jueves, 18 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 10




¿Olvidarse de que estaba viviendo en Texas? Imposible.


Estaba empantanada en el mismísimo interior de Texas. Y si los días anteriores habían sido un ejemplo de cómo iba a ser el resto del año, sinceramente no sabía si iba a aguantar hasta el final.


Después de la calurosa bienvenida del primer día, había sido completamente ignorada por todos los vecinos del rancho, Pedro incluido.


Cuando, al día siguiente de la cena, lo vio trabajando con los otros, Paula salió a saludarlo, pero después de un par de intentos, le resultó demasiado evidente que estaba molestando.


—¿Necesitas algo? —Le había preguntado Pedro sin disimular su impaciencia—. Porque si no, ahora mismo estoy muy ocupado.


—No, y yo también estoy muy ocupada —contestó ella, retrocediendo mientras hablaba—. Sólo he salido para saludar.


Pedro asintió y todo el mundo continuó trabajando. Tendrían que perdonarla por ser una persona civilizada, se dijo la joven enfadada mientras regresaba a la casa. Al fin y al cabo, ella había estado esperando que Pedro se acercara a la casa a saludarla y, sin embargo, él no lo había hecho.


Ni Pedro ni ninguno de sus compañeros.


Después, se había encontrado con el asunto de los avestruces. Nadie le había dicho cuándo iban a llegar. 


Simplemente, se levantó un día y, al asomarse a la ventana, vio que estaba entrando en el rancho un camión que se dirigía directamente hacia la zona que habían cercado alrededor de los establos. Vio a Pedro abriendo la puerta del remolque y a los pocos segundos a dos enormes pájaros corrieron hacia su nueva casa.


Pedro y los otros hombres estuvieron mirándolos durante largo rato. La joven esperaba que la invitaran a acercarse, o al menos que le dijeran que habían llegado los avestruces, pero fue completamente ignorada.


De hecho, en el caso de Pedro parecía que estaba evitándola.


Paula sabía que estaba ocupado y procuraba no tomarse aquella falta de atención como algo personal, pero le resultaba difícil.


No había vuelto a llamarla ni a visitarla una sola vez desde el día de la cena. La joven llevaba días queriendo devolverle la cazuela en la que había llevado el guiso de su madre, pero no tenía ningún medio para ir a Alfonso Rose, como no fuera andando.


El único caballo que le quedaba a su abuelo estaba en casa de algún ranchero de los alrededores, no podía recordar cuál. De todas formas, ella no había vuelto a montar a caballo desde que tenía trece años. Probablemente, ni siquiera sabía cómo ensillarlo.


Estaba también la camioneta. Una antigua camioneta roja que estaba aparcada bajo un techado de madera. Pero, aun asumiendo que localizara las llaves, de las que de momento no tenía noticia, y que la camioneta funcionara, cosa que sinceramente dudaba, no sabía conducir. De modo que era completamente dependiente de sus vecinos para moverse, y no había ningún vecino que se hubiera mostrado especialmente amable con ella.


De hecho, Paula tenía la sensación de que las familias de la zona estaban resentidas con ella, cuando lo que esperaba era que le estuvieran agradecidas.


Cada vez tenía más claro que no pertenecía a ese lugar. Y no entendía los motivos que habían impulsado a su abuelo a dejárselo en herencia. Todavía no había tenido oportunidad de releer las cartas que le había escrito su abuelo, pero pensaba examinar todas y cada una de sus palabras, por si encontraba en ellas alguna pista, algo que quizá no había sabido reconocer antes.


Su madre no había sido informada de la muerte de su antiguo suegro hasta que Paula no se lo había contado, y se había quedado asombrada de que su hija pudiera considerar siquiera la posibilidad de ir a vivir alli.


—Tú no le debes nada a esa gente —le había dicho cuando Paula había intentado explicarle los motivos por los que había accedido a pasar un año en el rancho.


Pero Paula sentía que les debía algo a aquellos rancheros. La culpa la tenía Pedroque había conseguido preocuparla por la suerte que podía correr la empresa de los avestruces y las repercusiones que eso tendría en los rancheros de la zona. Querían conservar sus ranchos, estaban dispuestos a arriesgarse para conseguirlo y Paula los admiraba por ello.


