa de los huevos. Phineas también se sienta a incubarlos de vez en cuando.


—¡Caramba! Qué macho tan moderno.


—Sabía que te gustaría saberlo.


—Por supuesto. De hecho, creo que algunos hombres podrían aprender muchas cosas de los avestruces.


—Yo también.


¿Un vaquero a favor de la igualdad de derechos de las mujeres? Era inaudito.


—¿Estás de acuerdo?


—Desde luego.


Paula sonrió radiante, hasta que vio las chispas de diversión que iluminaban los ojos de Pedro.


—Creo que esto tiene trampa. ¿Cuál es?


Pedro sonrió abiertamente.


—¿Te he comentado que, cuando están en libertad, los machos construyen los nidos, se emparejan con todas las hembras que pueden y las convencen de que dejen los huevos en su nido?


—Creo que podríamos prescindir de esa fase.


—Las hembras más dominantes —continuó explicando Pedro—, intentan echar a las otras y se aseguran de que sus huevos tengan la mejor posición en el nido. Los
machos no pueden cubrirlos todos, y los que no quedan bajo su protección sirven como barrera de contención para los depredadores.


—Una típica fantasía masculina, que las mujeres se peleen por ellos —dijo Paula disgustada, y Pedro se echó a reír.


No era algo que hiciera muy a menudo, y, a pesar de que se estaba riendo a costa de ella, la joven no pudo evitar que le gustara. Caminaron juntos hasta el final del corral.


—¿Cuántos huevos hay ahora? —le preguntó Paula.


—Seis —contestó Pedro mientras se agachaba a recoger el último huevo que había puesto la avestruz. Se lo pasó a Paula por encima de la verja—. ¿Quieres llevar esto a la incubadora?


—Claro —Paula dejó la botella vacía en el suelo y tomó el huevo. —No, no dejes ahí la botella, dámela a mí. Los avestruces podían intentar comérsela.


—¿Se comen el cristal? —Paula llevaba el huevo entre sus manos como si fuera de oro.


—Son capaces de comerse cualquier cosa. No puedes ni imaginarte las tragaderas que tienen.


—Claro que me lo imagino. Phineas intentó comerse mis pendientes, ¿no te acuerdas? —«¿y no te acuerdas de que me consolaste sosteniéndome entre tus brazos?».


Pedro la miró a los ojos.


—Sí.


Así que él también lo recordaba. Con las mejillas ardiendo, Paula desvió la mirada hacia el huevo que llevaba entre las manos.


—¿Qué hago yo con esto? —estaba deseando librarse del huevo. ¿Qué ocurriría si se le caía y se le rompía?


—Déjalo en la mesa, al lado de la balanza. Ahora mismo voy para allá.


Obedientemente, Paula se dirigió hacia el cobertizo temiendo no ser capaz de llevar a cabo tan simple tarea.


El huevo era de color crema, con pequeños hoyuelos en la superficie y pesaba muchísimo. Pedro lo había limpiado bastante, pero aun así no tenía nada que ver con aquellos huevos blancos como la nieve que compraba en los supermercados. Eso le hizo acordarse del acuerdo al que había llegado con la señora Steven. Ella no tenía ni idea de cómo era la vida de las gallinas y los pollos, pero posiblemente ya le corresponderían algunos huevos. Tendría que llamarla.


Paula entró en el establo e, inmediatamente, estornudó. Involuntariamente, apretó las manos y examinó a continuación horrorizada el huevo, por si lo había dañado de alguna manera. Desde luego, no podía haber escogido un momento peor para sufrir un ataque de alergia.


Se concentró en llevar el huevo a su lugar sin que sufriera ninguna desgracia, y lo dejó envuelto en una toalla.


Miró a su alrededor. Se habían producido algunos cambios desde la última vez que había estado allí. Habían quitado los antiguos pesebres y las puertas de madera habían sido sustituidas por cercas de alambre.


—Son para los polluelos —le explicó Pedro, como si hubiera adivinado sus pensamientos.


Paula no lo había oído entrar.


—Estamos pensando en cambiar algunos de los huevos fertilizados por polluelos recién salidos del cascarón.


—¿Y por qué no esperáis hasta que nazcan vuestros propios polluelos?


—Sí, supongo que podríamos esperar —contestó mientras se lavaba las manos—. Pero estoy impaciente —se acercó hacia la mesa en la que Paula había dejado el huevo.


La joven los siguió, pensando en lo agradable que era estar a solas con él.


Pensando en que, si lo invitaba a cenar, quizá aceptara a quedarse con ella. Y pensando también que no tenía nada apropiado para alimentar a un hombre que se había pasado todo el día trabajando duramente en un rancho.


—No han pasado muchos hombres por el rancho últimamente —comentó, esperando con curiosidad su respuesta.


—Está todo el mundo atendiendo el ganado, preocupado con los rodeos.


—¿Y tu ganado?


Pedro la miró a los ojos antes de dejar el huevo en la balanza.


—En cuanto termine aquí, voy a ir a echarle un vistazo.


Paula pestañeó. Así que su trabajo todavía no había terminado…


—¿Y tienes que ir muy lejos?


—Bastante.


—Pedro, deberías haber dicho algo. Tienes demasiadas cosas que hacer como para perder el tiempo enseñándome a conducir.


