martes, 19 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 6




Quería volver a su trabajo como responsable de seguridad de las tiendas Chaves, volver a ser independiente, no estar las veinticuatro horas cuidando de la modelo publicitaria de la familia.


No había dormido nada en toda la noche. No había oído el más mínimo ruido en su dormitorio, pero la había tenido muy presente. Demasiado presente.


Llenó la cafetera y la puso al fuego. Hurgando en los armarios de la cocina, encontró una bolsa de tortitas. Luego abrió el frigorífico. Había huevos, leche, zumos, yogures, queso fresco, fruta, y todos los ingredientes para hacer una ensalada. Sacó una sartén de una de las estanterías inferiores y se fue con todo ello dispuesto a preparar un buen desayuno.


Acababa de terminar de preparar la masa de las tortitas cuando percibió un ligero perfume femenino.


Flores y especias. El mismo que había percibido la noche anterior en Paula, un perfume que le excitaba. Todo lo que tenía que ver con ella le excitaba. Se sorprendió al verla entrar vestida con un vestido de punto de estar por casa. Iba sin maquillar y con el pelo húmedo, como si acabase de salir de la ducha. Nunca había esperado verla así, tan… vulnerable.


Le señaló el montón de cartas que le había entregado el servicio de seguridad del hotel.


—Alguien trajo todas estas cartas de la joyería. Parece que todo el mundo estaba enterado de su llegada a la ciudad.


—La semana pasada se publicó un artículo en Style sobre mí en el que se anunciaba mi llegada a la ciudad esta semana.


Paula se dirigió a la encimera de la cocina, tomó un taza y se sirvió un poco de café.


—¿Contesta a alguna de sus cartas?


—Lo intento —respondió ella.


Pedro se sentía incómodo, e intentó encontrar algún otro tema de conversación.


—Estoy haciendo unas tortitas. ¿Le gustaría probarlas?


—Quizá una.


—¿Una? ¿Está bromeando? Nadie come sólo una.


—Yo sí. Pero, si pone mantequilla y mermelada, tendré que hacer luego una comida más ligera —dijo ella echando una ojeada a la masa de las tortitas.


—Es usted muy profesional y responsable, ¿verdad?


Ella dejó la taza de café en la mesa y se sentó en una silla.


—Sí, muy profesional. Aunque tengo que tomar algunas proteínas con la tortita, de lo contrario puedo correr el riesgo de caer desfallecida a mitad de mañana.


—Puedo freírle unos huevos.


—Usted quiere que me suba el colesterol —dijo ella sonriendo—. No, creo que he visto algo de queso fresco bajo en grasas por ahí. Tomaré un poco. Pero no se preocupe por mí. Puedo valerme por mí misma.


—Le haré una. Y unos huevos poco hechos irán bien como acompañante.


Ella se limitó a mover la cabeza y tomó un par de cartas de la mesa.


El aroma de las tortitas y de los huevos fritos inundó la cocina. Ella se enfrascó en la lectura de una de las cartas. Entonces, para su sorpresa, Pedro observó que tenía los ojos llenos de lágrimas. Dejó lo que estaba haciendo y se acercó a ella para leer el contenido de la carta.



Querida Señorita Chaves. He leído en el periódico que va a venir a la ciudad y me he decidido a escribirle. Tengo once años. Mi mamá se murió el año pasado y desde entonces he sido muy desgraciada. Mi padre trata de comprenderme, pero no consigue entender mis problemas. Tengo una nariz y unas piernas muy largas. Ya no sé cómo vestirme. Los demás niños se ríen de mí. Hasta que empiece de nuevo el colegio, estoy pasando unos días en un campamento de verano que odio. Pero papá no me deja que esté sola.
¿Podría escribirme y decirme qué debo hacer? Estaba pensando que quizá debería operarme la nariz, pero no sé si mi padre me dejará, así que a lo mejor tendré que esperar hasta que tenga dieciocho años. ¿Qué puedo hacer para gustar a los chicos? ¿Cómo me debo vestir? ¿Cómo me debo arreglar? ¿Qué podría hacer?
Libby Dalton


Paula se dio cuenta entonces de que Pedro estaba leyendo también la carta.


—Se me rompe el corazón —le dijo ella.