En ese momento, mientras observaba a través de la ventana la actividad de los rancheros, estuvo sopesando la mejor forma de acercarse a Pedro para exponerle sus preocupaciones. Gracias a las provisiones que le había llevado el día de su llegada, podría arreglárselas durante algún tiempo, pero ya se le estaba terminando la leche y
se había quedado sin lechuga. Y, aunque Pedro no tuviera por qué saberlo, a ella le encantaban las ensaladas.


Se apartó de la ventana y se quedó mirando el montón de cajas vacías que tenía en el cuarto de estar. No sabía cómo deshacerse de ellas. ¿Pasarían a recoger la basura regularmente, como en Nueva York?


Suspirando, añadió la pregunta a la lista que había comenzado a escribir el día anterior.


Mientras escribía, oyó que los trabajadores soltaban una carcajada. Paula corrió a la ventana, pero no sabía cuál era el motivo de aquellas risas, así que decidió investigar. Justo antes de salir, agarró la lista de preguntas.


Cuando llegó a los establos, los hombres estaban ya en el interior del criadero.


Entró y localizó a Pedro al lado de la incubadora, rodeado de sonrientes rancheros.


Se quedó observando un momento, pero los hombres le impedían ver lo que estaba ocurriendo. Ninguno de ellos había advertido su presencia.


De modo que tomó aire para armarse de valor, se acercó a Pedro y le dio unos golpecitos en el hombro.


—Hola, ¿qué ha pasado?


Pedro la miró antes de volverse de nuevo hacia la incubadora.


—Phoebe ha puesto un huevo.


Si Paula esperaba encontrarse con una sonrisa de bienvenida o al menos con un saludo amable, acababa de perder todas las esperanzas.


—¿Phoebe? ¿Se llama así la avestruz?


Pedro asintió.


—Y el macho se llama Phineas.


—Extraños nombres para unos avestruces —comentó la joven, consciente de que los otros hombres ni siquiera se habían fijado en ella.


—¿Y qué nombres te parecen adecuados? —Pedro tomó el huevo con enorme cuidado y lo depositó en una báscula.


—La verdad es que nunca se me ha ocurrido pensar en ello. No sabía que los avestruces tuvieran nombres.


—Ya —dejó el huevo y miró la báscula con atención—. Un kilo y ochocientos gramos —leyó—. Un poco pequeño, pero lo incubaremos.


Hubo un murmullo de agradecimiento.


Pedro volvió a levantar el huevo.


—Apártate, Paula. Estás justo delante de la incubadora.


La joven retrocedió.


—Dentro de unos cuarenta días —comentó Pedro, mientras volvía a meter el huevo en la incubadora—, tendremos nuestro primer polluelo de avestruz. Entonces, empezará tu trabajo, Paula —le sonrió.


—Yo ya estoy trabajando —replicó inmediatamente—. Estoy muy ocupada con mis diseños. Y creo recordar que lo de cuidar a los avestruces no entraba dentro de nuestro acuerdo —cuanto antes le hiciera comprender a Pedro que pensaba ceñirse al trato que habían acordado, mejor para todos, se dijo.


Todos los rancheros se quedaron mirándola fijamente.


—Tranquilos. Tiene algún que otro problema para controlar su lengua —la sonrisa de Pedro había desaparecido por completo y a Paula le entraron ganas de abofetearse—. No he olvidado nuestro acuerdo.


¿Por qué no podía mantener la boca cerrada? Estaba pensando en la forma de disculparse cuando uno de los hombres dijo:
—Eh, Pedro. ¿Encargamos ya otra incubadora? Ahora que Phoebe está poniendo huevos, este modelo para seis se nos va a quedar pequeño.


Pedro miró fijamente la incubadora.


—Estoy pensando que podríamos comprar un modelo de quince.


—Probablemente cueste más del doble que la de seis —le contestó otro de los hombres.


—Y todavía tenemos que comprar el revestimiento para las paredes y los suelos —comentó el otro ranchero.


Paula los miraba con impaciencia. Aquella discusión sobre incubadoras no tenía ningún interés para ella. Estaba deseando hablar a solas con Pedro.


