Pedro encontró a Paula en la cocina aliñando una ensalada.
–Marcos quiere que subas a darle su beso de buenas noches –le informó Pedro sonriendo. Nunca habría pensado que podría ser tan divertido leerle una historia a un niño. La cara de Paula se iluminó con una sonrisa.
–¿Ya se ha chocado el señor Frumble contra las embarcaciones de los demás participantes de la «Regata de Busytown»? –le preguntó.
–Oh, sí, ya lo creo, con verdadera saña…
Paula se rio.
–Gracias,Pedro. Te estaba oyendo desde aquí y debo decir que le dabas mucha expresión a la lectura.
Ella sí que era expresiva, maravillosamente expresiva… Los ojos, la boca, su voz, los hombros, las manos… Incluso su cabello, que se balanceaba al gesticular o moverse ella, era poesía, poesía en movimiento, unos versos vibrantes, evocadores, intensamente emotivos.
Y la ropa que llevaba era muy, muy sexy: Para empezar, un ceñido top azul pastel con cuello de pico, que moldeaba sus generosos senos, y ofrecía una tentadora vista de ellos. Y después, una falda larga y amplia de una tela muy fina, con un dibujo de flores azules y verdes, a través de la cuál se adivinaban las torneadas piernas de la joven. Era una de esas faldas románticas, con volantes, algo que Marcela no se hubiera puesto jamás, pero que a Paula la hacía parecer aún más femenina.
La joven se limpió las manos en un paño de cocina y le dijo:
–Ya está todo listo. ¿Querrías abrir la botella de vino mientras subo a ver a Marcos?
–Claro.
Cuando pasó a su lado, Pedro sintió deseos de atraparla entre sus brazos y besarla apasionadamente, pero se contentó con observar el natural cimbreo de sus anchas caderas y el provocativo trasero, algo respingón. De pronto su mente conjuró una excitante imagen de ella con una tanga debajo de la falda.
Tratando de dejar a un lado tan turbadores pensamientos, tomó el sacacorchos que había junto a la botella de vino tinto que él había llevado, un excelente Cabernet Sauvignon que iba bien con la mayoría de platos italianos. Aunque Paula era australiana de nacimiento igual que él, el componente hereditario era muy fuerte, y había supuesto que prepararía sin duda algo del sabroso recetario italiano.
Descorchó la botella y la llevó al comedor para llenar las copas que había sobre la mesa. Al entrar, se quedó pasmado por todas las molestias que Paula se había tomado: unos bonitos manteles individuales, cubertería de plata, vajilla de porcelana, velas aromáticas y un artístico centro de mesa formado por hojas tropicales y orquídeas de Singapur, sin duda arreglado por ella misma. Por algo era florista… Florista… y cantante. Aquella gloriosa voz parecía salirle del alma, y sería un crimen querer silenciarla, pero le sacaba de sus casillas que tipos como Patricio Owen trataran de aprovecharse de ella, de su talento.
Ciertamente un talento como el suyo merecía ser dado a conocer, para que muchas más personas disfrutaran de él.
No debía entrometerse en las oportunidades que pudieran
ofrecérsele, pero si esas oportunidades llegaban de la mano de Patricio Owen…
–¿Cenamos?
Paula acababa de entrar en ese momento, llevando en cada mano un cuenco de ensalada. Pedro, aún con la botella en la mano, se volvió a mirarla, y la cálida luz que Paula parecía irradiar lo hizo sonreír.
–¿En qué más te ayudo? –le preguntó dejando la botella en la mesa.
–¿Podrías sacar el pan del horno? Está hecho con queso, bacon y especias, pero si prefieres pan normal…
–No, no, suena delicioso –aseguró él sacudiendo la cabeza.
Pedro disfrutó enormemente de la cena: La increíble lasaña de champiñones y berenjenas, la ensalada, el tiramisú, el café… Pero, sobre todo, la compañía de su encantadora anfitriona. Adoraba su naturalidad, su voz aterciopelada, la sensualidad natural que emanaba de ella. Y era un placer verla comer, disfrutar de la comida, no como Marcela, todo el tiempo preocupada por su línea.
