lunes, 4 de mayo de 2015

SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 6



¿Cómo?


¿Mi hermana lo había invitado sin decirme nada?


No sabía si matarla o besarla.


Chiara me miraba con expresión angustiada.


–Estamos encantados con la invitación. ¿Seguro que te parece bien?


No, no me parecía bien.


¿Por qué Raquel no me había dicho nada?


“Cobarde”.


Volví la cabeza para mirar a mi hermana con expresión acusadora. Me daban ganas de gritarle: “¡gallina!”, pero eso podría ser desconcertante porque Raquel tenía la cabeza enterrada en el pavo.


De modo que esbocé una sonrisa, aunque debía parecer más bien una mueca de dolor.


–Por supuesto que sí.


–La comida tardará un rato –dijo Raquel–. ¿Por qué no vais al salón con el resto de los invitados? Tomad una copa, charlad, conoceos mejor. Jugad a algo.


Yo echaba humo por las orejas. No me apetecía tomar una copa y en cuanto a juegos, ya había suficientes jueguecitos en aquella cocina. Y, desgraciadamente, nadie me había dado las instrucciones.


Una mirada al rostro de Raquel me dijo que no solo había ganado una partida sino que se creía la ganadora del juego.


Mi hermana pasó a mi lado murmurando:
–Feliz Navidad. Que disfrutes de tu regalo.


¿Pedro era mi regalo?


¿Era a eso a lo que se refería cuando dijo que llegaría más tarde?


Me pregunté entonces si le había dicho a él que era mi regalo. Sinceramente, esperaba que no, pero conociendo a mi hermana podría pasar cualquier cosa.


La seguí al salón, evitando la mirada de Pedro, no porque yo sea particularmente tímida sino porque llevaba varios días pensando en acostarme con él y temía que lo viera en mis ojos.


Menos mal que no era capaz de leer mis pensamientos.


Pedro se sentó en el sofá, apartando a un lado mi ordenador portátil. Llevaba unos vaqueros negros que se ajustaban a sus largas y poderosas piernas como si no quisieran estar en ningún otro sitio. Y era comprensible. De hecho, yo envidiaba esos vaqueros. Por el cuello de la camisa asomaba una mata de vello oscuro sobre una piel bronceada…


Estaba preguntándome si debía aceptar un regalo que no sabía que era un regalo cuando él tomó mi ordenador.


–Normalmente no trabajo en Navidad, ¿pero te importa si compruebo una cosa?


Yo abrí la boca para decir que no me importaba, pero entonces recordé que no había cerrado la página y mi última búsqueda había sido: vibrador El Pedro.


Me lancé sobre él, pero ya era demasiado tarde. Pedro estaba mirando la pantalla y me sentí humillada por segunda vez en cuatro días. Parecía mi destino humillarme delante de aquel hombre. Primero me había visto desnuda de cintura para arriba en una capilla y ahora estaba viendo mis pensamientos, igualmente desnudos.


Estaba condenada al fracaso.


Pedro siempre está comprobando cómo van sus casos –Chiara se acercó a mí con los cuencos de nueces y patatas fritas que le había dado mi hermana–. Normalmente lo hace por teléfono, pero anoche desenchufé su cargador y ahora está enfadado conmigo.


No tan enfadado como lo estaba yo.


Mierda y mierda.


Esperé que me traspasase con una de sus severas y desaprobadoras miradas, pero no lo hizo. En lugar de eso empezó a teclear con esos dedos largos y fuertes, que sabían muy bien cómo volver loca a una mujer, y comprobó lo que quisiera comprobar.


Era el hombre más inescrutable que había conocido nunca. 


De hecho, se mostraba tan serio, tan contenido, que me pregunté si me fallaba la memoria. Tal vez había cerrado la página. Debía haberlo hecho o Pedro me habría fulminado con la mirada.


El timbre sonó de nuevo y empezaron a llegar más invitados, de modo que no tuve oportunidad de seguir pensando en ello.


Por suerte, Raquel había comprado muchos regalos extra porque pronto éramos doce personas. Yo conocía a ocho de ellas, pero daba igual porque no estaba mirándolas. Era como si no estuvieran allí. Para mí, solo había un hombre en la habitación.