—Pero hasta que no nazca el polluelo no tendremos que comprar el revestimiento para el suelo. Y si tenemos que terminar comprando dos incubadoras de seis huevos, nos gastaremos más que si compramos una de quince, ¿no? —
preguntó Pedro.


Los demás fruncieron el ceño y empezaron a discutir.


Paula tenía ganas de gritar. Si no hubiera sido por que temía no volver a tener otra oportunidad de hablar con Pedro, se habría marchado.


—Yo me inclinaría por la de quince —comentó, haciendo que los cuatro hombres se volvieran hacia ella—. Tuve que enfrentarme a la misma situación cuando me compré la máquina de coser. Al principio era un modelo con muchas más prestaciones de las que necesitaba, pero tardé mucho menos de lo que esperaba en utilizar las todas. Nunca me he arrepentido de aquella inversión, pues a la larga, he ahorrado dinero —se encogió de hombros—. Es posible que hagáis nuevos tratos con otros criadores y que se os quede pequeña esta incubadora, así que, ¿por qué no estar
preparados desde el principio?


Los hombres intercambiaron miradas.


—A mí me parece bien —comentó Pedro, dirigiendo a Paula una mirada de aprobación.


Los otros rancheros emitieron unos sonidos ininteligibles que Paula interpretó como una muestra de acuerdo.


—Entonces compraremos la de quince —comentó uno de los rancheros, y se fue, seguido a poca distancia por los otros dos.


Y, por fin, Paula pudo quedarse a solas con Pedro. Bueno, eso sin contar con la compañía de Phoebe y Phineas.


Al salir del antiguo, Pedro se acercó a la cerca del corral y se quedó mirando a los avestruces.


Paula lo siguió.


—Tengo que devolverte la cacerola de tu madre.


—Ya se la devolverás cuando no la necesites.


Desde luego, por aquel comentario, no parecía que tuviera muchas ganas de volver a verla, pensó la joven desilusionada. En realidad ya se lo esperaba. Si en algún momento había sentido Pedro alguna atracción hacia ella, ésta había desaparecido muy rápidamente. Pero todavía podían pasar muchas cosas en un año.


—¿A cuánta distancia está tu rancho de aquí?


Uno de los avestruces se acercó a la cerca y el otro lo siguió.


—A unos veinte kilómetros al sudeste.


—¡A veinte kilómetros! —era una inmensidad para ir andando—. ¿Y aun así dices que somos vecinos?


Pedro dejó de mirar a los avestruces para volverse hacia ella.


—Y lo somos. Pablo vive todavía más lejos.


Paula se echó a temblar al darse cuenta de que sus vecinos más próximos vivían a kilómetros de su casa.


—¿Quieres decir que voy a estar prácticamente sola en el rancho?


—A menos que contrates a alguien para que eche una mano en el rancho, sí — no parecía en absoluto preocupado por ello.


—¿Tengo que contratar a alguien?


—Bueno, si no quieres vivir sola, tendrás que hacerlo. De todas formas, vamos a turnarnos para atender a los avestruces, así que normalmente habrá gente en el rancho durante el día.


Aquella respuesta le hizo sentirse un poco mejor.


Phoebe y Phineas se asomaron a la cerca. Paula nunca había visto un avestruz a tan poca distancia. Le parecieron enormes, y adorables sus ojos rodeados de largas pestañas. Las plumas también eran maravillosas. Negras y blancas las del macho y castañas las de la hembra. Paula sabía que las plumas de avestruz se vendían en Nueva York, pero nunca se le había ocurrido utilizarlas en ninguno de sus diseños.


Quizá hubiera llegado el momento de hacerlo.


—¿Has visto la uña tan enorme que tienen? —Pedro señaló las garras de los avestruces—. Cuando se enfadan, se dedican a dar patadas, y pueden matar a un hombre con esas garras.


—Magnífico. Y tú y los otros rancheros os vais a tener que dedicar a entrar allí para quitarles los huevos.


Pedro se echó a reír.


—El truco consiste en no enfadarlos.


—A mí me enfadaría que me quitaran a mis polluelos.


