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Paula Chaves permaneció en un extremo de la fiesta y confió en que la expresión serena que había practicado frente al espejo durante la última semana siguiera en su sitio.
Aquella era, sin lugar a dudas, la noche más humillante de su vida. Su prometido, o mejor dicho, su ex prometido, iba a casarse con otra mujer.
Tal vez no fuera tan malo si su ex prometido no fuera el príncipe Alejandro, heredero al trono de Santina. Ella tendría que haber sido su reina, pero ya no era más que la novia abandonada.
Un hecho que a la prensa le encantaba recordar. Una y otra vez. Apenas había tenido un momento de tranquilidad desde que Ale la dejó de manera humillante y pública por otra mujer. Ni siquiera había tenido la cortesía de comunicárselo personalmente. No, había dejado que lo descubriera en las páginas de los periódicos sensacionalistas. Resultaba humillante tener que soportar tanta compasión. Incluso miradas de censura, como si en cierto modo fuera culpa suya. Como si hubiera sido a ella a quien hubieran descubierto besando a otro hombre a pesar de estar prometida, como Ale había sido fotografiado con Alicia Alfonso.
Lo que menos deseaba Paula era estar en aquella fiesta de anuncio de compromiso esa noche, pero no tenía elección.
–Debes ir –le había dicho su madre cuando se negó a asistir–. El protocolo lo exige.
–Me importa un bledo el protocolo –replicó Paula.
Y así era. ¿Por qué había sido castigada de forma tan brutal si había dedicado su vida al protocolo y al deber?
Su madre le tomó las manos.
–Cariño, hazlo por mí. La reina Zoe es mi mejor y más antigua amiga. Sé que se sentiría decepcionada si no estuviéramos allí para apoyarla.
¿Apoyarla? Paula sintió deseos de echarse a reír, de gritar, de llorar por la injusticia de la vida. Pero no lo hizo. Y finalmente hizo lo que su madre le pedía porque, para colmo, se sentía culpable.
Se puso tensa cuando el rey hizo un brindis por la feliz pareja. Pero alzó la copa de champán como todos los demás y se dispuso a beber por la salud y la felicidad de Ale y Alicia, la mujer que había vuelto del revés su predestinada existencia.
Al menos estaba segura de que no habría fotógrafos aquella noche. Estarían esperando en las puertas del palacio, naturalmente, pero por el momento se encontraba a salvo.
De todas formas tenía que sonreír. Tendría que enfrentarse a los artículos, las fotos, los testimonios de supuestos amigos asegurando que lo estaba llevando bien, o que estaba triste, o que el corazón se le había roto en mil pedazos.
Paula le dio un sorbo a su copa. Solo una hora más y se marcharía de allí. Volvería al hotel, se metería en la cama y se cubriría la cabeza con las sábanas. Terminó el brindis y entonces la orquesta empezó a tocar un vals. Paula dejó la copa de champán prácticamente intacta en la bandeja de un camarero que pasó a su lado y se dirigió hacia las puertas de la terraza. Si pudiera escapar unos minutos, sería capaz de soportar la siguiente hora con más fortaleza.
–Paula –la llamó una mujer–. Te estaba buscando.
Paula apretó los dientes y se giró hacia Graziana Ricci, la esposa del ministro de Asuntos Exteriores de Amanti. La mujer se acercó a ella con una sonrisa radiante empastada en su maquillado rostro. Pero no fue la señora Ricci la que le llamó la atención, sino el hombre que estaba a su lado.
Parecía inglés, uno de tantos que habían llegado recientemente a Santina. Era alto e iba vestido de esmoquin, como la mayoría de los invitados. Era bastante atractivo.
Guapo. De expresión pícara, como si supiera lo tentador que era. Tenía los ojos del color del café tostado y sus facciones parecían esculpidas por Miguel Ángel. Completaban el conjunto unos pómulos bien definidos, la nariz recta, los labios sensuales y un hoyuelo en la barbilla que se hacía más profundo cuando sonreía.
Y cuando se giró hacia ella con aquella sonrisa, a Paula le dio un vuelco al corazón.
Varios vuelcos.
La imagen que dibujó entonces su mente fue completamente impropia de ella. No tenía ningún deseo de besar a aquel hombre, dijera lo que dijera su imaginación. Estaba estresada, nada más.
El hombre sonrió y le guiñó un ojo y ella apartó al instante la vista.
–Paula, este es Pedro Alfonso–dijo la señora Ricci.
Paula se puso tensa al instante. La mujer no se dio cuenta.