Pedro se preguntó por qué. Ella no tenía por qué identificarse con aquella chica. ¿Por qué iba a hacerlo? Era bellísima, gozaba de una posición brillante y tenía aún a sus padres.


—¿Piensa escribirle?


—Tengo que hacer algo, pero no sé bien qué.


—De momento, lo mejor que puede hacer es tomarse su tortita, si no se le quedará fría.


—Gracias —dijo ella con una sonrisa, y con un extraño brillo aún en los ojos.


Pedro se sentó al otro lado de la mesa y comenzó a tomarse su desayuno. No tenía que preocuparse por tratar de entablar ninguna conversación. Paula fue al frigorífico, sacó el queso fresco y se sirvió un poco en un plato.


Pedro terminó de desayunar. Se disponía a discutir los detalles del programa del día cuando sonó su teléfono móvil.


—Es uno de los jefes de la tienda —dijo disculpándose—. Tengo que atender la llamada.


Ella asintió con la cabeza sin prestarle atención, como si estuviera preocupada por otra cosa. Cuando acabó su conversación con el jefe de la joyería, ella ya había terminado también de desayunar y se había ido de la cocina.
Media hora más tarde, Pedro estaba colocando los platos en el fregadero cuando ella volvió a entrar. Llevaba una camiseta de tela escocesa a cuadros rojos y blancos, unos vaqueros y unas sandalias.


Se sintió irresistiblemente atraído hacia ella.


—Quisiera ir a un sitio antes de asistir al lanzamiento de la campaña publicitaria —le dijo Paula.


—¿Adónde quiere ir?


—Al campamento de Libby Dalton.


Pedro estuvo a punto de echarse a reír, pero se contuvo al ver la expresión seria de ella.


—Antes necesito arreglar algunas cosas. Iré allí yo primero, localizaré a la chica y buscaré una zona segura donde pueda entrevistarse con ella.


—No. No quiero que se haga así.


—Soy su guardaespaldas, señorita Chaves. Las cosas se harán como es debido. Soy responsable de su seguridad.


—Es sólo un campamento de niños, señor Alfonso.


Pedro —le corrigió él, cansado ya de tantas formalidades.


—De acuerdo, Pedro. Quiero causar buena impresión. Pero no esa clase de impresión. Quiero ayudar a Libby, no herirla. Me gustaría que fuera una sorpresa, para la gente del campamento, para ella y para sus amigas.


—No es sensato lo que dice, señorita Chaves.


—Paula —dijo ella dulcemente.


Tanto, que él inconscientemente se acercó peligrosamente unos pasos a ella.


—Quiero hacer esto de incógnito, hasta que estemos allí —le dijo ella—. No quiero a nadie de la prensa. No quiero que ninguna influencia externa pueda estropearlo.


Pedro tuvo la sensación de que las próximas semanas no iban a ser fáciles. Paula Chaves no iba a resultar una cliente colaboradora.


Pedro, quiero hacer esto por una triste y solitaria niña de once años que cree que no tiene amigos. ¿No puedes permitirme esto?


¿Estaba coqueteando con él? ¿Era consciente del poder de sus ojos castaño dorados, del embrujo de su perfume, de la sensualidad de su cuerpo? ¿Estaba quizá usando esas armas para convencerle de que accediera a hacer lo que ella quería? ¿O se trataba sólo de un favor que una persona estaba pidiendo a otra?


¿Estaba jugando con él?


Pensó en lo que le estaba pidiendo, en la logística que ello conllevaba, en todo lo que tendrían que hacer para poder llegar allí sin que los pudiera seguir nadie.


—¿Vas a ir así a la joyería? —preguntó él.


—No. Tengo que volver para cambiarme.


—Vamos a tener el tiempo muy justo.


—No te preocupes, yo me cambio muy rápido.


Deseaba tocarla.


Pero era su guardaespaldas. No sólo tenía que velar por su seguridad, sino proteger también su reputación.


—Está bien, pero no puedes estar allí mucho tiempo.


—Necesito sólo quince o veinte minutos.


—De acuerdo, veinte minutos, ni uno más. Luego te sacaré de allí, hayas terminado o no.


—Trato hecho —respondió ella con una sonrisa.


Pedro suspiró. Iba a arrepentirse. Lo sabía.




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