Los avestruces se quedaron mirando fijamente a la joven. 


¿Por qué la mirarían a ella en vez de a Pedro? Se echó a un lado, y los pájaros volvieron las cabezas a la vez.


Retrocedió, acercándose a Pedro, y los avestruces movieron de nuevo la cabeza.


—Me están mirando.


—Eres una chica muy llamativa.


—Déjalo, Pedro. Y deja también de hablarme de ese modo.


Pedro se echó a reír.


—No sé, a lo mejor tienes algo que les interesa.


Pero lo que Paula quería era tener algo que pudiera interesarle a él. Suspiró, y estaba a punto de contestar cuando uno de los avestruces, moviéndose a la velocidad
del rayo, sacó la cabeza y acercó el pico a su rostro.


Paula gritó y se arrojó a los brazos de Pedro. Este la abrazó y giró con ella para evitar que la alcanzaran los pájaros.


—¡Me ha atacado! —el corazón le latía tan fuerte y a tal velocidad que no podía distinguir cuándo terminaba un latido y cuando empezaba el siguiente.


—No pasa nada, mujer —le susurró Pedro, acariciándole la espalda.


Poco a poco, Paula fue tranquilizándose hasta ser capaz de sentir lo embarazosos de la situación.


Pero no le parecía tan embarazosa como para intentar alejarse de Pedro.


En cuanto se recuperó, empezó a ser consciente de él. De la fuerza de sus brazos, de la tensión de su pecho…


Pedro deslizó la mano por su espalda, hasta acariciarla el pelo, y continuaba susurrando palabras tranquilizadoras, como si estuviera intentando calmar a un potrillo asustado.


Paula se estremeció al darse cuenta de hasta qué punto le gustaba estar en los brazos de aquel hombre. Aunque fuera bastante improbable que se repitiera una situación como aquélla, tenía que reconocer que le hacía sentirse bien.


Pertenecían a dos mundos diferentes, sí, y ella sólo formaría parte del de Pedro durante un año… pero en ese momento no podía pensar en ello. En lo único que era capaz de pensar era en que en sus brazos se sentía a salvo, protegida. Era un sentimiento extraño, y tendría que pensar en él. Pero ya tendría tiempo de hacerlo cuando estuviera sola.


—¿Ya estás bien? —le preguntó Pedro al cabo de unos segundos.


Paula asintió y se separó de él.


—Me siento avergonzada por haber reaccionado de una forma tan exagerada — «pero no creas que me he arrepentido ni por un momento», añadió para sí.


—Te has asustado, y es una reacción lógica. Al fin y al cabo, no estás acostumbrada a tratar con animales. Ahora, vamos a ver qué es lo que quería Phineas —la recorrió con la mirada de pies a cabeza—. Ya está, seguro que quería tus
pendientes.


Paula llevaba los pendientes de cristal austriaco que había comprado en la tienda de Audrey.


—¿Y para qué va a querer mis pendientes? Ni siquiera tiene orejas.


—A los avestruces les gustan las cosas brillantes —le explicó Pedro, sonriente—, acabas de comprobarlo por ti misma —le acarició suavemente el lóbulo de la oreja, haciéndole sentir un delicioso escalofrío—. No te ha hecho nada, pero podía haberte herido.


—Caramba —Paula se llevó la mano a la oreja y miró a Phineas—. Por lo menos tienes buen gusto.


Pedro soltó una carcajada, le rodeó los hombros con el brazo y empezó a caminar hacia una camioneta que Paula ya le había visto llevar al rancho en otras ocasiones.


—Ya es hora de que piense en irme. Intentaré volver más tarde, pero no sé si voy a poder.


¡Iba a volver! ¡Iba a volver! Eso significaba que no estaba enfadado con ella…


Paula tuvo que hacer un enorme esfuerzo para disimular su entusiasmo.


—Me acabo de acordar de que tengo algunas preguntas que hacerte.


Pedro miró su reloj.


—Será mejor que las hagas rápido.


Aquel gesto de impaciencia la molestó, pero procuró no demostrarlo. Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó la lista.


—Lo primero que me gustaría saber es cuándo vienen a recoger la basura.


