domingo, 17 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 25





Paula pensó que una de las ventajas del invierno era que oscurecía pronto. Y se alegró enormemente, porque su timidez regresó en cuanto entraron en la casa. Por una parte, ansiaba tomarlo entre sus brazos y abandonarse al placer; por otra, tenía tanto miedo por las consecuencias de sus actos que habría salido corriendo si hubiera podido.


Acababan de llegar al salón cuando Pedro declaró:
–Será mejor que me duche. He estado jugando al fútbol y me siento sucio.


Pedro


Él la tomó de la mano.


–Ven conmigo, Pau.


–No sé… –dijo, entre asustada y excitada.


–Me podrás frotar la espalda.


Pedro lo dijo en tono de broma, pero la simple perspectiva de tocarlo, de pasar los dedos por sus hombros, bastó para inflamar un poco más su deseo.


La tentación empezaba a ser irresistible, así que lo acompañó hasta el dormitorio principal, que observó con interés. Era una habitación grande, de estética moderna y masculina, con una cama de matrimonio que le pareció gigantesca. Pero no había ningún detalle que indicara gran cosa sobre la personalidad de Pedro. No había libros ni fotografías. Y todo estaba perfectamente limpio y ordenado, como en un campamento militar.


Sorprendida, se sentó en la cama y dijo:
–¿Pedro?


Él vio su ceño fruncido y malinterpretó lo que pasaba.


–¿Te arrepientes de haber venido?


–No exactamente… ¿Cómo puedes vivir así? –preguntó, echando un vistazo a su alrededor.


–No te entiendo…


–Es un lugar tan… estéril.


Pedro se encogió de hombros.


–No sé. No le había prestado mucha atención.


–¿No tienes fotografías de tus padres? ¿O de alguna antigua novia?


Pedro sonrió.


–¿Preferirías que tuviera la fotografía de una antigua novia junto a la cama?


–Sinceramente, sería mejor que esto.


–¿Por qué?


–Porque aquí no hay nada de ti. Me siento como si estuviera en una habitación de hotel.


–Tú sabes todo lo que hay que saber de mí. Lo llevo en mi corazón.


Ella sacudió la cabeza.


–¿Cómo puedo saber lo que hay en tu corazón si no te entiendo? Una vez me hablaste de tus padres, pero tu historia es mucho más que eso. ¿Cómo eras de niño? ¿Qué asignaturas te gustaban? ¿Siempre quisiste ser ingeniero?


Él le acarició los labios con dulzura y, a continuación, descendió hasta sus senos. Paula se estremeció de placer, pero no iba a permitir que se saliera con la suya. Necesitaba saber más.


–Háblame, Pedro.


–¿Ahora? –preguntó con asombro.


–Sí, ahora.


Él la miró fijamente.


–Estás hablando en serio, ¿verdad?


–Por supuesto –contestó–. Anda, siéntate conmigo.


Pedro se sentó a su lado y se pasó una mano por el pelo.


–¿Qué quieres saber? Espero que no sea mucho, porque no estoy seguro de que pueda estar tan cerca de ti sin tocarte.


–Piénsalo de este modo… Servirá para poner un poco de espontaneidad en el momento.


Pedro gimió y la tumbó en la cama con él. Ella soltó una carcajada, pero su risa y su necesitad de respuestas se apagaron al instante cuando lo miró a los ojos y distinguió el destello de su deseo y un terrible sentimiento de soledad. 


¿Cómo era posible que un hombre que conocía a tanta gente se pudiera sentir tan solo? Y sobre todo, ¿por qué la había elegido a ella para romper esa soledad?


Paula no lo sabía. Pero supo que le debía devolver al menos una parte de la felicidad que había llevado a su vida durante las últimas semanas.


–Quiero hacer el amor contigo, Pedro. Ahora.


–¿Estás segura?


–Completamente. Ya me hablarás de ti en otro momento.


Él la besó cuando todavía no se había apagado la última palabra de la frase de Paula. Luego, le quitó la camiseta y, a continuación, expuso sus senos a las tiernas y sensuales caricias de su lengua.


–No tengas miedo, Pau –susurró al ver que temblaba.


–Es que no hago el amor todos los días…


–Ni yo. Últimamente –puntualizó con humor.


–Pero tú tienes más experiencia. ¿Qué pasará si…?


Él le puso un dedo en los labios.


–Olvídate de esas cosas, Pau. Esta es nuestra primera vez. Nuestra –dijo–. El pasado no importa. Yo estoy tan nervioso como tú, y no sabré qué hacer si tú no me lo dices… Como ves, viajamos en el mismo barco.


Pedro la empezó a acariciar de nuevo y Paula pensó que su afirmación no era del todo cierta. Le hacía el amor con tanta habilidad como dulzura. La provocaba, la incitaba, jugaba con ella. Y, como para demostrar que no había comparación posible entre ellos, decía cosas que la hacían sentir increíblemente especial.


–¿Sabes a qué me recuerdan tus ojos? De día, tienen el mismo azul que unas flores silvestres de Texas. Pero ahora… – Pedro bajó el tono de voz–. Ahora son oscuros como la medianoche.


Su ejercicio de seducción continuó de forma tan implacable que, al cabo de un rato, Paula se sentía como si estuviera a punto de estallar. Su piel se había cubierto de una fina capa de sudor, y no había un solo centímetro de su cuerpo que no ansiara las caricias de Pedro.


–Te amo, Paula. Te amo a ti y solo a ti.


–Entonces, demuéstramelo… –le rogó, desesperada–. Por favor…


Pedro alcanzó un preservativo, se lo puso y la penetró muy despacio, alargando el placer. Cuando por fin llegó al fondo, Paula se sintió completa por primera vez en su vida; y cuando se empezó a mover, comprendió el significado de la magia.


–Eres tan bella…


–Sigue, Pedro –Paula se arqueó, urgiéndolo a acelerar el ritmo.


Ya no quería cumplidos. Ya no quería promesas de ninguna clase. Solo quería liberarse de la tremenda y maravillosa tensión que había acumulado.


Entonces, él bajó la cabeza y le succionó un pezón con una ternura asombrosa. Fue una caricia sutil, increíblemente leve, pero suficiente para desatar el orgasmo que Pedro había estado alimentando.


Paula no se dio cuenta de que había empezado a llorar hasta que Pedro la miró con preocupación y le secó una lágrima.


–¿Te encuentras bien? ¿Te he hecho daño? –preguntó, nervioso.


–Yo…


–¿Qué ocurre? Dímelo, por favor. Si te he hecho daño, no me lo perdonaría nunca.


Paula le dio un beso.


–No, no me has hecho daño. Es que ha sido maravilloso.


Pedro soltó un suspiro de alivio.


–Y va a ser mucho mejor. Te lo prometo.


Paula le acarició el pecho, completamente liberada de su timidez.


–Me haces promesas todo el tiempo… 


–Y las cumpliré siempre. Para siempre.


Ella sacudió la cabeza.


–Nada es para siempre, Pedro. Los dos lo sabemos.


–Bueno, yo solía decir lo mismo que tú, pero he cambiado de opinión. Nuestro amor es para siempre –afirmó con vehemencia–. Y te aseguro que te lo voy a demostrar.


Paula no se lo discutió. Se había excitado de nuevo y no quería perder el tiempo con conversaciones. Pero pensó que, más tarde o más temprano, la realidad demostraría que ella tenía la razón.







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