miércoles, 11 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 8





Paula dejó que el licor se deslizara por su garganta mientras un pianista tocaba algo de los Bee Gees y las vistas desde los grandes ventanales eran como imágenes de una postal.


Suspiró mientras tragaba el whisky y, finalmente, por primera vez desde que había salido de Melbourne, comenzó a desconectar lo suficiente como para sentir de verdad que estaba de vacaciones.


–¡Paula Banana!


Se giró y encontró a Elisa yendo hacia ella. Por suerte, su hermana iba sola. Se abalanzó sobre ella y la abrazó con fuerza.


–¿No es genial este sitio? Tenías tooooooooda la razón cuado lo sugeriste. ¡Tim y yo te debemos una bien grande!


Paula le devolvió el abrazo y un millón de pequeños recuerdos salieron a la superficie: las dos hermanas compartiendo habitación, compartiendo muñecas, compartiendo un pintalabios viejo de su madre para pintarles las caras a las muñecas. Todos ellos recuerdos que había escondido para poder mudarse desde Tasmania a Melbourne y empezar completamente de cero.


–Es lo mínimo que podía hacer –dijo Paula dándole una palmadita en la espalda y apartándose antes de que se convirtiera en un momento demasiado agradable–. Teniendo en cuenta que no podía ejercer mucho de dama de honor estando tan lejos.


–Lo has hecho genial. Eres la mejor dama de honor de la historia. Bueno, ¿dónde está tu tío bueno?


–Ha ido a hablar con el director del hotel –respondió Paula sonrojada–. Pero no es mi tío bueno, solo es mi jefe y está aquí para trabajar.


Las perfectas cejas de Elisa desaparecieron bajo un también perfecto flequillo.


–¿Entonces es pura coincidencia que hayáis venido en el mismo avión? ¿Y que de todos los lugares del mundo en los que podría estar esté precisamente en Cradle Mountain? ¡Ese hombre tiene segundas intenciones y está clarísimo!


Paula soltó una carcajada. ¡Cómo notaba que su hermanita ya había crecido!


–Créeme, lo que pasa entre Pedro y yo es menos que nada.


Eliisa apoyó los codos sobre la barra y con la punta del pie dio unos golpecitos en el suelo adoptando una postura que había adquirido tras sus años estudiando ballet.


–Entonces, ¿no está aquí porque está secretamente enamorado de ti y le da miedo que vayas a fugarte con el padrino de la boda y lo dejes con el corazón roto?


–Lamento romper tu romántico corazoncito, pero a Pedro lo que le asustaría de que me marchara de repente sería que ya no me tendría para llevarle la ropa a la tintorería.


Miró hacia el arco de entrada del bar y vio que el hombre en cuestión seguía en el mostrador de recepción. Su oscuro cabello se ondulaba ligeramente sobre el cuello de lana de su chaqueta de cuero. Sus vaqueros resaltaban cada músculo de sus piernas; incluso desde lo lejos ese hombre era guapísimo, tanto que parecía un espejismo.


Miró al hombre que estaba detrás del mostrador de recepción y sonrió para sí. Si al menos fuera una mujer la que estuviera atendiéndolo podría empezar a preocuparse por perder la apuesta.


–¿Entonces no va a venir a la boda?


Paula volvió a mirar a Elisa, aún sonriendo.


–Me temo que no, pero ha sido muy dulce por tu parte preguntar. De verdad, tiene que trabajar. Es un adicto al trabajo. Tanto que debería llevar la palabra «trabajo» tatuada en la frente. Si el matrimonio lo declararan un empleo legal, iría derecho al altar.


Cuando se percató de que estaba divagando, soltó la copa y la apartó. Miró hacia atrás y vio a Pedro mirando hacia el bar.


Estaba demasiado lejos como para estar segura, pero creía que la estaba mirando a ella. Podía sentirlo como si un láser la hubiera atravesado y estuviera abrasándola por dentro. La música del piano y las conversaciones de los huéspedes recién llegados que se colaban en el bar se oían de fondo tras el martilleo de su corazón.


Pedro asintió hacia ella y lo único que Paula pudo hacer fue tragar.


–Bueno –dijo Elisa–, todo está marchando como un reloj, así que esta noche no tienes nada que organizar. ¡Solo diversión! ¿De acuerdo?