Puso el brazo de Pedro en su cuerpo quirúrgicamente renovado con actitud libertina.
–Pedro es hermano de Alicia.
–Qué bien –murmuró ella con frialdad. El corazón le latía descontroladamente por la ira y la frustración.
El hermano de Alicia. Como si no hubiera bastado con que su hermana le arruinara la vida, ahora tenía que enfrentarse a otro Alfonso cuando lo que quería era que se fueran todos al diablo.
–Bienvenido a Santina, señor Alfonso. Si me disculpan, iba a… Tengo que hablar con alguien.
Era mentira y se sonrojó en cuanto lo dijo. No porque le importara haber mentido, sino porque Pedro Alfonso arqueó una de sus perfectas cejas como si supiera que quería escapar de él. La llama que sentía en su interior ardió con más fuerza.
¿Era vergüenza o algo más?
Vergüenza, decidió con firmeza. No podía haber otra razón.
Si no fuera por su hermana, no se vería en aquella situación ahora. No estaría allí aguantando la humillación de cientos de ojos mirándola de reojo cada vez que Ale se inclinaba hacia su nueva prometida y le susurraba algo al oído.
–Siento oír eso, Paula –dijo Pedro tuteándola como si tuviera derecho a hacerlo.
¡Qué hombre tan arrogante! Pero se le puso la piel de gallina al escuchar cómo pronunciaba su nombre. Hacía que sonara sexy, seductor. No Paula la aburrida, sino Paula la excitante.
–En cualquier caso, debo irme –afirmó ella estirándose lo más que pudo.
¿Qué le pasaba? ¿Por qué daba tantas explicaciones? Ella era sencillamente Paula, y así quería seguir. Predecible, elegante y callada. No era osada ni pícara. No se parecía en nada a la señora Ricci, gracias a Dios.
La señora Ricci frunció exageradamente el ceño.
–Solo será un momento. Confiaba en que pudieras acompañar mañana a Pedro a Amanti para que lo conociera.
Está pensando en construir un hotel de lujo.
Paula miró a Pedro Alfonso. Había algo oscuro e intenso detrás de aquellos ojos, aunque sonriera de medio lado en gesto burlón. Un fuego se abrió paso en el interior de su vientre. Aunque ella fuera la embajadora de Turismo de la vecina isla de Amanti, eso no significaba que tuviera que mostrarle personalmente a aquel hombre el lugar. No era seguro. Él no era seguro. Lo sentía en los huesos. Además, su hermana le había robado su futuro y, aunque no fue
culpa suya, no podría olvidarlo si se veía obligada a pasar tiempo con él. No, no quería tener nada que ver con aquel hombre ni con ningún Alfonso.
–Me temo que eso no va a ser posible, señora Ricci. Tengo otros asuntos que atender. Pero puedo arreglarlo para que otra persona…
La mujer resopló.
–¿Qué puede haber más importante que la economía de Amanti? Esto será bueno para nosotros, ¿no crees? Y tú eres la mejor para este trabajo. ¿Qué otra cosa tienes que hacer si ya no tienes que ocuparte de los preparativos de la boda?
Paula se mordió la lengua al sentir que la bilis se le subía a la boca. Si no fuera una persona tranquila y controlada, podría haber estrangulado a Graziana Ricci allí mismo.
Pero no, Paula Chaves tenía más dignidad que eso. La habían educado para ser serena, para ser la reina perfecta.
No se vendría abajo porque una mujer se atreviera a insultarla en un día en el que ya se había sentido insultada por su ex prometido y la abrumadora cobertura que la prensa le había dado a su nuevo compromiso. Era fuerte. Podía lidiar con aquello.
–Si mañana no puede ser –intervino Pedro–, seguro que pasado se podrá –sacó una tarjeta del bolsillo y se la ofreció–. Es mi número personal. Llámame cuando estés disponible.
Paula aceptó la tarjeta porque no hacerlo habría sido de mala educación. Los dedos de Pedro rozaron los suyos y sintió una descarga de fuego en las terminaciones nerviosas.
Retiró la mano, convencida de que le habría quemado.
Graziana Ricci se había dado la vuelta, distraída por otra señora mayor que gesticulaba expresivamente.
–No sé cuándo podrá ser eso, señor Alfonso. Sería mejor que otra persona le llevara.
–Pero tú eres la embajadora de Turismo –dijo él con cierta frialdad bajo el tono aparentemente educado–. A menos, por supuesto, que te caiga mal por alguna razón.
Paula tragó saliva.
–No le conozco, ¿por qué iba a caerme mal?