Pedro se quedó mirándola como si no la comprendiera.


—Tengo todas las cajas de la mudanza en el cuarto de estar y no sé qué hacer con ellas —le explicó.


—¿Y pretendes tirar unas cajas tan buenas? ¿Qué piensas usar cuando tengas que irte a París para meter tus cosas?


—Yo… —Paula había dado por sentado que compraría otras nuevas—. Ocupan demasiado espacio.


—Entonces, desármalas y guárdalas.


Evidentemente, en un rancho nadie desperdiciaba unas cajas como aquéllas.


—Lo haré. Supongo que al haber vivido en un apartamento muy pequeño no estoy acostumbrada a almacenar ese tipo de cosas. En cualquier caso, ¿cuándo puedo deshacerme de la basura que voy acumulando?


—Cuando quieras. No hay un servicio de recogida de basura.


Paula se mordió el labio.


—¿Y dónde está el vertedero?


—El vertedero… ¿Quieres la dirección?


—¿Está muy lejos?


—Supongo que a ti te lo parecerá, pero al fin y al cabo, sólo vas a tener que ir una vez al mes.


—¿Una vez al mes? La basura terminará apestando.


—¿Apestando? —Le dirigió una mirada acusadora—. No estarás tirando los restos de la comida a la basura, ¿verdad?


—Pero, ¿qué quieres que haga con ellos?


Pedro sacudió la cabeza.


—Sirven para hacer abono. Lo que tienes que hacer es acumular la basura orgánica al aire libre, así se descompone y se convierte en un rico abono que podrás utilizar en la huerta que sembró tu abuelo.


Paula no había vuelto a prestar atención a la huerta desde el primer día.


—Vaya —fue lo único que se sintió capaz de decir.


—¿Algo más?


—Sí, si esperas un minuto te daré la cazuela de tu madre para que puedas llevársela —corrió hacia la casa y agarró la cazuela. Cuando salió, Pedro ya estaba sentado en el interior de la camioneta.


Le pasó el cacharro por la ventanilla.


—También me gustaría saber cuándo piensas volver a ir de compras. Necesito algunas cosas.


Pedro sonrió mientras ponía el motor en marcha.


—Normalmente no soy el que hace las compras para el rancho, pero la próxima vez que piense ir a la ciudad te avisaré.


Maravilloso. ¿Cuánto tiempo iba a tener que pensar para volver a comer una lechuga?


—¿A qué viene esa cara? No tienes por qué esperar a que vaya yo. O es que no funciona la camioneta de Beau?


—No lo sé. Pero aunque funcionara no iba a servirme de nada porque no sé conducir.


Pedro se quedó mirándola fijamente y apagó el motor.


—¿No sabes conducir, o no sabes conducir la camioneta?


—No sé conducir, punto.


—¿No tienes ni idea?


Paula sacudió la cabeza.


—Nunca he necesitado aprender.


En el rostro de Pedro se reflejaron infinidad de sentimientos mientras intentaba asimilar aquella nueva in formación.


—¿Y por qué no me lo has dicho? —preguntó al fin.


—¿Y cuándo se supone que te lo iba a decir? —repuso Paula, enfadada—. Llevo aquí cerca de una semana, y salvo tu madre, que me envió el guiso el primer día, nadie me ha prestado la menor atención. Y si hoy no hubiera salido a buscarte, te habrías ido sin decir nada, como todos los días.


—No quería interrumpir tu… trabajo.


A Paula no le pasó inadvertida su pequeña vacilación. Se estaba burlando de ella. E inmediatamente dio rienda suelta a todo el resentimiento que había acumulado durante los últimos días.


—Me suplicaste que interrumpiera todos mis proyectos durante un año y, en cuanto lo conseguiste, te olvidaste absolutamente de mí. ¡Estoy aquí completamente sola! Podría morirme de hambre o enfermar y ni si quiera te enterarías.


Y a continuación dijo algo de lo que al momento se arrepintió.


—¿Eso fue lo que le sucedió a mi abuelo? Le convenciste de que dedicara su rancho a la cría de avestruces y después lo ignoraste.


Pedro palideció, salió rápidamente de la camioneta y la agarró por los hombros.