–Me suena genial.


–Y ahora, será mejor que vaya a ver a mi cachorrito porque llevamos todo el día sin vernos y seguro que necesita que lo calme.


Y guiñándole un ojo, su hermana se marchó.


Elisa, tan madura e irreverente y su madre, nada descontenta con verla. Lo que había encontrado al volver a casa hizo que una agradable calidez comenzara a embargarla hasta que vio una llave pendiendo ante su cara bajo los bronceados dedos de Pedro.


–¿Qué es eso? –preguntó.


–¿De verdad tienes que preguntar? –dijo Pedro rozándole la espalda con las solapas de su chaqueta y generándole un delicioso cosquilleo antes de tomar asiento a su lado.


Ella se giró sobre su taburete para mirarlo y sus rodillas se chocaron, pero él, en lugar de apartarse, posó una mano sobre su pierna tranquilamente, con absoluta naturalidad.


–Si le has prometido a ese hombre entregarle a tu primer hijo a cambio de una habitación, habrás perdido todo mi respeto.


La sonrisa que se reflejó en los ojos de Pedro le produjo escalofríos, como si estuviera sentada en el borde de un volcán; un volcán del que sabía que tenía que huir a pesar de tener el deseo de saltar directamente dentro de él.


–No he hecho nada drástico ni ilegal. Simplemente he negociado y el único modo de conseguir una habitación era reservándonos una suite.


–Perdona, ¿has dicho «nos»?


–Habitaciones separadas por un salón compartido. Mejor aún que la suite Luna de Miel, o eso me han dicho.


Ella ni se inmutó ni dijo nada. ¿Qué podía decirle? Habían compartido habitación en muchas ocasiones, tanto en los festivales de televisión como durante la preproducción de nuevos programas, y habían empleado el salón compartido como una improvisada oficina. Claro que, en aquellas ocasiones habían estado constantemente rodeados por el resto del equipo que siempre viajaba con él… y que ahora mismo estaba en Nueva Zelanda.


Al ver que no parecía impresionada, Pedro añadió:
–Por lo que he oído, solo le dan la Suite Platino a sus clientes más importantes.


Ella estrechó los ojos.


–Esa es la suite de mi madre. Me costó mucho conseguirle esa habitación.


Algo que parecía un intenso rubor cubrió el rostro de
Pedro, pero Paula estaba demasiado furiosa como para reparar en ello.


–Me he encontrado con Virginia en el vestíbulo, ha oído el aprieto en que me encontraba y se ha ofrecido a intercambiar las habitaciones. Ahora ella se ha quedado con la tuya individual y nosotros tenemos su suite.


Paula tenía la cara cubierta con las manos y estaba balanceándose hacia delante y atrás en su silla. El pulgar de Pedro deslizándose por su rodilla la hizo salir de ese trance y ella bajó las manos e hizo lo que pudo por actuar como si el hecho de que estuviera tocándola fuera algo irrelevante. Se giró para mirarlo y en sus ojos vio un brillo plateado.


–Resulta que, a pesar de la predilección de Virginia por… ¿cómo era…?


–Chaquetas rosas y cócteles con sombrillitas dentro – murmuró ella.


–Eso, solo me acordaba de lo de la circonita… Pues resulta que, a pesar de todo eso, es una mujer sensata.


–Oh, no, no, no –dijo Paula sacudiendo un dedo ante su cara–. No te vayas a dejar engañar por su numerito. Virginia es todo lo contrario. Es narcisista, egoísta, una persona dañina que siempre tiene un plan y que siempre busca cómo una situación en concreta puede beneficiarla.


Sus duras palabras parecieron resonar en el espacio abierto del bar y volver hacia ella una y otra vez como en una especie de horrible mantra.


Pedro apartó la mano de su rodilla y ella sintió el frío golpe del silencio. Hundió los hombros y se quedó mirando a la alfombra.


–Evidentemente hasta ahora no sabía la mala situación que tienes con tu madre.


–Bueno, pues ya lo sabes.


De pronto, Paula se sintió muy, muy, cansada. Como si sus años en la ciudad, trabajando tanto, construyendo una impecable reputación profesional, creando una vida partiendo de la nada, haciendo todo lo posible por olvidar el periodo de su vida en casa después de la muerte de su padre, estuvieran volviéndose en su contra.