Abrimos los regalos y varias botellas de champán y luego ayudamos a llevar la comida a la mesa. Durante todo ese tiempo, solo podía mirar a Pedro por el rabillo del ojo. Chiara se había convertido en el alma de la fiesta, pero él apenas había abierto la boca. Lo sabía porque no dejaba de mirarla. 


Me encantaba la forma de sus labios y no dejaba de recordar cómo eran mientras se movían sobre los míos.


–Debería devolverte la chaqueta –dije de repente, deseando tener un diez por ciento de su autocontrol.


–No hay prisa.


¿Eso era todo lo que iba a decir?


El ambiente era tan tenso que cuando mi hermana colocó la bandeja sobre el mantel yo estaba más caliente que el pavo.


Como en la mesa solo cabían ocho personas y éramos doce, estábamos muy apretados. Me senté a un lado porque así al menos solo tendría que estar apretujada contra una persona…


Pedro se sentó a mi lado.


Mi corazón se volvió loco. Quise pensar que era un accidente que se hubiera sentado allí, pero enseguida decidí que Pedro Alfonso no era un hombre que hiciese nada por accidente.


No me miraba y, como siempre, no había nada en su expresión que me diera una pista de lo que estaba pensando. Su brazo rozó el mío. Estábamos apretados como átomos en una molécula. Cualquiera que nos mirase pensaría que era por falta de espacio, pero yo sabía que no era así.


Me gustaría decir que la comida fue deliciosa, pero la verdad es que no podría decirte qué comí porque solo podía pensar en el hombre que tenía a mi lado.


Cuando sirvió el pavo en mi plato, lo único que veía eran unas manos bronceadas, grandes, y unos antebrazos cubiertos de vello oscuro porque se había remangado la camisa sin que me diera cuenta.


–¿Suficiente?


Yo lo miré, sin entender.


–Pavo –dijo Pedro.


–Ah, sí, gracias.


¿Qué tenían los antebrazos de un hombre? Aunque, si debo ser sincera, no eran solo los antebrazos. Era todo en él.


Se incorporó un poco para servirse puré de patata y cuando volvió a sentarse quedamos muslo contra muslo. Nuestras piernas parecían pegadas con pegamento. Con idea de hacer un experimento, moví un poco la pierna hacia un lado, pero él hizo lo propio.


Mi corazón se elevó como un paracaídas en medio de una ventisca y mi humor también.


Raquel me miró.


–¿Está rico?


–Sí, sí –yo señalé el plato, aunque sabía que no estaba hablando del pavo–. Estupendo, te ha salido estupendo.


Los invitados contaban historias sobre sus tradiciones navideñas, pero yo no escuchaba una sola palabra porque en mi cabeza no dejaba de sonar una alegre campanita.


Pedro estaba allí.


Sentado a mi lado.


Y aunque en el pasado apenas hubiéramos tenido relación, en aquel momento era ardiente y eléctrica.


Decidí que uno de los dos tenía que decir algo o llamaríamos la atención de los demás.


–¿Qué tipo de Derecho practicas?


Él tomó su copa… de agua. Tal vez temía perder el control si bebía alcohol.


–Del bueno.


–Esa no es una respuesta –giré la cabeza para mirarlo y, por supuesto, eso fue un error porque aquella no era una cara que una quisiera dejar de mirar. Podría estar mirándolo hasta que me muriese de hambre, sed o frustración sexual, lo que llegase antes. Y, a este paso, estoy segura de que sería frustración.


Y, por supuesto, él lo sabía.


–¿De verdad quieres hablar de eso? –me preguntó, en voz baja.


Estaba a punto de responder cuando sentí que ponía su mano sobre mi muslo. El calor de la palma atravesaba mis vaqueros y estuve a punto de saltar de la silla.


No podía seguir fingiendo que aquello era un accidente o que estábamos apretados por falta de espacio. Pedro dejó la mano allí, como para ver si yo me apartaba, y cuando no lo hice empezó a mover la mano hacia arriba.


Daba igual lo que la gente dijese de algunos hombres, yo te puedo asegurar que Pedro Alfonso tenía un gran sentido de la orientación.


Se me encogió el estómago, tan excitada que estaba al borde del infarto. No entendía esa reacción, aunque la química era lo mío. Podía explicar la fusión nuclear, pero no podía explicar aquello. Lo que sentía no tenía sentido y tampoco la frustración de estar en público mientras Pedro me tocaba.