—¡No te atrevas a acusarme de haber desatendido a tu abuelo! Sobre todo tú, que a final te has beneficiado de su duro trabajo y jamás te molestaste en venir a verlo.


—¡Él tampoco fue nunca a verme a mí!


—Quizá pensaba que no sería bienvenido.


—O quizá simplemente odiaba Nueva York.


—¿Igual que tú odiabas el rancho? —la miraba con ojos llameantes. Paula no se atrevía a sostenerle la mirada—. Oh, sí —la soltó—. Ya has dejado muy claro que no quieres saber nada ni del rancho ni de la cría de avestruces. Me lo has recordado a mí y a todo el mundo en cuanto has tenido oportunidad. No has hecho ningún es fuerzo por adaptarte. Estás aquí porque vas a conseguir algo a cambio de tu estancia en el rancho, y en cuanto lo consigas te marcharás.


—¡Nadie podría conseguir nada si yo no estuviera aquí! —lo fustigó—. Os quedaríais todos sin vuestros ranchos, ¿o es que ya lo has olvidado?


—Lo siento —se disculpó Pedro formalmente.


Paula hubiera preferido que la gritara a soportar la dureza de su mirada.


—Todos somos conscientes de que nos conviene que tu estancia en el rancho sea lo más agradable posible.


—No estaba amenazándote.


Pedro volvió a montarse en la camioneta.


—¿De verdad?


—¡No soy capaz de hacer una cosa así!


Pero Pedro no la creía, se veía perfectamente en su rostro.


—Tengo que irme. Intentaré buscar a alguien que pueda enseñarte a conducir —giró la llave de contacto, le hizo un gesto con la cabeza y se marchó.


Paula se quedó observándolo mientras se alejaba. Le parecía increíble que aquel hombre que se había marchado dejándole con la palabra en la boca fuera el mismo que la había consolado cuando Phineas la había asustado.


No comprendía el motivo de su enfado. No podía haber sido a causa de que no supiera conducir. Pero ella también se había extralimitado al culparlo de haber desatendido a su abuelo. Beau Chaves no era responsabilidad de Pedro, y, sin
embargo, sí lo había sido suya. Debería haber sido más diplomática a la hora de expresar su resentimiento.


Mientras subía los escalones del porche, intentó recordarse lo que le había contestado Pedro a aquel comentario. Sí, la había acusado de haberse beneficiado del trabajo de su abuelo sin haber hecho nada por él.


Menuda forma de entender la gratitud, se dijo mientras cerraba la puerta violentamente. Además, la relación que pudiera tener con su abuelo no era asunto suyo.


Paula se dejó caer en el sofá de la terrible tapicería verde olivo. El sol estaba empezando a ponerse, pero no encendió la luz. Le gustaba más la habitación a oscuras.


Pedro le había dicho que no estaba haciendo nada para adaptarse, pero era un argumento que había utilizado a la defensiva.


Lo que más le molestaba a ella era que pensara que estaba amenazándolo con marcharse antes de que se cumpliera el año. ¡Pero si acababa de llegar!


Quizá debiera tomar ella la iniciativa, hacer algún es fuerzo. 


Podría invitar a la esposa de Pablo y a las del resto de los rancheros a tomar café. Tenía la sensación de que montar una fiesta no se vería como algo normal y, además, si las invitaba a tomar café sólo tendría que ocuparse de servir un bizcocho o unas galletas. No se sentía capaz de preparar toda una cena.


Pues sí, las invitaría a café. Seguramente ya habían estado hablando de ella y la única forma de contrarrestar los cotilleos era que la conocieran personalmente. Se mostraría encantadora y les explicaría en qué consistía su trabajo. Cuando se dieran cuenta de que no se dedicaba únicamente a gandulear, se mostrarían más comprensivas con ella.


Encendió una lámpara y recorrió la habitación con la mirada. 


Al ver las telas que había dejado en uno de los rincones del cuarto de estar sonrió. Había llegado el momento de ponerse a decorar la casa. Sería la mejor forma de dejar claro que Paula Chaves estaba dispuesta a quedarse en el rancho.


Aunque sólo durante un año, claro estaba.




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