—Nadie más puede hacerlo, y tú necesitas aprender.


Eso era cierto. Paula intentó no sentirse culpable. ¿Cómo iba a saber ella que aquella era la época de los rodeos?


Mientras intentaba pensar en algo que decir, Pedro encendió una potente lámpara.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Paula, procurando no sacar ningún tema que pudiera llevarlos a discutir.


—Iluminar el huevo. Como tienen la cáscara tan gruesa, necesitamos utilizar luces con mucha intensidad —sostuvo el huevo en frente de la lámpara.


—¿Y qué estás buscando?


—Quiero saber si el huevo tiene bien la bolsa. Mira aquí.


Lo único que veía Paula era una mancha informe, pero al parecer aquella mancha parecía entusiasmar a Pedro, así que asintió.


—Esta bolsa irá haciéndose cada vez más grande y le suministrará aire durante las treinta horas que tarde en romper el cascarón —dejó el huevo en la incubadora.


—¿Tanto tiempo?


—Es una cáscara muy dura.


Después de cerrar la tapa, Pedro se enderezó. Se miraron a los ojos e intercambiaron una sonrisa, que por cierto hizo estremecerse a Paula de los pies a la cabeza.


Ella estaba entre la incubadora y la mesa en la que se encontraba la balanza.


Pedro se encontrabas exactamente frente a ella, y a tan poca distancia que la joven podía advertir nítidamente su aroma.


Paula no podía retroceder, y tampoco moverse hacia adelante y, por su parte, Pedro no parecía tener ningún interés en desplazarse.


Con las manos en la cintura y una expresión indescifrable en el rostro, observaba atentamente a Paula.


¿Estaría esperando que hablara? Porque era evidente que alguno de ellos debía decir algo.


—¿Te gustaría quedarte a cenar? —deseaba que aceptara y al mismo tiempo rezaba en silencio para que no lo hiciera. Un poco de atún y una manzana no era el mejor menú para un hombre al que se pretendía impresionar.


—Me encantaría, pero esta noche no puedo.


—Claro, tienes que atender el ganado —lo había olvidado.


—Exacto.


Ninguno de los dos se movía.


—Pero queda aplazado para cualquier otro día, ¿de acuerdo? —le preguntó, y Paula le respondió con una sonrisa radiante.


—Claro, para cuando quieras.


Pedro le sostuvo la mirada en silencio y a continuación la desvió hacia un lado.


En ese momento, Paula se dio cuenta de que le estaba bloqueando el paso, y que había estado haciéndolo desde que él había ido a dejar el huevo en la incubadora.


Se volvió rápidamente, avergonzada por lo humillante de la situación.


Seguramente, Pedro pensaba que había estado insinuándose. Quizá lo que debería hacer era fingir que no había notado que había estado impidiéndole el paso.


Mientras pasaban por la zona de los antiguos establos que habían remodelado recientemente, Paula decidió preguntar algo para distraer a Pedro.


—Has dicho que vas a conseguir algunos polluelos. ¿Cuándo piensas traerlos?


—En cuanto Phoebe haya puesto algunos huevos más —contestó él—. Pero esta misma semana vamos a tener una nueva pareja de avestruces, no son tan mayores como Phineas y Phoebe, pero sí tienen más de un año.


—¿Más avestruces?


—Vamos a ponerlos en el corral que está al otro lado de los establos —le explicó.


—No sabía que ibas a seguir invirtiendo en avestruces esta temporada —de hecho Pedro le había dado a entender que estaba prácticamente sin dinero.


—No pensábamos hacerlo, pero queremos empezar a recuperar todo el dinero que hemos invertido cuanto antes.


Aunque no explicó la razón, Paula era consciente de que querían conseguir dinero para poder comprarle a ella el rancho en el plazo de un año. Aunque sabía que no tenía por qué, pues al fin y al cabo era una decisión que habían tomado ellos, volvió a sentirse culpable.


—Los nuevos avestruces tienen dieciocho y veintiún meses y todavía no están en edad de aparearse, así que no son tan caros —le explicó, como si hubiera adivinado sus pensamientos—. Pero dentro de unos meses empezarán a procrear y multiplicarán su valor.


—Bueno, espero que te salga bien la apuesta —comentó Paula, cuando llegaron al jeep de Pedro.


—Lo sé —se llevó la mano al sombrero antes de subirse al coche—. Tenemos que continuar con las clases de conducir.


—Oh… no te molestes. Yo…


—Paula —suspiró—, tengo que venir de todas maneras. Tener que quedarme una hora o dos más, no me supone ninguna diferencia.


Evidentemente, la posibilidad de poder verla otra vez tampoco representaba nada para él, pensó Paula con tristeza. Pero su tristeza se desvaneció en cuanto fijó los ojos en los del ranchero. Estaba cansado, se leía en su mirada. Y todavía le quedaba trabajo por hacer.


—En ese caso, ¿puedo quedarme las llaves?


—Pero procura ser prudente —le recomendó Pedro mientras se sacaba las llaves del bolsillo y se las tendía—. Hasta mañana.


Paula observó el jeep mientras se alejaba por el camino de grava, prometiéndose en silencio que para cuando Seth volviera, ya habría hecho ella serios progresos con la camioneta.


Tomó aire, estornudó, giró sobre sus talones y se dirigió hacia la camioneta.




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