En aquellos momentos más que nunca se dio cuenta de la fascinación que ejercían sobre él los labios de la joven: la amplia curvatura que adquirían al sonreír, cómo los humedecía de vez en cuando con la punta de la lengua… Y entonces recordó la sensualidad con que aquella misma boca había recorrido su cuerpo la noche en que habían dado rienda suelta a su pasión. Lo había estimulado con tanta sensibilidad, con un erotismo tan intenso…
Estaba excitándose cada vez más, y se le estaba haciendo muy difícil mantener el control sobre sí mismo. Seguramente Paula, al igual que él, se habría dado cuenta de que aquello no era solo deseo sexual, sino una fuerte atracción en todos los planos. Claro que no podía negar que ansiaba algo más que una agradable charla a la luz de las velas. La expectación lo estaba consumiendo de tal modo que, llegados a un punto, expulsó cualquier otro pensamiento fuera de su mente y, sin darse cuenta, se quedó callado.
Los ojos ambarinos de Paula parecían oro líquido a la luz de las velas. Sus labios estaban ligeramente entreabiertos, pero de ellos tampoco salía palabra alguna, y entonces Pedro advirtió que estaban temblando levemente, y que su respiración se había tornado entrecortada. La joven parpadeó y bajó la mirada a la mesa, sin poder resistir más los ardientes ojos azules de él fijos en ella.
–¿Quieres más café? –preguntó con voz ronca. Como si también el asiento la quemara, Paula se puso en pie y alargó la mano para tomar su taza. Pero Pedro se levantó también, agarrándola de la muñeca y haciéndola girarse hacia él.
Paula alzó la vista buscando en sus ojos la respuesta a la pregunta que martilleaba en su cerebro: ¿La deseaba tanto como ella a él? Pedro la atrajo hacia sí, Paula le rodeó el cuello con los brazos y él la estrechó aún más contra su cuerpo, deleitándose en sus curvas femeninas, ansiando más.
Y entonces, al fin, un beso derribó lo que quedaba en pie del control que a lo largo de toda la velada habían estado manteniendo. La llama de la pasión se encendió al instante, alimentada por el tacto y el aroma del otro, por la ardorosa respuesta a cada estímulo. Pedro quería sentir su piel, tener sus senos desnudos frente a él, sus piernas abiertas para recibirlo.
Sin querer esperar más, tiró hacia arriba del top de Paula para sacarlo de la cinturilla de la falda, e introdujo las manos por debajo para buscar el cierre del sujetador. Al sentirlo, la joven separó sus labios de los de él:
–Aquí no, Pedro –gimió.
–Pero Paula… –protestó el con la voz ronca, sintiendo que todos los nervios de su cuerpo estaban en tensión.
–Yo también lo deseo –le dijo ella. Puso la palma de la mano en su mejilla y le transmitió con la mirada la misma ansiedad que él sentía–, pero aquí no… Ven conmigo.
Paula deslizó las manos lentamente hacia abajo por el tórax de Pedro, en una especie de promesa de lo que le aguardaba y se apartó de él. Como un Ulises embrujado por el canto de las sirenas, Pedro la siguió a través de la puerta del comedor hacia el pasillo. Paula estaba sacándose el top, y el cabello le cayó desordenadamente sobre los hombros desnudos. La lisa superficie de la espalda, interrumpida solo por las tiras blancas del sujetador, que Paula desabrochó hábilmente en un único movimiento, brillaba como el satén.
Pedro la seguía hipnotizado, desabrochándose impaciente los botones de la camisa. Aun enfebrecido por el creciente deseo, recordó de pronto el comentario de Marcos acerca de la ropa en el suelo. Paula llevaba en la mano cada prenda que iba quitándose, y él decidió hacer lo propio. Paula se desabrochó la falda. Cayó flotando en torno a sus muslos y se deslizó suavemente hasta sus tobillos. La joven la levantó del suelo, se quitó las sandalias y siguió caminando, quedándose solo con unas braquitas de algodón blancas, que marcaban las suaves líneas de sus nalgas.
Aquello era más erótico, más excitante que cualquier striptease, pensó Pedro. Se desabrochó los pantalones, cada vez más tirantes por la erección que estaba teniendo, y tropezó al sacárselos, casi cayendo al suelo. Paula estaba entrando ya en un dormitorio al final del pasillo, y vio encenderse la tenue luz de la lámpara de una mesilla de noche. ¡Dios, cómo ansiaba verla desnuda!
Cuando entró en la habitación, Paula había dejado su ropa sobre una silla y estaba de cara a él, su voluptuosa figura recortada por la luz de la lámpara detrás de ella. Parecía una diosa pagana, tan femenina, tan sensual, tan hermosa…
Pedro se dirigió hacia ella despacio, sosteniéndole la mirada, y el deseo lo sacudió con una intensidad que lo sorprendió.
Dejó sus ropas sobre las de ella, cubriéndolas, como quería cubrirla a ella con su cuerpo.
