domingo, 22 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 24




No quiero ser tu esposa».


Las palabras de Paula resonaron en su cabeza mientras él se dirigía a su galería. Necesitaba estar rodeado de sus cosas.


No sabía por qué ella estaba luchando contra él. ¿Por qué hacía que se sintiera como un carcelero, cuando lo había tratado como un amante durante las semanas anteriores? Él no era su enemigo.


Le había regalado un anillo y le había prometido fidelidad.


Y así era como se lo agradecía, poniéndose ante él vestida de novia y diciéndole que no quería casarse.


Ella era suya, y eso era innegociable.


Se acercó hasta la vitrina de los soldaditos y recordó que su madre se los había regalado. No esos exactamente, pero unos parecidos. También recordó el vacío y la pérdida que había sentido poco tiempo después.


No tenía sentido. Paula estaba allí, igual de custodiada que el resto de cosas que tenía en aquella habitación. No podía abandonarlo.


Entonces, ¿por qué se sentía como si la hubiera perdido?


«Porque no puedes poseer a una persona. Ella tiene que elegirte».


Nadie lo había elegido nunca. Había pasado de familia en familia por obligación, para cobrar un dinero por formar parte del sistema de casas de acogida, pero nadie lo había elegido.


«Mamá te eligió. Aunque le costara el orgullo, la riqueza y todos los lujos a los que se había acostumbrado. Su vida».


Se cubrió los ojos con las manos y los apretó, tratando de calmar el dolor que sentía.


Había pasado toda una vida tratando de no tener sentimientos. Y lo que le pasaba era muy difícil de admitir.


«Amor».


No. El amor era doloroso. Devastador.


No se podía comprar. Y no se podía reemplazar.


«Pero el efecto del regalo permanece…».


Él se volvió hacia la vitrina. No eran los soldados los que le importaban, sino lo que había sentido cuando se los regalaron.


El vacío que había sentido no era por haber perdido sus cosas, sus juguetes. Aunque habría sido más fácil de haber sido así, porque él podía comprar cosas, podía reemplazaras, pero nunca podría reemplazar el amor que había recibido durante los primeros cinco años de su vida y que nunca había vuelto a recibir.


«No puedes forzar que Paula te quiera obligándola a quedarse contigo».


Sabía que era verdad.


Todo lo que tenía en aquella habitación nunca le había dado nada. No eran más que cosas vacías de poder, de vida. Él había tratado de convencerse de que con ellas llenaría su vacío. Había pensado que llenando su casa de cosas podría alejarse del niño pequeño que había sido. El niño que se había quedado solo en su casa vacía de Roma.


Sin embargo, lo único que habían hecho era enmascarar su pérdida.


No podía sustituir a su madre con arte, con coches, con dinero.


Y no podía hacer que Paula lo amara obligándola a quedarse a su lado. Ella tenía razón, nunca sería más que una prisionera si él la obligaba a quedarse.


«Has de dejarla marchar. Has de darle la opción de elegir».


«Pero puede decirte que no».


Ignoró las últimas palabras y salió de la habitación. Sí, quizá le dijera que no, pero nunca le había dado la oportunidad de que dijera que sí. Y si decía que sí…


Necesitaba que ella dijera que sí.


Se dirigió a la parte central de la casa sin saber dónde podría encontrarla. Ella lo había evitado desde la última discusión que habían tenido, pero solo porque él se lo había permitido.


La buscó en la terraza y vio que estaba apoyada en la barandilla. Llevaba un vestido corto de color azul y su melena estaba agitada por el viento. Nunca había estado más guapa. Nunca le había parecido tan importante en su vida.


Y estaba a punto de ofrecerle la libertad.


Era idiota.


–No te mandaré a la cárcel – dijo él, cuando se acercó a ella.


Paula se volvió para mirarlo, arqueó las cejas y no dijo nada.


–Eres libre. Me refiero a que eres libre de todas las amenazas que te he hecho. No presentaré cargos en tu contra por la estafa que hiciste con tu padre. No me importa si él me devuelve el dinero o no. No tienes que casarte conmigo. Acordaremos una custodia para nuestro hijo. Te pasaré una pensión. No tendrás nada que temer de mí.


–¿Me dejas marchar?


–Sí. Te dejo marchar – tragó saliva– . No tienes nada que temer.


–¿No tengo que quedarme?


–Por supuesto que no tienes que quedarte.


Entonces, él se percató de que su respuesta era no. Ella no quería quedarse con él. ¿Y por qué iba a querer? Era un monstruo.


–Creía que querías casarte.


–Y es lo que quiero.


–¿Y por qué quieres casarte conmigo?


–Porque soy un bastardo y un posesivo. No quiero que nadie más pueda tenerte.


–¿Eso es todo?


Pedro sintió una fuerte presión en el pecho. No, por supuesto que eso no era todo, pero no sabía qué más había. 


No sabía cómo decirlo. No tenía suficiente valor.


No tenía valor suficiente para desear algo tanto una vez más y que se lo negaran.


Así que solo tenía una respuesta.


–No hay nada más.


Ella asintió.


–De acuerdo. Voy a recoger mis cosas. Y necesito que me organices la manera de volver a Nueva York.


–¿Eso es todo?


–Sí – dijo ella– . Si es todo lo que puedes decirme.


–No puedo darte nada más – dijo él, odiándose por estar mintiendo. Y por tener miedo de darle más. Sin embargo, no sabía cómo ser fuerte. Ni cómo enfrentarse a ello.


–Adiós, Pedro. Y, por favor, ponte en contacto conmigo para llegar a un acuerdo sobre la custodia.


–Estaré allí cuando des a luz – dijo él.


–De acuerdo – asintió ella.


–¿Eso es todo, entonces? – le parecía un final inadecuado para algo que había comenzado con tanta intensidad.


–En realidad no hay nada que finalizar. Solo un pequeño chantaje, ¿no?


–Supongo – no. Nunca se había tratado solo de un chantaje. 


Desde el primer momento en que la vio, había sentido algo por ella. Y cada vez se hacía más intenso.


Sin embargo, era incapaz de decírselo.


Se sentía otra vez como cuando era niño, invadido por la pena, por el miedo, incapaz de pronunciar las palabras que necesitaba decir de forma desesperada.


–Entonces, estaremos en contacto.


–Sí, estoy seguro de que será así.


Pedro permaneció allí, inmóvil como una piedra, mientras gritaba en silencio y observaba cómo Paula desaparecía de su vida.










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