Siempre había algo interponiéndose entre la satisfacción sexual y yo. En este caso, el pantalón vaquero y una habitación llena de amigos.


Ojalá me hubiese puesto un vestido en lugar de los vaqueros, pero Pedro era un hombre que no se dejaba amilanar por los obstáculos y siguió moviendo los dedos hacia arriba… hasta que me tocó precisamente ahí.


Yo tiré mi copa de vino sin querer. Afortunadamente, ya me la había bebido casi toda, así que dejó una manchita, no un charco.


–Ay, porras.


Mi hermana lanzó sobre mí una mirada y una servilleta. Y luego se volvió hacia la persona que tenía a la derecha y siguió charlando alegremente.


Pedro no volvió a mover la mano, pero tampoco relajó la presión. Como he dicho, es un hombre que no se deja amilanar por los obstáculos. Y yo estaba ardiendo, tanto que me sorprendía que no saltase la alarma anti-incendios.


Decidí que debía arriesgarme y rocé su pantorrilla con un pie.


–¿Más pavo, Paula? –un chico al que conocía vagamente del gimnasio de Raquel me sonreía desde el otro lado de la mesa y yo le devolví la sonrisa, negando con la cabeza y murmurando una respuesta más o menos aceptable.


Me sorprendía ser capaz de articular una frase porque la deliciosa fricción de los sabios y persistentes dedos de Pedro me estaba volviendo loca. La frustración era insoportable y, pensando que debía compartir un placer tan increíble, deslicé una mano por su muslo hasta llegar a la bragueta. Si necesitaba alguna confirmación de que Pedro sentía lo mismo que yo, allí estaba.


Su dura erección presionaba contra la tela de los vaqueros. 


Por un momento sentí la tentación de bajar la cremallera, pero decidí que ya había habido suficientes exhibiciones públicas en la boda.


–Contéstame a una pregunta… –dijo él, en voz baja, solo para mí.


Y por el sitio en el que estaba mi mano, me preocupaba cuál sería esa pregunta.


–¿Solo una?


Yo tenía millones de preguntas que hacerle, pero enseguida recordé lo del sexo sin complicaciones. Nunca antes lo había hecho, pero el sexo sin complicaciones era solo sexo. Hacer preguntas sobre otras cuestiones, particularmente sobre la familia, era la mejor manera de convertir aquello en algo que yo no quería.


Al otro lado de la mesa, Chiara estaba riendo con un chico que iba al gimnasio de Raquel. O Pedro no se había dado cuenta o le daba igual. Evidentemente, no era el guardián de su hermana.


–¿Tienes el corazón roto?


Me había hecho esa misma pregunta en la boda y yo no había respondido. ¿Por qué iba a contarle algo tan personal a alguien que siempre me criticaba?


–No –respondí por fin, con un hilo de voz–. No tengo el corazón roto.


Pedro me miró durante unos segundos, pero no dijo nada.


–¿A qué hora suele terminar la comida navideña?


–A veces dura hasta Año Nuevo. Una vez tuvimos un invitado que se quedó hasta que lo echamos el día dos de enero. Estábamos a punto de cobrarle alquiler.


La mirada de Pedro fue hacia mi boca y se quedó allí.


Qué serio era. Serio de verdad. La mayoría del tiempo yo hablaba de broma porque el instinto me decía que lo hiciera, aunque a veces intentaba controlar esa parte de mí, especialmente con la familia de Mauro, que siempre había dejado claro que mi sentido del humor les parecía inapropiado (y eso fue antes de lo del vestido).


Pedro me desconcertaba. Había pensado que no le caía bien, pero allí estaba, con la mano… donde la tenía.


Algo latía bajo esas capas de autocontrol. Había algo más bajo la cara de póquer que presentaba ante el mundo.


Me pregunté qué secretos tendría.


Todo el mundo tenía secretos, ¿no?


Y no me habría importado descubrir algunos de los suyos.


Por una vez deseé que nuestro apartamento fuese más espacioso. Me encantaba, pero no era lo bastante grande como para ir al dormitorio sin que las doce personas que estaban con nosotros se dieran cuenta. Era un milagro que no se hubieran fijado en lo que Pedro y yo estábamos haciendo bajo la mesa. Menos mal que los almuerzos navideños eran caóticos.






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