Puso las manos en la cintura de la joven, deleitándose en la curvatura de sus caderas, mientras Paula recorría los músculos de sus brazos y hombros, maravillada por su fuerza física. Pedro se acercó más a ella, y las aureolas oscuras de Paula rozaron su tórax. Se acercó aún más, y sintió gozoso la suave presión de sus hermosos senos.
¿Podría sentir ella los latidos de su corazón desbocado?
Paula balanceó la parte inferior de su cuerpo, frotando su vientre contra la creciente erección y apretó sus muslos contra los de él. Pedro sintió como si todo su cuerpo estuviera recibiendo millones de pequeñas descargas eléctricas. Nunca antes se había sentido tan consciente de su propia masculinidad, ni de la complementariedad entre hombre y mujer.
Volvió a besarla, con la pasión acumulada tras días de espera. La boca de Paula era como una cueva profunda en la que encontrara nuevos tesoros cada vez que se adentraba en ella.
Tomándola en brazos, la llevó a la cama, ansiando besar cada centímetro de su glorioso cuerpo.
Se deleitó en el tacto y sabor de sus magníficos pechos y pasó su boca por el vientre de la joven, excitándose con los eróticos espasmos de placer que provocaron el reguero de besos y el sensual barrido de su lengua en esa zona.
Al fin alcanzó la unión entre sus muslos. Las piernas de Paula temblaron al adentrarse él en el territorio más oculto de su cuerpo, acariciando y lamiendo sus pliegues.
El calor húmedo que desprendía era embriagador, y los excitantes gemidos con que respondía cada vez a sus estímulos lo estaban volviendo loco.
–Pedro, por favor… –suspiró Paula hundiendo los dedos en su cabello y arqueándose hacia él–. Por favor, te necesito ahora…, ahora…
Las palabras de Paula fueron como clarines que lo llamaran a la acción, y contestando a su ruego, se adentró en ella con una embestida rápida y segura, dejándose envolver por un placer sin igual. Comenzaron a moverse juntos siguiendo un ritmo acompasado.
Pedro se concentró en el delicioso abrazo de los pliegues de ella en torno a su virilidad, contrayéndose y expandiéndose.
Trató de dar a Paula más y más placer, llevándola de un clímax a otro, encantado de oír sus eróticos gemidos hasta que, finalmente, no pudo seguir controlando su propia necesidad.
Se oyó a sí mismo gemir aliviado al hundirse en ella. Hubo en su interior una especie de explosión que lo transportó a un lugar cálido, y se dejó caer, totalmente agotado. Después permaneció satisfecho dentro de ella, rodeado por los suaves brazos y piernas de Paula, la cabeza apoyada en el mullido cojín de sus senos.
¿Qué más podía desear un hombre? Le había dado un placer que nunca había conocido antes, estaba en un estado de total felicidad. No era una exageración, se dijo sonriendo, era la pura verdad. Después, durante un rato no pensó en nada. Descansar junto a la mujer amada era probablemente la mejor manera de emplear el tiempo.
****
Al cabo de unos minutos, fue Paula quien se movió primero, girando la cabeza para mirarlo. En su rostro había una expresión de satisfacción, y la sonrisa en sus labios le recordó todas las sensaciones de que habían gozado juntos.
–Gracias, Pedro –murmuró–, ha sido increíble.
–No, eres tú la que eres increíble –respondió él trazando el contorno de sus labios con el índice–. Haces que dé rienda suelta a mis instintos y los siga sin restricciones.
–No quiero ninguna restricción, me has dado más placer del que nunca hubiera imaginado.
–Lo mismo me ha ocurrido a mí… Yo diría que formamos una buena pareja.
–… En la cama –apuntó ella irónica.
–Oh, yo no lo limitaría a la cama –replicó él con una sonrisa burlona–. Después de haber probado tu lasaña, no me importaría que me invitaras más veces a cenar.
–Me alegra que te gustara.
–A mí me gusta todo lo tuyo, Paula…
Pero ella ladeó la cabeza, como si no lo creyera.
–Pero no soy demasiado sofisticada, ¿verdad?
–La gente le concede demasiado valor a la sofisticación –reconvino Pedro–. A mí me encanta estar contigo, Paula, porque tú eres natural, eres auténtica. ¿Quieres ser como Marcela o como Patricio Owen?
–¿Qué ocurre con Patricio Owen? –inquirió ella frunciendo el ceño.
–Paula, por favor… Patricio Owen es un manipulador. Utiliza a todo el mundo, y sobre todo a las mujeres. No me gustaría que te hiciera daño.
