martes, 11 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 5





Paula se estiró con pereza y alargó de inmediato una mano hacia Pedro. Para su sorpresa, no lo encontró tendido sobre la alfombra. Abrió los ojos de mala gana. Por un momento permaneció quieta, reflexionando, comprendiendo por fin enfebrecida dos cosas. La primera, que había hecho el amor con Pedro apasionadamente, como nunca. Y la segunda, que él se había marchado.


Enseguida, una nueva pregunta surgió en su mente: ¿.dónde había aprendido Pedro a tocar de esa forma a una mujer? 


Siempre habían tenido relaciones sexuales satisfactorias, pero jamás...
Paula se ruborizó, sintiendo de nuevo el calor invadir su cuerpo hasta excitarla. De mala gana trató de reprimirse.


Deseaba borrar de su mente la imagen de los ojos de Pedro, llenos de deseo, excitándola, y la intensidad de su pasión que con tanta destreza había sabido satisfacerla.


¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Era probable que Pedro hubiera hecho la maleta y se hubiera marchado, riéndose de ella por emborracharse con el estómago vacío y ofrecerle tal fiesta de despedida. Furiosa consigo misma, Paula se puso en pie recordando aquella apasionada seducción como jamás había vivido otra. Jamás volvería a experimentarla, reflexionó. Y ella lo había alentado.


El hecho de que siguiera desnuda resultaba mortificante. Se había comportado de un modo... extraño. Tanto grito, tanta urgencia... era como si hubiera estado absolutamente desesperada por experimentar de nuevo, una última vez, el amor de Pedro. Y él, sencillamente, había reaccionado como cualquier hombre lo habría hecho. Ella se sintió débil y vulnerable, se tapó el cuerpo con los brazos, en medio del salón, y se preguntó qué hacer.


No podía enfrentarse a aquellas terribles escaleras. No, después de aquella apasionada despedida de Pedro y del recuerdo de la ropa de Celina sobre ellas. Pero había una ducha en la planta de abajo. La usaría y después buscaría una camiseta.


Nerviosa, se acercó a la puerta, escuchó, y cruzó el vestíbulo. A medio camino, sin embargo, tapándose con los brazos, se quedó paralizada, helada. El estaba aún en casa, hablando por teléfono con alguien, en su despacho.


—¡Con Celina! —musitó entre dientes, esperando en vano que fuera un error.


Paula decidió investigar. Se acercó de puntillas a la ducha y recogió una toalla. El corazón le latía con tanta fuerza que Pedro tenía que oír sus latidos. Lentamente se acercó a la puerta del despacho y pegó en ella la oreja.


—;Gracias a Dios que te pillo! —escuchó ella decir a Pedro, con un suspiro de alivio—. Tengo que verte. ¡Tengo que hablar contigo, Celina!


Incapaz de creerlo, Paula abrió de golpe la puerta dando un portazo contra la pared, sobre la que rebotó. Él soltó el teléfono, asustado. Ella corrió como el rayo, colgó el auricular con un fuerte golpe, y estalló con una furia monumental.


—¡Eres la persona más traicionera, egoísta, falsa y rastrera de la tierra! —gritó a escasos centímetros de él—. ¡Me repugnas! ¡Solo piensas en el sexo! ¿Cómo te atreves a aprovecharte de mí? ¡Deberías haberte dado cuenta de que había bebido demasiado! ¡Y encima ahora la llamas a ella! —las palabras salían a borbotones de la boca de Paula, que comenzó a sollozar comprendiendo que toda la pasión que habían vivido no había significado nada para él, mientras que a ella le había llegado al alma—. ¡No pienso volver a hablarte jamás! ¡Tendrás que hablar conmigo a través de los abogados! ¡Quiero el divorcio! ¡Eres despreciable, inmoral, vil...!


Ella gritaba de manera incoherente, hacía aspavientos con los brazos. Pero Pedro no se inmutó, se quedó inmóvil, impasible, a su lado. La cabeza le daba vueltas. Una sombra negra pareció cruzar su mente. Lo último que Paula sintió era que caía en lo más profundo de una infinita nada.


La negrura comenzó a aclararse, a tornarse gris, mientras ella se arrastraba, contra su voluntad, hacia la luz del día.


No, no era la luz del día, sino la de una lámpara. Parpadeó y descubrió que estaba en la cama. Desnuda. Olas de malestar invadían su cuerpo. Paula se precipitó al baño a vomitar. Él entró en el dormitorio justo cuando ella volvía a la cama. Llevaba vaqueros y camiseta, estaba muy sexy. Y pálido.


—¡Paula!


Pedro se lamió los labios pensativo, llevaba una taza humeante en las manos, pero no parecía importarle quemarse. Alerta, ella se incorporó y se sentó en la cama tirando de las sábanas, con los ojos muy abiertos.


—¿Qué?


Él dejó la taza en la mesilla. No dejaba de mirarla con impotencia, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones. Y tragó varias veces antes de contestar:
—Te has... desmayado.


—Sí, lo sé. Supongo que te das cuenta de hasta qué punto me has hecho daño.


—Hay un problema —añadió Pedro mostrando cierta inseguridad, sin atreverse a continuar.


—Por tu culpa.


—No... sigues... medio enferma.


—¿Y? —preguntó ella con el ceño fruncido.


Pedro respiró hondo y comenzó a caminar sin rumbo de un lado a otro de la habitación. Ella lo observó perpleja. Estaba tan rígido que parecía a punto de estallar. Cada uno de sus pasos tensaba todos sus músculos, hasta que de pronto se dio media vuelta, de espaldas a la ventana, de modo que Paula solo pudo ver su silueta, y no la expresión de su rostro.


—Tu cuerpo ha cambiado, lo he sentido diferente.


—¿Quieres decir que he engordado? —preguntó Paula tras una pausa, sorprendida, tirando de la sábana.


—No... no lo sé... simplemente está diferente...


—¿Sí?, ¿por la textura?, ¿la firmeza?, ¿diferente al de Celina? Bueno, en los últimos tiempos no he comido una sola comida decente —se apresuró a continuar Paula sin darle tiempo a contestar—. Como entre horas. Donuts, patatas fritas, chocolatinas. Cualquier cosa. A mí me gusta como estoy, y a ti no parece que te importara —el tiro había dado en el blanco. Ella supo que sus palabras lo habían herido, porque Pedro dio un paso atrás. Sin embargo, no estaba orgullosa de lo que había hecho—. Lo siento —añadió bajando los ojos—. No sé por qué lo he dicho, no he podido evitarlo. Pero debes reconocer que tengo razones para estar enfadada. Además, me siento mal, algo no va bien en mi estómago...


—No creo que se trate de eso, Paula —contestó él en voz baja—. Puede que haya otra razón por la que te sientas enferma.


—¿Qué razón?


Pedro se quedó mirándola en silencio. De forma gradual la importancia de sus palabras comenzó a cobrar sentido en la mente de Paula. Ella se quedó muy quieta, como si su vida estuviera suspendida de un hilo, abriendo enormemente los ojos. No, no podía ser. No podía estar embarazada.







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