Pedro dirigió la mirada hacia la sala, en la que Ale y Alicia estaban juntos y hablando en susurros.
–Sí, ¿por qué?
Paula alzó la barbilla. Ya era bastante malo tener que soportar aquella noche para que encima ese hombre pretendiera saber lo que sentía. Era insoportable.
–Hábleme de ese hotel que quiere construir –dijo–. ¿En qué beneficiará a Amanti?
Pedro le deslizó la mirada por el cuerpo y se tomó su tiempo antes de volver a mirarla a los ojos.
–¿No has oído hablar del Grupo Leonidas?
Se sintió orgullosa de sí misma por no haber mostrado su sorpresa. Si el Grupo Leonidas quería construir un hotel en Amanti, eso era una buena noticia.
–Claro que sí. Poseen algunos de los hoteles más lujosos del mundo y atienden a los clientes más ricos. ¿Trabaja para ellos, señor Alfonso?
Pedro soltó una carcajada que resonó en el interior de Paula.
–Yo soy el dueño del Grupo Leonidas, Paula.
Otra vez su nombre y otra vez aquel cosquilleo en las terminaciones nerviosas.
–Qué suerte para Amanti –dijo. No se le ocurrió nada más.
Si Pedro era el dueño del Grupo Leonidas, debía ser muy rico.
Él se le acercó un poco más.
–Tal vez ahora quieras cambiar de opinión respecto a lo de mañana.
Paula sintió una oleada de calor interno. Su voz resonaba como un delicioso runrún en el oído, aunque trató de no pensar en ello. Estaba cansada, eso era todo. Pedro no era más que un hombre, y los hombres eran impredecibles.
Traidores.
Cerró los ojos. El corazón le latía con fuerza. Era poco generoso pensar así de Ale, pero no podía evitarlo. ¡Le había hecho una promesa, maldito fuera!
–Tendré que consultar mi agenda –dijo con frialdad.
La sonrisa de Pedro le provocó un vuelco al corazón. Era demasiado encantador. Tal vez su hermana fuera igual. Tal vez por eso le había robado a Ale.
–Cuando mañana te levantes y veas los periódicos, desearás estar lejos de Santina.
Un escalofrío de terror le atravesó el alma. Los periódicos. Al día siguiente estarían repletos de noticias sobre Ale y Alicia.
Y de paso, la mencionarían a ella. La pobre novia abandonada. La joven soñadora a la que un príncipe había dejado plantada. La futura reina que ya nunca lo sería.
Paula sintió un nudo en la garganta. No quería estar allí al día siguiente bajo ningún concepto. Y Pedro le estaba ofreciendo una salida, aunque supusiera tener que aguantar su compañía. Pero ¿qué era peor? ¿La prensa o Pedro Alfonso?
Si se lo llevaba a Amanti, no escaparían completamente de la atención de los periodistas, pero al menos no estaría cerca de Ale y Alicia. Si se dedicaba a su trabajo, tal vez la prensa pensara que no estaba triste ni angustiada.
–Acabo de recordar –dijo tratando de sonar distante y profesional– que mañana al final no tengo nada. Me he confundido de día.
–¿Ah, sí? –dijo Pedro deslizando una vez más la mirada sobre ella.
Había calor y promesa en aquella voz, y también un deje de posesión. Eso la enfurecía y la intrigaba.
–Si quiere que le enseñe Amanti, podemos salir mañana a las nueve –dijo Paula con tirantez. Ya estaba lamentando el impulso que la había llevado a escogerle antes que a la prensa.
–¿A las nueve? –se burló él–. Dudo que a esa hora me haya recuperado de las travesuras de esta noche.
Paula sintió que se le calentaban las orejas. Se negaba a imaginarse ninguna travesura.
–Nueve en punto, señor Alfonso. O eso o nada.
–Eres muy dura negociando, nena –se burló él como si no se lo pareciera en absoluto–. Pero lo haremos a tu manera.
Antes de que Paula se diera cuenta de lo que iba hacer, Pedro le tomó la mano y le depositó un beso en el dorso. Ella no pudo reprimir un escalofrío.
Pedro alzó los ojos y la miró fijamente. Muy fijamente. Como si pudiera ver en su interior y supiera lo que estaba pensando.
–Mañana, nena –dijo–. Estoy deseando que llegue el momento.
Paula apartó la mano y trató de ignorar la tensión en el vientre, entre las piernas.
–No soy su nena, señor Alfonso.
Él le guiñó un ojo.
–Todavía no. Pero veamos qué nos trae el mañana, ¿de acuerdo?
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