Ella frunció más aún el ceño.
–¿Quieres decir en lo personal…, o en lo profesional?
Pedro sabía que a ella no le haría gracia que se entremetiese en su vida, y que parecería celoso y posesivo, una imagen que no iba con él en absoluto, pero…
–No sé, me quedé preocupado el otro día cuando pasó por tu casa tan casualmente.
–Venía por motivos de trabajo, unas galas que quería proponerme –le explicó ella.
–¿Vas a volver a trabajar con él? –no pudo evitarlo, las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera contenerlas.
–No lo sé, le dije que no era el momento para discutirlo.
Tengo una cita mañana con él, después del trabajo. No me pareció que hubiera nada de malo en escucharlo… –explicó la joven con una mirada ansiosa.
–No, tienes razón –la tranquilizó él. Patricio Owen era un tipo totalmente amoral, pero si su interés por Paula era en parte profesional, tal vez no le pondría las manos encima, sobre todo si ella le daba a entender que no lo permitiría–. Pero si te ofrece un trato, asegúrate de que sea limpio, Paula. No te vendas por menos de lo que vales.
Ella se rio con modestia.
–Pedro… Él es un profesional, y yo solo una aficionada…
–Tú tienes una voz maravillosa. Preferiría oírte a ti antes que a él mil veces.
–Gracias, pero yo…
–Nada de peros –le dijo él tomándola por la barbilla–. Cuando cantasteis en la fiesta, la auténtica estrella fuiste tú, fue tu voz la que encandiló al público. Lo único que quiero decir es que no tomes una decisión precipitada.
–No lo haré –prometió ella–. Pero dime, ¿tú crees que debería seguir mi carrera como cantante? –le preguntó muy seria.
–Yo no soy quién para decírtelo, Paula. Tú debes saber lo que quieres para tu futuro.
Ella no dijo nada. Parecía que esperaba una respuesta más concisa, pero, ¿qué más podía decir él? No iba a ponerse de parte de Owen, desde luego, pero tampoco quería coartar los deseos de ella.
Se inclinó sobre la joven y la besó. Ella respondió con tal intensidad, que la necesidad de poseerla de nuevo sacudió todo su cuerpo. Sin embargo, Paula lo persuadió en silencio, sutilmente, de que la dejara hacer a ella, y pronto Pedro se encontró tan extasiado por sus caricias y sus besos que no quiso tomar las riendas.
Cada movimiento de ella, cada roce, lo excitaba tremendamente. Paula le estaba haciendo el amor con tanta dedicación, que parecía que quisiera imprimir su esencia en él, como se marcan las reses a hierro candente. Pedro jamás se había sentido tan deseado.
Finalmente Paula se sentó a horcajadas sobre él, controlando el ritmo, llevándolos hasta cimas insospechadas de placer y manteniéndolo allí con ella, como si no quisiera dejarlo ir jamás. Su cabello golpeaba sobre sus senos, y aquella imagen tan incitante despertó los instintos más primitivos de él. La hizo rodar sobre el colchón y se colocó sobre ella, queriendo ser él quien la poseyera, imprimir él su marca en ella, y la llevó al clímax con un gozo salvaje.
Minutos después descansaba otra vez sobre ella, y se dijo que ninguna otra mujer lo había hecho sentir así jamás. No quería marcharse, pero el sentido común le recordó que al día siguiente ambos tenían que trabajar.
–¿Estás libre el sábado, Paula?
–Me temo que no –respondió ella con un suspiro de fastidio–. Tengo que cantar en una iglesia por la tarde, y después en una fiesta. Y por la mañana iré a casa de mis padres a dejarles a Marcos.
–¿Y el domingo?
–No, el domingo estoy libre.
–¿Querrías pasarlo conmigo?
Ella se quedó dudando.
–¿Y Marcos?, ¿también podría venir?
Pedro se había olvidado del pequeño, que en ese momento estaría durmiendo en su cuarto, al otro extremo del pasillo.
Aunque ansiaba tenerla para él solo, sabía que no era la clase de madre que ignorara a su hijo, y además Marcos era un chico estupendo.
–Claro, ya sé… Tengo que ir a inspeccionar una plantación. Almorzaríamos con el capataz y su esposa, y tienen un par de críos. Marcos podría jugar con ellos, ¿qué me dices?
Ella se acurrucó a su lado sonriente.
–¡Estupendo!
Pedro sonrió también, y se dijo que el domingo, mientras Marcos jugaba, la llevaría a dar un largo paseo. Nunca había hecho el amor en el campo, pero siempre había para todo una primera vez.
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