Con un gruñido, dejó caer la cabeza contra la barra del bar y, por el rabillo del ojo, vio los dedos de Pedro jugueteando con la llave de la habitación. Tal vez algo bueno había surgido de su psicótica diatriba. Tal vez él estaba dándose cuenta del nivel de drama al que se sometería si se quedaba cerca de ella y ahora se replanteaba marcharse y dejarlos a ella y a su familia en paz.


Alzó la cabeza y se apartó el pelo de los ojos. Él estaba mirando a lo lejos, con una mirada de puro acero, y eso implicaba que fuera lo que fuera lo que estaba pensando, no habría forma de hacerle cambiar de opinión.


Paula respiró hondo y esperó hasta que él finalmente se giró y le dijo:
–Voy a ir a la boda de tu hermana.


Ella se movió para volver a dejar caer la cabeza contra la barra, aunque en esa ocasión él lo vio venir y la agarró por los hombros para impedírselo.


Debió de resultar tan patética como se sentía porque él la agarró suavemente del cuello, coló las manos bajo su pelo y le acarició esa zona tan suave de debajo de sus orejas, como para tranquilizarla. Seguro que podía sentir su pulso retumbar en su cuello ante tan cálida aunque insistente caricia, pero no lo demostró. Simplemente la miró a los ojos; con esos ojos serios, cargados de determinación… y preciosos.


–Por lo que parece, este fin de semana te vas a meter en una jaula de leones sin salida, así que no estaría dándote las gracias después de tantos meses de trabajo si me marcho y te dejo sola enfrentándote con ellos. Y mucho menos después de haber exacerbado el problema. Seré tu protector.


Bajó las manos hasta sus hombros y desde ahí las apartó.


Paula se preguntó si se podía tener jet lag después de solo una hora de vuelo porque así era como se sentía: grogui y descentrada, como si estuviera entrando y saliendo de un universo paralelo. Seguro que el hecho de que Pedro Alfonso acabara de ofrecerse a ser su protector era una alucinación.


–Paula…


–Estoy pensando.


–¿En qué?


En el hecho de que solo podía interpretar su ofrecimiento de una forma: no era ninguna forma de castigo por haberlo comparado con las circonitas; al ofrecerse a meterse en ese drama estaba siendo agradable con ella, considerado, desinteresado. Y todo ello eran cualidades que jamás había pensado que tuviera.


Respiró hondo y dijo:
–Es una oferta muy amable, Pedro. De verdad. Pero estas vacaciones no eran solo unos días para estar con la familia, sino para tomarme un descanso del trabajo… y de las personas con las que trabajo.


Y él, taciturno y estoico como siempre, respondió:
–¿Te refieres a mí?


Paula abrió el otro ojo y respondió:
–A ti, a Sonia y a que Sebastian esté siguiéndome como un perrillo mientras intento trabajar. Y jornadas de trabajo interminables. Y a nada de dormir…


–Vale. Lo capto. No sabía que tu trabajo te resultara tan duro.


¡Grrr! ¡Qué listo podía ser ese hombre, pero qué tonto también!


–No seas idiota. Adoro mi trabajo, más que nada en mi vida. De verdad. Pero para poder hacerlo bien tengo que cargar pilas y este fin de semana era mi oportunidad.


–Me parece justo.


Y entonces, tras un interminable silencio, él añadió:
–Pero si te cuesta estar junto a tu familia, no tienes por qué estar sola. Si eso es lo que te preocupa, entonces mi oferta sigue en pie.


Ella dejó escapar un fuerte suspiro. Y, ya fuera porque estaba impactada por la actitud de su jefe, o porque se estaba volviendo un poco masoquista, alzó las manos al aire y dijo:
–Vale. De acuerdo.


–¿De acuerdo? –preguntó él como si le estuviera divirtiendo jugar a los héroes.


Era irresistible, un hombre irresistible, y sería su acompañante a la boda de su hermana. Se metería en muchos problemas.


Le agarró la mano y la ayudó a levantarse del taburete.


–Vamos, pequeña, a ver lo impresionantes que son las suites en este hotel.


–Prepárate para que se te pongan los ojos literalmente como platos.


Mirándolo mientras cruzaban la zona de Recepción agarrados del brazo vio un atisbo de sonrisa en su cara.


Muchos, muchos, problemas.








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